29. "Solo en Atenas" (1 Thess 3, 2)
Act 17, 16. Cf. 1 Thess 3, 1.
Para un hombre fatigado por un exceso de trabajo intelectual o por penas y cuidados, nada hay tan refrigerante y benéfico como un viaje por mar. Esto pudo haberlo sentido también Pablo, cuando, en el descanso de tres a cuatro días, navegó por el azulado Egeo a lo largo de la costa tesalónica, viendo ante sus ojos los grandes macizos del Olimpo, del Osa y Pelión, después por el estrecho de Euripo con sus hinchadas olas, teniendo ante su vista la llanura de Maratón, y luego alrededor del promontorio de Sunion, hasta llegar a la capital de Grecia. ¡Qué noches de ambrosía no serían para su corazón atormentado, y qué despertar cuando
"…hasta Olimpo se elevaba la diosa del rosado amanecer para anunciar a Zeus y a los eternos dioses la llegada de la luz"!
(Ilíada 2, 48)
¡Qué maravillosa y sagrada es una mañana en el mar en un tranquilo, puro y casto amanecer! ¡Cómo habría ya experimentado Homero esta emoción! Tan puro se le presentaba el amanecer anunciado por una diosa a las deidades olímpicas. Gozoso se desborda el corazón del cantor de Israel: "Contigo me despierto en las primeras luces de la aurora". La Sagradas Escrituras y la liturgia están llenas de este encanto del amanecer. El que navegue a través del archipiélago griego, quiéralo o no, se sentirá conmovido por el espíritu de su gran poeta. T Pablo de Tarso, el "hombre de las mil almas" como también se le puede llamar, además de la lengua griega, habíase asimilado también el alma helénica. En la mañana del cuarto día doblaron el cabo Sunion (ahora cabo Kolonnais), la punta extrema de la tierra firme de Ática. Las naves tuvieron que luchar contra el cambio de la corriente. Allí saludó al extranjero desde la altura el templo del dios del mar, Poseidón, y de la diosa del país, Atenea. Hasta hoy el color blanco brillantísimo del mármol ha resistido a la erosión. Fue el primer saludo de Grecia a Pablo. De aquí el viento empujó la nave de hinchadas velas hacia el golfo Sarónico, y junto a las celebérrimas islas de Egina y Salamina hacia el puerto del Pireo, rico en mástiles.
Y ahora tenía ante sus ojos la ciudad de Teseo y de Palas Atenea, la diosa de la sabiduría, que con su brillante escudo, la cimera de su casco y su lanza de oro parecía decirle que la fuerza y la belleza, ideales terrenos del corazón humano, son dones de Dios que deben ir juntos, pero divididos o separados de Dios, llevan al pueblo a la decadencia. En la tradición de que mientras Esquilo luchaba en la guerra de independencia contra los persas en Salamina y Sófocles cantaba y danzaba en las fiestas de la victoria, fue cuando nació Eurípides, se refleja simbólicamente la verdad de que la valerosa ofrenda de la vida por la patria y por los dioses dio al arte griego el máximo impulso, y que esta triple alianza de religión, fuerza y belleza constituyó la base de la gloria de Grecia. Es el único ejemplo de la historia de la humanidad en que un pueblo pequeño, en menos de un siglo, alcanzara todas las cumbres del espíritu humano en ciencia, arte, filosofía, política y cultura física. ¡Y esta maravilla se llama Atenas! Todavía hoy quedamos absortos ante los restos del florecimiento de eterna juventud que han llegado hasta nosotros. "Aunque el cuerpo se haya convertido en polvo, el gran nombre perdura todavía." Y no solamente el nombre, sino también la ley de las nobles proporciones y de la belleza.
¿No debió de palpitar con algo de emoción el corazón del Apóstol cuando vio desde lejos relucir el astil y la punta de oro de la lanza de Palas Atenea, cuando en lo alto, desde la gavia, gritó el grumete: " ¡Athenai! "? Todavía hoy, al cabo de cerca de dos mil años, a cualquiera puede ocurrirle lo que a mí: Todo lo que durante decenios hemos podido reunir en nuestra mente en cuanto a estudios y formación clásica y conocimiento de leyendas e historia, amor a la antigüedad y a su arte, admiración por la grandeza y tragedia humanas, todo esto, de pronto se despierta y asciende como de obscuras cámaras para salir y volar como una canción de añoranza a la inmortal Atenas y su más alto símbolo: la Acrópolis. Y Pablo de Tarso no era ningún bárbaro. No, realmente, no lo era. El hombre que escribe a los filipenses: "Por lo demás, hermanos, todo lo que es conforme a verdad, todo lo noble, todo lo justo, todo lo que es santo, todo lo que os haga amables, todo lo que sirve al buen nombre, toda virtud, toda disciplina loable, esto sea vuestro estudio" (Phil 4, 8), ha sabido apreciar todo lo elevado y hermoso de la humanidad, lo que es decente y las bellas costumbres, todo lo que se llama dignidad humana en su significación para el reino de Dios.
Ciertamente la Grecia en que entraba ahora Pablo ya no era aquella Hélade orgullosa y amante de la libertad de las guerras médicas o de la edad de Pericles, ni la que estaba bajo el yugo macedonio, sobre la cual con todo se derramaba la gloria de Alejandro. Desde la caída de Corinto (146 a. de J. C.) había decaído hasta venir a ser la provincia romana de Acaya, estaba despoblada, saqueada y despojada de sus medios de subsistencia por codiciosos gobernadores romanos. Y precisamente en suelo griego, en los campos de batalla de Filipos y Accio, había sido forjada, del duro metal del carácter romano y de las perlas del arte griego, la corona imperial romana. Grecia, desde entonces, sólo era una sombra de su antigua grandeza. Sus provincias y ciudades estaban desiertas, en los mercados de las pequeñas ciudades pacían los rebaños de bueyes u ovejas. En el Peloponeso, Esparta y Argos tenían todavía alguna importancia. Olimpia había sido precipitada de la antigua altura. En Tebas se habitaba sólo el castillo. Las antiguas familias de la nobleza se habían extinguido. Sus hijos, con ardor republicano, habían acudido presurosos al llamamiento de Bruto y habían derramado su sangre en Filipos. Sólo Atenas y Corinto habían sobrevivido al hundimiento. Atenas tenía que agradecer su salvación a la gloria de los antepasados, Corinto se había levantado del polvo de sus ruinas por la gracia de Roma. Grecia era sólo un gran museo de arte para los turistas de entonces, y los mismos griegos eran en él custodios y guías de forasteros. Miles de griegos vivían vagabundos en las provincias de Occidente. El mundo se había hecho su patria. ¡Suerte paralela a la de los judíos! ¡De tal altura a tal profundidad había caído este país! Sólo que la Hélade no tuvo ningún profeta como Israel, que cantara sus desdichas en inmortales trenos (véase PAUSANIAS, libro 1).
Y, sin embargo, la ciudad de Atenas, en su decadencia, ejercía aún tan poderoso atractivo, que ningún romano se tenía por culto si no se había consagrado aquí a los estudios, y para los romanos insignes en las letras o en las armas, era indispensable haber vivido algún tiempo en Atenas. Hombres como Cicerón, Ovidio, Horacio, Virgilio habían recibido de allá las más fuerte impresiones e inspiraciones. Estadistas y políticos como César, Antonio, Pompeyo habían ensalzado la belleza de Atenas. Como hoy cada nación cristiana tiene su santuario nacional en Jerusalén o Roma, así cada pueblo tenía a honra poder regalar a Atenas alguna ofrenda sagrada, sea una estatua o un pórtico de columnas o un portal.
Pablo, desde el Pireo, a lo largo de famosas tumbas y restos de muralla, pasó por el puente sobre el Cefiso, teniendo siempre ante los ojos la Acrópolis, y entró por el Dipilon, o doble puerta, a la ciudad de Teseo. Desde aquí se había encaminado por la gran calle de los Pórticos al Cerámico, o barrio de los alfareros, habitado principalmente por artesanos y judíos, y había hallado alojamiento en casa de uno de su raza. Había visto ya muchas ciudades hermosas, pero la riqueza y el esplendor de esta ciudad debieron de haberle desconcertado algo. Pudo haberle pasado lo que al sencillo Pedro cuando vio ante sí la Roma de los Césares. Sintióse solitario y abandonado en esta acumulación sin alma de frío mármol, en medio de esta ostentación del paganismo caído de su altura. No tenía nadie con quien pudiese hablar sobre lo que llenaba lo más interior de su corazón. Con el espíritu estaba siempre todavía entre sus queridos tesalonicenses y por eso escribía: "Yo estaba solo en Atenas". Por eso al despedirse rogó urgentemente a sus compañeros: " ¡Decid a Silas y Timoteo que vengan lo más pronto posible!"
Algunos días estuvo Pablo yendo por la ciudad a una y otra parte para orientarse sobre el espíritu de estos hombres extraños (Act 17, 23). Hasta entonces no había visto todavía ninguna ciudad de pura cultura griega. No era el momento más favorable de la historia de Atenas. Ya no era la ciudad de Pericles y de Platón, ni tampoco la ciudad de Adriano. La ciudad por aquel tiempo no poseía ni un solo personaje eminente, a excepción del maestro de Plutarco, Amonio de Alejandría. Era un momento de pausa. Era como si la historia de la ciudad hubiese suspendido el aliento para oír curiosa lo que tenía que decir este nuevo "heraldo de dioses extranjeros ".
En uno de los primeros días, Pablo subió a la empinada colina, que en otro tiempo había sido castillo y morada de los reyes, y luego había quedado para los dioses. Seguía siendo "la imagen más acabada de aquel apogeo del arte clásico; sol esplendoroso, cuyos rayos todavía hoy nos alumbran y nos calientan". Aún se encumbraba como una corona real sobre la ciudad la Acrópolis, y en esta diadema brillaba como joya hermosísima el Partenón, el templo de Palas Atenea, con la estatua de oro y marfil de la diosa virgen, obra de la mano maestra de Fidias. La idea de esta diosa, hija de Zeus, el padre de los dioses, que había nacido con la armadura completa de la cabeza de él, parecía a los griegos como una revelación, y su imagen corno la más elevada personificación de la sabiduría divina, flotando con radiante pureza sobre las bajezas del culto a los sentidos, propias de la adoración a Afrodita Pandemos y a Dionisos. Quizá también Pablo estuvo frente a aquella otra Atenea que parecía absorta en profundos pensamientos sobre el futuro de Grecia. No dejaría de ser un encuentro altamente simbólico. El artista había dado aquí forma a lo que siglos antes el genio jónico de Homero había descubierto en la diosa Atenea: la personificación de la guía o dirección divina, cuando aconseja al joven Telémaco, cuando sostiene a Ulises en los grandes peligros, en su amor a la patria, a la esposa y al hijo; cuando conjura la ira de Aquiles, que blandiendo la espada quiere atravesar a Agamenón. Aquello era el anima naturaliter christiana que se manifestaba de esta manera en la cúspide de la vida griega. ¿Sentía Pablo la analogía de estas voces? Que esto era cierto lo demuestra su discurso en el Areópago.
Palas Atenea formaba digna pareja con la otra obra maestra del mismo artista, el célebre Zeus de Olimpia, cuya contemplación impresiona grandemente, y ante el cual el caudillo romano Emilio Paulo "se quedó como paralizado sin atreverse apenas a respirar". Había en sus rasgos una admirable expresión de sabiduría y fuerza, de suave bondad y majestad, mientras su serena mirada dejaba adivinar lo insondable. Al altamente dotado pueblo griego le fue otorgado por la Providencia que pudiera presentir la divinidad en forma de belleza. Con las sensibles manos de sus artistas palpó la lisura de los mármoles como para percatarse de la belleza arquetípica de Dios, que cantó Platón. ¡Y cuánto más elevada está la idea que de Dios concibió este pueblo sobre la de los egipcios y otros! Éstos veían a sus dioses en los toros salvajes, gavilanes, formas híbridas de hombre y animal. Para los griegos, el hombre en su forma armoniosa era la máxima manifestación de Dios: una vaga intuición del misterio de la Encarnación. En este conmovedor buscar a Dios en las formas del arte, y en el profundo conocimiento de Dios de los poetas griegos, Pablo enlazó felizmente su discurso haciendo de un modo maravilloso justicia al espíritu griego.
Con pocos pasos el Apóstol llegó al santuario del Erecteón. Allí verdeaba todavía el sagrado olivo que, según la mitología, a la voz de la diosa nació de la tierra y transformó las desnudas rocas de Grecia en florecientes plantaciones. Una lamparita alimentada con purísimo aceite de oliva, ardía día y noche ante la imagen de la divina bienhechora, idea ingeniosa, cuya raíz llega a las profundidades de lo humano y que el cristianismo pudo aceptar sin más. Hubo de despertar simpatía en Pablo el ver que los atenienses hubiesen erigido un altar asimismo a la "Compasión". ¿No era esto como un grito de anhelo del gentilismo todavía no corrompido hacia el "Dios de la misericordia" hecho hombre? También el dios deifico lo anunció una vez: "La acción es del hombre; pero pesa muy poco ante la gran misericordia". Esta estatua de la Compasión procedía del tiempo en que los griegos eran un pueblo de hombres libres. Pero ahora el servilismo del pueblo colmaba a sus dueños romanos de desvergonzados honores; Pablo no necesitó sino andar pocos pasos más, y halló el templo del genio de Roma y Augusto. La adoración del emperador había venido a ser en Grecia desde César y Antonio un culto nacional. Como antes a la compasión, así ahora hubieran podido erigir también un altar a la adulación y al servilismo.
Apenas habían pasado "ochenta años cuando el emperador Adriano durante su estancia en Atenas, con motivo de la dedicación del templo a Zeus olímpico, que había mandado construir, fue ensalzado como el mismo Zeus olímpoco, como Panhellenios y Soter (Redentor), o como dios, simplemente. Recibió los honores del dios olímpico, su esposa los de la diosa Demeter; su favorito Antínoo - punto obscuro en su vida - después de su muerte también tuvo altares. La divinización era la única manera como un pueblo sometido reconocía a su dominador (Gregorovius). Ejemplo clásico que nos hace comprender que el servilismo y el culto a los hombres son cosas que van unidas, que la adoración del Dios verdadero hace libre al hombre y que el divinizar a seres humanos lo esclaviza. En tiempos de Pablo, Atenas no había descendido tan bajo como Corinto y otras ciudades, las cuales, como colonias romanas, habían introducido los sangrientos espectáculos de gladiadores. Cuando en el siglo II quiso Atenas seguir el ejemplo de Corinto, se levantó la voz del filósofo Demonax exclamando: "Antes de hacer esto debéis derribar el altar de la diosa Misericordia" (Luciano).
Lleno de profundos pensamientos salió Pablo de la Acrópolis por los Propileos, el "brillante ornato frontal de la corona roqueña del castillo ateniense de los dioses", visible a lo lejos. Toda la belleza y magnificencia que Pablo había contemplado, estaba al servicio del pensamiento patrio. Aquí se celebraban cada cuatro años las grandes fiestas nacionales de las Panateneas, en memoria de la fundación de la ciudad de Teseo, con ejecuciones musicales, declamatorias, dramáticas y deportivas. Pero la fiesta obtenía la suprema consagración, cuando todo el pueblo subía al santuario de la diosa nacional y consagraba a la diosa un vestido azafranado tejido por vírgenes, y los vencedores recibían, por decirlo así, de su mano el laurel. Por espacio de seis siglos se celebró esta fiesta; por tan largo tiempo permaneció el Partenón consagrado a la diosa virgen pagana, para ser dedicado más tarde al culto de la Santísima Virgen Madre de Dios. Tendría uno que ser un bárbaro completo para no conmoverse a la vista de la Acrópolis, sitio de tan grandes recuerdos del género humano. Uno se siente dominado por la fuerza del recuerdo de aquellos tiempos en los que al acercarse el fastuoso cortejo se abrían las doradas puertas y el poeta Aristófanes exclamaba: "Oh ciudad coronada de violetas, esplendorosa, la más digna de envidia: ¡Nuestra Atenas!"
Pensativo una vez más estaba el Apóstol al salir de la Acrópolis junto al templo de Nike. Aquí tenía ante sí, con pintoresca variedad de mar y tierra, todo el paisaje del Ática en sus nobles perfiles. Es una vista que todavía hoy llena el alma. Allá a lo lejos, hacia el golfo Sarónico, veíase en la azul lontananza la colina del Acrocorinto, de forma de cúpula, a cuyos pies había la ciudad que le depararía las más hermosas alegrías y los más acerbos dolores.
Bajando pasó Pablo por delante de la cárcel de Sócrates, donde el más noble de todos los griegos tuvo con sus discípulos aquel célebre diálogo sobre la inmortalidad, mientras volvía de Delfos la nave sagrada, antes de cuyo regreso no podía ejecutarse ninguna sentencia de muerte. Una vez le había alabado el dios de Delfos como al más sabio de los hombres, porque no ignoraba los límites de su saber, de aquel saber y no saber, aquella docta ignorantia de Nicolás de Cusa, que es una especie de humildad y nos enseña que el hombre vale muy poco, o no vale nada, en lo que a su saber atañe. En el transcurso de sus setenta años, su alma se había inclinado más y más hacia aquel Ser que es todo inteligencia, poder y bondad; habíase unido de antemano y en silencio a la "iglesia invisible" de todos los que aman a Dios y buscan la Verdad, y que, según el sentido de la redención, admite y acoge a todos los hombres de buena voluntad que no hayan tenido la suerte de pertenecer a la Iglesia visible de Cristo para cuya edificación Pablo había venido. En su fidelidad a este ser perfecto e invisible, de quien Sócrates se preciaba de ser esclavo, encontró el filósofo las fuerzas necesarias para aquella amarga hora, cuando el veneno ascendía poco a poco a su corazón. La actitud de Sócrates, muriendo en la celda de los condenados a muerte, en aras de sus propias convicciones, fue algo nuevo y jamás visto en Grecia (W. PATER, Platón). Fue como un preludio del cristianismo. No sabemos si Pablo se daba cuenta de esto al pasar por delante de la prisión de Sócrates. Pero lo que no cabe negar es que existen relaciones espirituales objetivas que, como dice el poeta, han servido siempre de nexo a "una más alta espiritualidad ". Así, de Pitágoras parte una línea espiritual que llega hasta Pablo, pasando por Sócrates, Platón, Aristóteles y Cleantes. Todos ellos buscaron, como dijo Platón un día, aquel conocimiento seguro que es uno e igual en todas partes, que es santo y lo abarca todo, cuya unidad alcanza todas las cualidades y las trasciende, que es, en fin, católico (kat hólon). Así Platón por primera vez, y después de él ARISTÓTELES (Eth. Nic. 2, 7), acuñó la palabra "católico". En ello parece haberse presentido la célebre definición de san Vicente de Lérins: "Quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus…".
Pero junto a estos recuerdos sublimes que se remontaban a un gran pasado creyente, otras imágenes deshacían el encanto. Toda Atenas era un recinto sagrado de templos, altares, estatuas, pórticos, esculturas, sencillas y polícromas, de madera, bronce, mármol, oro, plata y marfil. Salir de su casa significaba, no sencillamente ir a la calle, sino entrar en el recinto de un templo. Según una sentencia de Petronio, era más fácil en Atenas encontrarse con un dios que con un hombre. Estamos acostumbrados al pensamiento de que, antes de la venida de Cristo, Jerusalén había sido capital religiosa del mundo. Esto es sólo exacto en cuanto que Jerusalén comprendía aquella suma de ideas religiosas que debían formar la semilla de la religión de lo por venir. Pero a los ojos del mundo de entonces, Jerusalén tenía sólo la importancia que hoy cabe en suerte quizá a La Meca. En verdad era Atenas la ciudad que se consideraba como capital religiosa del mundo, así como también era su centro intelectual y artístico. La vista de los innumerables altares y santuarios era para un hombre como Pablo, educado enteramente en el monoteísmo y en la Biblia, un tormento del alma casi insoportable. Los Hechos de los Apóstoles, para denotar la exaltación de su alma, usan esta palabra fuerte: "se encendió en cólera". Lo que conmovió más profundamente a su alma de profeta que ardía en celo de la gloria de Dios, era la impresión total de que allí "las más santas necesidades del corazón humano estaban reducidas a un goce puramente estético. Movíale a lástima el pueblo. Algunos no pueden comprender esta cólera del Apóstol. Más tampoco saben que en este mundo hay un dolor al que no puede calmar ningún artes. Renán acusa a Pablo de haberse hecho prisionero de las ideas iconoclásticas del judaismo, cuyos prejuicios le habían cegado: " ¡Ya podéis temblar - exclama Renán con un patetismo muy francés -, vosotras, hermosas y puras imágenes de dioses y diosas verdaderos! Ahí está el hombre que empuñará el martillo contra vosotras. Ha sonado la palabra fatal: ¡no sois más que ídolos! ¡El error de este pequeño y feo judío es vuestra sentencia de muerte!" Nosotros, en cambio, no podemos realmente imaginar a un Pablo que, con una guía de turismo en la mano, anduviera admirando, unas tras otras, las obras maestras del arte griego o se quedara absorto en un goce puramente estético. Hay épocas en que hay que renunciar a la idea de la belleza por la belleza y del arte por el arte. Fue el tiempo en que Jesús a la vista de la magnificencia de los mármoles del Templo de Jerusalén no mostró admiración alguna, sino que profirió estas duras palabras: "De todo esto no quedará piedra sobre piedra ". Fue el tiempo en que Pablo vio relampaguear la ira de Dios sobre la antigüedad. A veces esta parcialidad es necesaria para que lo bueno no sucumba a lo bello. No "para enriquecer a uno solamente ", como dijo Schiller, sino por causa de la verdad superior y para llevar a la humanidad a más encumbradas esferas, fue preciso que desapareciese aquel mundo de dioses.
El griego era un hombre que se regía por los ojos. Lo que adoraba era propiamente la línea bella de la forma humana. Pero Pablo buscaba el alma: y ¡en esto no había alma! Quien hoy recorre un museo en el cual están colocadas, una al lado de otra, obras del arte antiguo y del cristiano, quedará maravillado, al compararlas, de la falta de alma del arte antiguo y de la profundidad psíquica del cristiano. En el arte primitivo de las catacumbas el alma amante de Dios, que tiene conocimiento de un secreto feliz, abre por primera vez sus ojos. Por eso no es él ninguna decadencia, sino un nuevo comienzo. Si el arte pagano no hubiese perecido, nunca sin duda hubiera podido nacer un arte cristiano, a saber, el arte de incitar al alma a hablar. Nunca habría habido un Giotto y un Fray Angélico. La Hélade en otro tiempo estuvo en el mejor camino, pero luego había perdido su alma, había errado el fin supremo. Así tampoco el arte ya no la aprovechó nada. Y así le fueron arrebatadas la fuerza y la belleza.
Ahora entendemos que Pablo en esta ciudad sin alma se sintiese tan desamparado y tan solo. Cansado y agotado por el peso de las impresiones opuestas de este primer día, quedó sumido en un ligero sueño en su pobre albergue, en coloquio orante con su Cristo.