50. Ante el sanedrín. La aparición nocturna
Act 22, 20-23, 25.
Hay una psicología del peligro, y es interesante ver cómo los diversos temperamentos se comportan ante él. Para las naturalezas románticas el peligro tiene cierto atractivo, algo fascinador, que se quiere al mismo tiempo gozar y vencer. Van al peligro dando voces de alegría, como los jóvenes héroes a la guerra. Son en su mayor parte sanguíneos, y dichosos ellos si salen de él bien librados. Otros tiemblan a la vista del peligro, flaquean sus rodillas y fácilmente vienen a ser figuras cómicas. Son en su mayor parte melancólicos. Otros a su vez son flemáticos para temer el peligro, muy privados de fantasía para imaginarse las peores posibilidades. El verdadero héroe ve el peligro y no se expone a él temerariamente. Mas si se le manifiesta como paso que no puede evadir, lo desafía animosamente, no permite a su fantasía que pinte el peligro mayor de lo que es. Cabalga, como el jinete en el conocido cuadro de Durero, arrogante entre la muerte y el diablo. De este tipo era Pablo. Cuando su voz interior le mostró el peligro como inevitable, lo acometió valerosamente. Su presencia de ánimo no le abandonó un momento. Aun debajo dé los pies de los que le pisoteaban, aun tendido en el potro, consideraba a sangre fría qué táctica debía seguir.
La misma presencia de ánimo demostró Pablo al día siguiente, cuando el comandante de la fortaleza, para poner en claro la cuestión sobre que versaba la contienda, hizo comparecer a su preso en presencia del sanedrín, que constaba de los jefes de los sacerdotes y de los 71 miembros del Consejo. Claudio Lisias le acompañó él mismo con escolta militar ante el mismo tribunal que en otro tiempo había condenado a Jesús. Con todo, no se tuvo la sesión en el pórtico del Consejo, llamado Gazith, que se hallaba en el atrio de los sacerdotes, sino en un pórtico del atrio exterior, donde Esteban en su tiempo había sido sometido a interrogatorio. Los consejeros estaban sentados y reunidos en grupos. Entre ellos había alguna cara conocida, y sin duda también el en otro tiempo sumo sacerdote Caifas. Al viejo malvado la conciencia de su culpa le había endurecido todavía más y le había grabado profundos surcos en el rostro. Parece que el sumo sacerdote de entonces, Ananías (47-59), nombrado por Herodes de Calcis, no presidía por sí mismo. En ningún tiempo había estado tan profundamente decaída la dignidad de sumo sacerdote como entonces. Ananías, de la familia de Anás, tildada por las mismas fuentes judías como "raza de víboras", es descrito por los contemporáneos como un hombre dado a los placeres, codicioso y glotón, de proverbial sensualidad, para quien ningún medio, ni siquiera el puñal de los sicarios, era demasiado malo para poder entregarse a sus pasiones. Pablo, que desde hacía muchos años había estado fuera de contacto con Jerusalén, no conocía al sumo sacerdote personalmente. Simultáneamente se encontró aquí por primera vez con la aristocracia de los saduceos [n. 38]. Éstos eran gente de muy escasa cultura religiosa. Toda su política religiosa era una política de ocasión, un astuto andar con doblez entre las oposiciones religiosas y las políticas de su tiempo. Su conato principal era impedir todo entusiasmo religioso y nacional, para que no se pusiese en peligro su dominación. Lucas, que no fue testigo ocular, guarda cierto silencio sobre el curso del debate. Lisias sin duda pidió al presidente que precisara la acusación contra Pablo. Los saduceos evidentemente, conforme a sus ideas frívolas, presentaron la doctrina del Apóstol sobre el Mesías crucificado por causa de sedición como políticamente peligrosa, y su doctrina sobre la resurrección de Jesús y su aparición en Damasco como ridícula. Cuando se pronunciaban palabras como "resurrección", "espíritu", "ángel", soltaban cada vez risotadas burlonas, mientras que los fariseos, que creían en esto, habían de sentirse ofendidos por ello en sus opiniones religiosas. Pablo conoció rápidamente el punto flaco en que podía atacar para desunir a sus adversarios. Ahora la causa estaba ya medio ganada.
Luego al principio de su discurso de defensa sucedió un penoso incidente. Cuando Pablo alegó el derecho de su buena conciencia, mandó Ananías, indigna y vilmente, a un ministro del tribunal herirle en la boca. Un golpe en la boca, y además en pública asamblea, era el más profundo bochorno para un hijo de Israel. Significaba tanto como: Este hombre ha cesado de ser hijo de Israel. Se comprende que Pablo, por cuyas venas corría orgullosa sangre noble, al ver esta afrenta casi perdiese la serenidad. Irritado dijo a Ananías: "¡ A ti Dios te herirá, pared blanqueada! ¿Tú quieres ser mi juez y mandas herirme contra la ley?" Aquí se mostró de nuevo lo torcido del sentimiento mora] de los fariseos. El modo de obrar del presidente lo disimularon gustosos, pero la reprensión por parte de Pablo fue a sus ojos un crimen. La disculpa del Apóstol - "Yo no sabía que fuese el sumo sacerdote" - es interpretada diversamente. Es probable que quería decir con un punto de ironía: "No me pasó por el pensamiento que pudiese ser el sumo pontífice uno que pudiese olvidarse tanto de su deber". La comparación con la conducta de Jesús en su caso semejante muestra que el discípulo no llega en altura moral al divino Maestro. Por lo demás, tampoco está obligado a copiar estrechamente al Maestro; en esto no consiste la imitación de Cristo. La imagen de la "pared blanqueada" recuerda a los fariseos una palabra de Jesús sobre los "sepulcros blanqueados ". El golpe estuvo bien dado. La palabra caracteriza muy bien al sumo sacerdote como una persona decadente, que quiere aparentar virtud, probidad y energía, mientras en el interior todo es quebradizo y pútrido. La esencia de la decadencia es degeneración, descenso y deslumbramiento exterior. Los sacerdotes de entonces estaban enteramente dominados por una política mundana: por de fuera apariencia de piedad, por dentro ansia de ocupar cargos elevados, espíritu dominador y codicia. San Pablo en todo es el polo opuesto de esta decadente sociedad. Es el representante de una generación joven, de una Iglesia cuyos medios son de índole puramente espiritual: sencillez, rectitud, pobreza y humildad, y que no se ocupa en negocios mundanos. El castigo predicho por el Apóstol va a cumplirse. Ananías después de algunos años, cuando se escondía de los puñales de los sicarios, fue asesinado en su escondrijo.
Pablo vio que, dados los apasionados sentimientos del tribunal, era imposible un procedimiento sincero, y con intuición repentina aprovechó la ventaja de la situación, arrojando entre ellos como manzana de discordia la cuestión de la resurrección [n. 39]. En el fondo, toda la oposición del judaismo tenía su raíz en la resurrección de Cristo, que había puesto fuera de vigor la religión judía, su Estado y su dominación política. Resuelto en breve, resumiendo toda la situación, exclamó en medio de la asamblea: Hermanos, estoy ante el tribunal por causa de la esperanza en la resurrección de los muertos. Al oír esto los saduceos soltaron una carcajada contra los fariseos, que creían en semejantes ideas, de suerte que al fin ya no parecía Pablo el acusado, sino que el debate degeneró en una disputa de teólogos y los dos partidos vinieron a las manos. El asunto fue tan lejos, que algunos rabinos calificados se declararon abiertamente por Pablo y presentaron como cosa muy posible que un espíritu o ángel le hubiese hablado. Claudio Lisias, que nada entendió de toda la contienda y temía por la vida de su preso, llamó a la guardia que estaba afuera e hizo poner en seguridad a Pablo. "Apenas pude arrebatarlo por fuerza de sus manos", dice Lisias en su carta a Félix, según el códice Beza.
Algunos críticos creen que el Apóstol no se mostró en esta ocasión a su altura ordinaria. Hablan de una "estratagema" y hallan un contraste entre Pablo y la callada dignidad de Jesús ante el sanedrín. Se les pasa por alto el carácter radicalmente diverso de los padecimientos de Jesús y los de cualquier hombre. Los padecimientos de Jesús tenían un carácter y fin que sólo existieron una vez y traspasaron toda medida humana. En ellos se trata de la redención del género humano por unos voluntarios padecimientos expiatorios. Por eso renunció a su derecho de reclamación, a toda intervención del cielo y de la tierra. Hubiera podido emplear el mismo artificio que su discípulo. Pero vio ante sí al linaje humano, a ti y a mí no redimidos, y se reconoció como el cordero de Dios que enmudece, predicho por el profeta. En esta amorosa obediencia sin límites, en este admirable vencimiento de sí mismo y callada resignación del Cordero de Dios está fundado más que en todos los otros actos del alma de Jesús el valor expiatorio de sus padecimientos de muerte. Pablo, al contrario, padeció y combatió para sí solo. Estaba dispuesto a morir, pero el determinar el tiempo y las circunstancias es cosa de Dios. Él mismo podía y debía emplear todos los medios lícitos para poder servir todavía más al Evangelio. Aquella crítica exige también demasiado a un puro hombre. Aun en la más brillante altura de la vida a la que el espíritu de Dios elevó a un hombre como Pablo, debe recordarse a veces al hombre que, sin embargo, es sólo un hombre como todos nosotros, que sólo la medida humana es propia de él, y que sólo Uno llegó más allá de toda medida humana.
¡Hagamos a nuestro héroe una visita nocturna en su celda de la prisión de la fortaleza Antonia! Sus fuerzas estaban casi extenuadas por los acontecimientos de estos días. Sabe que debe participar aún más profundamente de los padecimientos de su Maestro. La palabra de "crucificado con Cristo", que había escrito a los gálatas (2, 19) y a los romanos (6, 6), sonaba cada vez más fuertemente en sus oídos. En esta segunda noche, solo y desamparado en la celda sin luz, vigilado por el odio que como un mar batía su celda en derredor, padeció una de aquellas acometidas de desconsuelo y congoja de muerte, de que tampoco los santos, ni siquiera el Hijo de Dios, quedaron libres. En una situación semejante había en otro tiempo la Iglesia de Jerusalén velado y orado por Pedro (Act 12, 5). Es triste el que Lucas esta vez no pueda referir ningún acto de amante participación por parte de la comunidad de Jerusalén. Los fieles de la Ciudad Santa creían hacer ya mucho, si le toleraban, sin romper con él. Sólo en una casa de la santa Jerusalén ardía toda la noche la luz que el amor encendió por la vida del Apóstol querido. Era la casa de sus amigos Lucas, Timoteo, Tito, Trófimo, su hermana y la familia de ésta, reunidos en oración. ¿Qué harán? ¡Consuélate, Pablo, la salvación está ya en camino!
Su situación era realmente seria. Sólo la fuerte mano de los romanos podía salvarle. Pablo había llegado ahora a un punto en que había de dar una nueva dirección a su conducta respecto de su pueblo. En esta noche tomó, sin duda, la decisión. Hasta entonces se había sentido dentro de la colectividad legal de su pueblo, y se había sometido repetidas veces a la jurisdicción judía. Mas ya se aparta definitivamente de su pueblo aun en el respecto político-judío, y se somete a la autoridad y jurisdicción del Estado romano, de la que había escrito tan lealmente en la Carta a los Romanos. Pero los romanos habían de tratar con cautela a este pueblo demasiado celoso. Una larga prisión aguardaba a Pablo. Su intento de llevar la gloria de Cristo a Roma y a los confines de la tierra, parecía frustrado. Llevaba su abatimiento, todos los cuidados de su corazón al lugar propio, al corazón de su Maestro, y todo lo trataba "in Christo", antes que el cansancio le cerrase los ojos. Aun en el sueño seguían trabajando sus pensamientos y tenía coloquios con Él. Se dice que cuando las olas del mar están encrespadas y espumosas en la superficie, las profundidades permanecen tranquilas. Así le pasaba a Pablo. Cuando su vida exterior se agitaba como un océano, su vida interior estaba "escondida con Cristo en Dios". Éste era su secreto. ¿Quién será capaz de averiguar cómo el alma humana desligada durante el sueño de las ataduras del día, según su condición natural, puede relacionarse con los demonios de las profundidades o con los espíritus iluminados de las alturas? ¿No será como si un ángel del Señor se vistiera con la sutil sustancia del sueño, al parecer formada en el subconsciente por la vida de nuestros pensamientos, y amante y consolador se inclinara sobre el durmiente? En una visión de la noche, se le apareció el Señor, como se le había aparecido veinte años antes en el templo (Act 22, 17). Señor, ¿eres tú?.San Pablo, profundo conocedor del alma humana y de sus alucinaciones, sabía bien que también el príncipe del infierno se transformaba en ángel de luz. Luego vio resplandecer las llagas como en otro tiempo en Damasco. ¡Señor, deja que tu siervo hable contigo! ¿He hablado bien de ti ante los padres de Israel? ¡Habla, Señor, tu siervo oye! - ¡Ea, Pablo, ten buen ánimo! Has dado buen testimonio de mí en Jerusalén. - Señor, déjame hablar de nuevo, aunque soy polvo y ceniza. Deseo dar testimonio de ti también en Roma, y anunciar tu Evangelio también en Roma (Rom 1, 15). - Pablo, también darás testimonio de mí en Roma. La aparición se desvaneció. Toda tristeza se había alejado, sintió nueva fuerza. Si el Señor estaba con él, ¿qué importaba que los hombres le condenasen? ¡Roma! Como la luminosa estrella de la mañana estaba esta palabra de nuevo ante su alma.