41. "¡Habéis sido llamados a la libertad!"

Carta a los Gálatas.

Lo que Pablo ya hacía mucho tiempo veía venir con inquieto cuidado, se había efectuado. A la hermosa armonía, a la ideal relación de confianza entre él y sus queridos gálatas habían antes causado una seria disonancia sus adversarios judío-cristianos. Cada día menudeaban más las noticias de que ahora finalmente habían invadido sus primeras fundaciones predilectas al norte del Tauro y allí llevaban a efecto una viva contramisión.

Pablo tenía la costumbre de enviar a sus discípulos a largos viajes de información. ¿Había traído Timoteo tales noticias de su patria? ¿O tal vez habían llegado unos colonos gálatas al taller de Áquila, para ver a Pablo, y con vivos ademanes le contaron los hechos recientemente acaecidos? Declararon que habían venido de Jerusalén unos predicadores ilustres extranjeros con cartas de recomendación de los amigos de Santiago el Menor y llevaban la grave noticia a las casas de los hermanos más autorizados y a las reuniones religiosas. Éstos decían que Pablo había predicado un Evangelio mutilado, que no era un adecuado apóstol como los de Jerusalén, porque nunca había visto a Jesús. Que tenía que aprender el Evangelio sólo de los antiguos apóstoles, que eran los únicos "competentes". Que en Jerusalén había quedado muy mal, pues había pasado por alto la cuestión principal: de que también los pagano-cristianos estaban obligados a aceptar la Ley de Moisés. Que esto era debido a que quería transformar el Evangelio según el gusto de los gentiles, para juntar el mayor número posible de ellos. Que obraba a veces de una manera y otras veces de otra. Que en Listra había hecho circuncidar a Timoteo, para lisonjear a los judíos; y que, en cambio, entre los gentiles nada decía de la circuncisión para complacerles. Que habían sido enviados de Jerusalén, para reemplazar el Evangelio mutilado por el genuino.

A Pablo se le llenaron de lágrimas los ojos. De la mejor gana se hubiera puesto al punto en camino con estos correos de Galacia y partido para ver a sus queridos gálatas, estos niños grandes de ojos ingenuos y corazones volubles. Pero el tropel cotidiano de negocios, la solicitud por todas las iglesias se lo impidió. ¿Quiénes eran estos perturbadores? Eran, evidentemente, emisarios de aquellos "falsos hermanos introducidos" y celadores, que rechazaban fanáticamente todo lo no judío y que se habían introducido también en la joven Iglesia, a fin de utilizarla como instrumento para sus fines nacionales e intentaban ejercer una especie de tiranía hasta sobre los apóstoles. Echaron todo el ruido de la agitación por la Ley a las comunidades pacíficas de Pablo, a las casas y familias, de suerte que desde ahora las "riñas y contiendas" (Gal 5, 15) fueron el pan diario donde antes se ejercitaban las obras del espíritu. Pablo habría podido soportar el ataque contra él mismo, pero lo que le desgarraba el corazón era ver cómo se engañaba a aquellas almas sencillas y primitivas acerca de su más preciado tesoro, de su libertad en Cristo. Cuando Pablo dirigía una mirada a lo que él había traído a sus comunidades, veía detrás de sí "una cinta ígnea del Espíritu", veía brillar carismas sobre carismas, milagros sobre milagros. Sus recién convertidos oraban, cantaban, daban llenos de gozo acciones de gracia eucarísticas a su Cristo, hablaban en diversas lenguas, curaban a los enfermos y hacían milagros. Y ahora este elevado fervor de la nueva vida ¿debía hacer lugar a una sobria y fría práctica de la Ley? Si no queremos suponer que Pablo exageraba, hemos de imaginarnos como gravísima la situación en que se encontraba. La esencia y el futuro del cristianismo se hallaban en peligro. Oscilaba el fiel de la balanza. ¿De qué se trataba? De nada menos que de si el cristianismo debía ser una religión formalista y ritual, una religión de prácticas exteriores, como las religiones de misterios paganos, como la religión del tiempo posterior del judaismo, desposeída del espíritu de los profetas, y más tarde el Islam; si lo que en un tiempo había empezado cómo hermosa primavera en Galilea, debía proseguir viviendo algún tiempo en la historia como una secta con un Cristo mutilado y miserable y perecer con la teocracia judía; o si la herencia de Jesús, llevada por las alas del Espíritu, debía continuar su atrevido vuelo de águila sobre el mundo, esto es, su inmortal conquista de que se había de adorar a Dios en espíritu y en verdad, de que Dios sólo pide al hombre su corazón y su fe, de que el reino de Dios no consiste en la cuestión de comer y beber, sino en el gozo del Espíritu Santo, en una santa disposición de los ánimos, con la cual decimos: "¡Abba, Padre!" Por esto es por lo que había luchado Pablo en Jerusalén y Antioquía con fuerza de león, había recorrido sus caminos completamente solo y como ningún otro había ofrecido el sacrificio de su sangre y de su corazón. Después de Jesús, nadie luchó por la libertad con un ahínco mayor que el de Pablo, el cual, a pesar de que había crecido en el rigor de la Ley, colocaba, en cuanto a la salvación eterna, las disposiciones del ceremonial judío al mismo nivel del culto pagano a la naturaleza, "los elementos más miserables de este cosmos", el culto del dios Luno, de la Luna, y de Cibeles, diosa de la tierra. Aquí en el suelo de Frigia se dio la gran batalla, que debía ser decisiva. Lo que vino luego, en Corinto y en Roma, fue sólo el epílogo" [n. 9].

Como un general que antes de un combate decisivo junta en torno suyo a su estado mayor, convoca Pablo a todos sus colaboradores y compañeros de lucha presentes en Éfeso para la deliberación común: Timoteo y Tito, Tíquico y Trófimo de Éfeso, Gayo y Aristarco de Macedonia, Sostenes, y Erasto de Corinto, Gayo de Derbe y Epafras de Colosas. Era un brillante estado mayor de nobles campeones. Caracteriza la condición del gran conductor de hombres el que haga participar a sus amigos en sus decisiones como si hubiesen procedido de ellos. La redacción de la carta debió de tener lugar entre los años 54 y 55. Para esto tenemos un punto de partida. Pablo reprende a los gálatas porque se dejaron embaucar con respecto al calendario judío, con su año sabático. Sabemos por JOSEFO (Ant. 15, 1, 2) que el año 54 fue año sabático. Pablo probablemente escribió en este tiempo, ya que los engañados gálatas lo celebraron a la usanza judaica.

La carta aumenta la impresión de la personalidad apasionada del Apóstol. Está escrita, por decirlo así, de un tirón, con letras de fuego. En el pensamiento fundamental, en las razones bíblicas en que se apoya y en las formas de expresión es como un esbozo de la posterior Carta a los Romanos; en el temperamento y la apasionada conmoción es una precursora de la Segunda Carta a los Corintios. Algunas palabras sólo se pueden explicar por la santa pasión del momento, así las expresiones de inmensa sorpresa y consternación, la maldición dos veces pronunciada contra los anunciadores de otro Evangelio, las oraciones desligadas, que atestiguan una notable excitación del sentimiento. Dos grandes temas determinan el contenido de la carta y el curso de sus ideas, los cuales se condicionan y cruzan mutuamente: 1º, el tema personal de la originalidad y legitimidad de su apostolado; 2º, el tema real de su Evangelio de la justificación por la fe.

La primera parte es una notable apología pro vita sua, una defensa de su apostolado. Pablo se opone con todas sus fuerzas (como también en la Segunda Carta a los Corintios) a ser contado entre los de la segunda generación, a ser un discípulo de los apóstoles, un apóstol de segundo orden. No concede a los antiguos apóstoles, por razón de su anterior trato con Jesús, ninguna preferencia esencial respecto del apostolado. La comunicación personal con Jesús cuando vivía en la tierra, no es lo decisivo. Decisiva es sólo una cosa: El apostolado, y el apercibimiento para él, sólo lo recibieron también los demás apóstoles por la revelación y encargo del Cristo celestial, del Resucitado, en la virtud del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. Por esto tampoco recibió su autoridad de apóstol en Jerusalén, para evitar aun la apariencia de que había recibido su cargo y su concepto sobrenatural acerca de Cristo y la salvación de los hombres por mediación de los antiguos apóstoles. Se reconoce dotado por el Espíritu Santo de los mismos derechos que los Doce. Así, por tanto, la impugnación de su apostolado ha obligado a Pablo a bajar a la profundidad de la conciencia que tiene de su vocación y de allí llevar arriba los motivos teológicos en que se apoya su posición autónoma, para manifestarnos su profundo conocimiento del misterio de Cristo. Hay algo grandioso en esta conciencia inquebrantable de su vocación apostólica. Aquí estamos a la vista de un misterio que no puede ahondar ninguna psicología. Damos a continuación algunos pasajes de la carta, que compiten en entusiasmo arrebatador con el discurso de Marco Antonio contra Bruto.

"Pablo, apóstol no por los hombres ni por la autoridad de hombre alguno, sino por Jesucristo, y por Dios su Padre, que le resucitó de entre los muertos; y todos los hermanos que conmigo están, a las iglesias de Galacia. Gracia a vosotros, y paz de parte de Dios Padre, y de Jesucristo nuestro Señor, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados, para sacarnos de la corrupción de este mundo, conforme a la voluntad de Dios, y Padre nuestro, cuya es la gloria por los siglos de los siglos. Amén. "

"Me maravillo como así tan de ligero abandonáis al que os llamó a la gracia de Cristo, para seguir otro evangelio; mas no es que haya otro evangelio, sino que hay algunos que os traen alborotados, y quieren trastornar el evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema."

"Os lo he dicho ya, y os lo repito: Cualquiera que os anuncie un evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema. Porque, en fin, ¿busco yo ahora la aprobación de los hombres, o la de Dios? ¿Por ventura pretendo agradar a los hombres? Si todavía prosiguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de Cristo. "

"Porque os hago saber, hermanos, que el evangelio que yo os he predicado, no es una cosa humana, pues no lo he recibido ni aprendido de algún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Porque bien habéis oído decir el modo con que en otro tiempo vivía yo en el judaismo; con qué exceso perseguía la Iglesia de Dios, y la desolaba, y me señalaba en el judaismo más que muchos coetáneos míos de mi nación, siendo en extremo celoso de las tradiciones de mis padres. "

"Mas cuando plugo a aquel que me separó y destinó desde el vientre de mi madre, y me llamó con su gracia, el revelarme a su Hijo para que yo le predicase entre las naciones; al punto no tomé consejo de la carne ni de la sangre, ni pasé a Jerusalén en busca de apóstoles anteriores a mí…" (Gal 1, 1-17).

A continuación, Pablo nos refiere en forma extraordinariamente vivida los sucesos que ya conocemos: la soledad en Arabia, su entrada en Damasco y Jerusalén, su viaje a la patria, sus intervenciones en el concilio apostólico en el asunto de la circuncisión, el caso de Tito, el reconocimiento de su evangelio por los apóstoles antiguos, el reparto de territorios de misión con pacto y apretón de manos. Esto es prueba suficiente de que la doctrina de su vocación divina es tan verdadera como la de los célebres apóstoles. Otra prueba convincente de su independencia en su idea sobre la redención la vemos en su conocida discusión con Pedro en Antioquía (véase pág. 152). Su informe culmina en esta prueba: Si se pudiese llegar al estado de gracia de Dios mediante el cumplimiento de ciertas disposiciones religiosas y mediante las leyes del ceremonial, entonces, la muerte de Cristo hubiera sido superflua, Dios habría sacrificado en vano a su Hijo y cometido un yerro.

Pablo pasa ahora a la parte real: a tratar el gran tema de la justificación por la fe. Para excluir de antemano una mala inteligencia histórica que la Reforma ha suscitado, decimos: Pablo no habla aquí de las obras morales del hombre después de la justificación, de la vida en estado de gracia. La cooperación humana y el carácter meritorio de la conducta moral sobre la base del estado de gracia una vez existente resulta de toda su ética y de sus presupuestos fundamentales. Pablo en ninguna parte enseña un quietismo pasivo. En la polémica con sus adversarios trata de la justificación que se hace la primera vez, del renacimiento del hombre, de la apropiación de la salud y de la ejecución de la redención en el alma particular, del tránsito del estado de pecado al estado de gracia. Esto es únicamente obra de Dios sobre la base de la muerte expiatoria de Cristo sin ninguna cooperación propia del hombre, sin ningún acto moral propio como causa o condición de la salud, a excepción del acto de fe acompañado de amor y arrepentimiento, el cual empero está también producido por el Espíritu, de suerte que el vivo impulso procede siempre de Dios.

Con dos poderosos argumentos desarraiga Pablo el punto de apoyo de sus contrincantes. El uno va dirigido a los pagano-cristianos y el otro a los judío-cristianos, tan apegados a la Biblia. A los paganos recién convertidos les recuerda la íntima experiencia de la propia conversión:

" ¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado para desobedecer la verdad, vosotros, ante cuyos ojos ha sido ya representado Jesucristo como crucificado en vosotros mismos? Una sola cosa deseo saber de vosotros: ¿Habéis recibido al Espíritu por las obras de la Ley, o por la obediencia a la fe? ¿Tan necios sois, que habiendo comenzado por el espíritu, ahora vengáis a parar en la carne? Tanto como habéis sufrido por Jesucristo, ¿será en vano? Pero yo espero que al cabo no ha de ser en vano" (Gal 3, 1-4).

El segundo argumento ha sido tomado de la Biblia, de la interpretación típico-alegórica de la gran figura de la fe de la antigua Alianza, la figura favorita del pueblo judío. Abraham era el tipo del antepasado espiritual de todos los creyentes verdaderos. Las promesas que se le dieron no están relacionadas con la ascendencia carnal, herencia o lazos de sangre. La salvación prometida a él no es el derecho preferente de una raza, sino es un bien general para toda la humanidad, tan universal como la propia Iglesia. En él se señala el camino de salvación para todos los tiempos: la fe. Moisés no llegó hasta 430 años más tarde con sus tablas de la Ley. Tenía que habérselas con un pueblo completamente embrutecido y embotado con respecto a Dios por su larga permanencia entre los paganos. Este pueblo necesitaba que durante siglos se le educara bajo la rigurosa disciplina de la Ley. Así, según el plan divino, la Ley tenía en principio un carácter transitorio, un valor pedagógico para los años de menor edad espiritual. Pero ahora había llegado la plenitud de los tiempos. La humanidad ha salido ya de la escuela elemental y ha ingresado en la alta escuela de Cristo, en la cual ya no hay diferencia entre judíos y paganos, griegos y no griegos, señores y vasallos, hombres y mujeres.

Después que Pablo ha abatido a sus adversarios con la tajante arma de su argumentación, vuélvese de nuevo súbitamente tierno como una madre y desahoga sus sentimientos: "Hijitos míos, por quienes por segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar a Cristo en vosotros, quisiera estar ahora con vosotros, y diversificar mi voz, porque me tenéis perplejo sobre el modo con que debo hablaros" (Gal 4, 19-20). Es cosa notable ver qué resortes reúne en sí este hombre: ¡lógica acerada, energía férrea y la ternura de sentimientos de una madre! Esto tiene él de común con la conducta de su divino Maestro. Recordemos la imagen que Cristo ha usado de la gallina que cobija a sus polluelos. Los amigos del Apóstol debieron de estar bajo la impresión conmovedora de semejante ternura de Cristo. Pablo hace una pausa en el dictar y pasa luego a la última acometida:

"Decidme, los que queréis estar sujetos a la Ley, ¿no habéis leído lo que dice la Ley? Porque escrito está: Que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Mas el de la esclava nació según la carne; al contrario, el hijo de la libre nació en virtud de la promesa; todo lo cual fue dicho por alegoría. Porque estas dos son los dos testamentos. El uno dado en el monte Sinaí, que engendra esclavos: el cual es Agar; porque el Sinaí es un monte de Arabia, que corresponde a la Jerusalén de aquí abajo, la cual es esclava con sus hijos. Mas aquella Jerusalén de arriba, es libre; la cual es madre de todos nosotros. Porque escrito está: Alégrate, estéril, que no pares, prorrumpe en gritos de júbilo, tú que no eres fecunda, porque son muchos más los hijos de la que ya estaba abandonada que los de la que tiene marido. Nosotros, pues, hermanos, somos los hijos de la promesa, figurados en Isaac. Mas así como entonces el que había nacido según la carne, perseguía al nacido según el espíritu, así sucede también ahora. Pero, ¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo: que no ha de ser heredero el hijo de la esclava con el hijo de la libre. Según esto, hermanos, nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; y Cristo es el que nos adquirido esta libertad…

"…Respecto de Jesucristo ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino el ser una nueva criatura. Y sobre todos cuantos siguieron esta norma, venga paz y misericordia, como sobre el Israel de Dios. Por lo demás, nadie me moleste en adelante, porque yo traigo impresas en mi cuerpo las señales del Señor Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea, hermanos, con vuestro espíritu. Amén" (Gal 4, 21-31; 6, 15-18).

En esta carta entona Pablo el elevado cántico de la cruz, que desde entonces ya nunca deja de repetirse en la Iglesia: O crux, ave, spes única! La cruz es el gran misterio, en el cual resume Pablo todo lo que está en oposición con el mundo.

Las heridas que recibió en Listra al servicio de Jesús imprimen el sello a su apostolado. ¡Qué pálida y falta de verdad parecería esta expresión final, si pudiésemos imaginarla dirigida a cualquier desconocida congregación de Galacia del Norte! ¡Cuán vivo afecto debió de hacer semejante frase final, si los lectores de la carta eran los gálatas del sur, que sabían de dónde procedían los estigmas! Así está Pablo al fin delante de nosotros como un viejo general, que descubre su pecho ante las legiones rebeldes y les muestra las cicatrices de sus heridas, que demuestran mejor que nada que no tienen que avergonzarse de semejante caudillo; antes bien, han de recordar el día terrible en que las recibió. Por ellas derramó parte de su sangre. Así como, según Herodoto, un esclavo que se refugiaba en el templo de Heracles y se proveía de las insignias del dios no podía ser tocado por nadie, también se sentía Pablo con las "señales de Cristo" protegido y asegurado contra todos los enemigos.

Con esta carta magistral, Pablo dio a luz por segunda vez, para Cristo, entre dolores, a sus queridos gálatas. Fue arrogante su discurso y, como los atenienses oyendo el discurso "la corona" de su Demóstenes, los oyentes del Apóstol quedaron conmovidos y lloraron a lágrima viva. Podemos figurarnos las conmovedoras escenas que se desarrollaron en las congregaciones cristianas de Galacia a la lectura de esta carta y a la vista de las "grandes letras" (6, 11) de su mano temblorosa. En adelante nada oímos ya de maquinaciones en aquella parte de la misión paulina. Como parece, los adversarios tomaron la huida y como una nube de langostas se precipitaron sobre otras comunidades. Pronto los veremos aparecer en Corinto.

Los aldeanos de Galacia que llevaron la carta de su querido Apóstol por el valle del Meandro a Antioquía, metrópoli de la Galacia frigia, no tenían presentimiento de qué precioso tesoro llevaban consigo: ¡un documento de libertad de medida histórica tocante al mundo entero! Fue en Frigia donde sonó por vez primera la voz de la libertad cristiana. En Hierápolis, Frigia, por este tiempo nació el hijo de una esclava, el cual se llamó Epicteto. Tullido de nacimiento, tenía este liberto, débil de cuerpo, un alma grande con indomable deseo de libertad. Cuando la expulsión de los filósofos de Roma bajo Domiciano, reunió en torno a su cátedra de Nicópolis, donde Pablo había pasado el último invierno, a la flor de la juventud romana, y les enseñó cómo debían defender su dignidad de hombres y su libertad interior en la corte del emperador, en los conflictos de la vida de funcionarios. Ahora, comparando los discursos sobre la libertad de los estoicos con la doctrina de Pablo en esta misma materia, se ve la gran superioridad de esta última. En esto seguimos las brillantes investigaciones de un erudito alemán. El concepto de libertad de Epicteto es "un canto de alabanza al autodominio del hombre" que se refugia en lo interior y subjetivo; una libertad aparente, y con una dialéctica aguda que, desechando todas las barreras, ataduras y fatalismos, no puede salir del desgaje y desacuerdo entre pensamiento y voluntad, quedando prisionera de su propio yo. Contrariamente, la idea de la libertad del Apóstol es "un canto de alabanza al propio dominio de Dios", que a nosotros los cristianos nos ha proporcionado una esfera de libertad objetiva e imperecedera. En la comunidad con Cristo, Pablo posee parte de un mundo superior, que le permite reconocer sin reservas la presión que sobre nosotros ejercen las circunstancias externas de dependencia y, a pesar de todo, conseguir una completa superioridad sobre ellas. La libertad cristiana que Pablo anuncia, fuerza al hombre a una constante actividad, le coloca en una sana tensión entre el poder de la fatalidad de este mundo presente y las fuerzas del mundo futuro; la libertad de Epicteto, al contrario, desemboca en un resignación muda del hombre que se encuentra entregado y sobrecogido por su propio yo. La enorme diferencia está pues en esto: en Pablo, se llega a ser libre comprendiendo, por medio de la fe, la libertad que ha conquistado Cristo; en Epicteto, es una martirizadora liberación propia por medio del saber, por corrección de falsos puntos de vista, y cerrando los ojos al futuro ante la realidad brutal. La libertad cristiana es liberación del yo y unión con Dios (religio); la libertad autónoma de la Stoa y del hombre moderno es unión con el propio yo, dueño de sí mismo; pero tan miserable y antojadizo. Goethe presintió de manera profunda la esencia de la libertad cristiana cuando por boca de Ingenia dijo: "Y dócil, siento siempre mi alma hermosamente libre" (5, 3). Todo el desacuerdo y desgaje del pensamiento estoico de Epicteto tiene su expresión más definitiva en su postura ante el poder de la muerte, al que trata de substraerse por medio del suicidio.

Hay algo - ¿quién se atrevería a negarlo? - que es simpático e incluso conmovedor en la lucha de Epicteto por una libertad moral, que en un hombre como él, antiguo esclavo que vive en la pobreza y el destierro, aumenta su fuerza de atracción. Nos llega como eco fiel de su doctrina sobre la libertad, cuando leemos los versos que mandó grabar en una roca en las cercanías de Antioquía de Galacia, un agradecido discípulo y compañero del sabio, cien años después de ser redactada la Carta a los Gálatas:

Lee, oh caminante; llévate en tu camino una sentencia útil.

Aprende que sólo es libre en verdad quien es libre por medio de la virtud.

Mide la libertad del hombre según esté respecto a physis

Según sea libre en su manera de pensar, y dentro del pecho tenga un corazón recto; pues únicamente éste hace a un hombre libre.

Así debes pues juzgar la libertad y no te equivocarás…

Pero es esclavo, sí, archiesclavo -no me asusta el decirlo -

El que se vanagloria de grandes antepasados y es villano en su corazón.

Escucha, oh forastero, Epicteto fue esclavo por su madre.

Él, que en su sabiduría se eleva cual águila por encima de los hombres…

¡Ojalá también ahora pudiésemos tener, oh dicha indecible, a un hombre así, nacido de una esclava!

El hombre que aquí se implora como el más grande obsequio a la humanidad, hacía tiempo que había nacido, había recorrido el país gálata y pasado por delante de aquel muro de roca. Este hombre había escrito a los gálatas: "Cristo nos ha conducido a la libertad, hermanos míos, y estáis destinados a la libertad". ¿Por qué parte del mundo ha pasado un hombre que supiese reunir tal confianza en los hermanos y tal libertad de espíritu, que para todos fue todo, pero jamás siervo de los hombres? Pues el más libre entre los libres es el que está desembarazado de su propio yo y con Pablo puede decir: "Ya no vivo mi propio yo; es Cristo quien vive en mí". Cualquier otra clase de libertad, sea la del estoico Epicteto, sea la del idealismo alemán en Kant y Fichte, no es nada más que querer huir a una región ilusoria de falsa interioridad. Epicteto percibió también lo inconsistentes que eran sus ideas sobre la libertad; por esto últimamente aceptó el canto de Cleantes a Zeus y a la fortuna, de cuya mano quiere ir conducido a través de la vida. Pero este Zeus era mudo, y no bajó ninguna mano de las nubes, y ningún dios de Delfos pudo decir: "Si el Hijo os da libertad, seréis verdaderamente libres" (Ion 8, 36) [n. 23].