56. El ambiente del cautivo de Cristo

En la Roma de entonces sólo tres clases de hombres estaban a sus anchas: los millonarios, los llamados "clientes", que se hacían sustentar por aquéllos, y los obscuros individuos del Oriente. Pero, para el que buscaba el interior recogimiento y quietud como Pablo, Roma era un lugar terrible. Roma en tiempo del Apóstol tampoco era de aquella belleza embelesadora que celebran poetas posteriores, y que Fulgencio canta con estas palabras: "¡Cuan hermosa debe de ser la Jerusalén celestial, cuando ya la Roma terrenal brilla con (ales fulgores!" El vivir en los barrios comerciales era muy desagradable e insalubre a causa de la angostura de las calles, de la falta de aire, del mal olor de las sobras de la comida, que se echaban a la calle, y de los continuos peligros de incendio. El Tíber, por su carácter santificado como deidad, no podía regularse y provocaba frecuentemente epidemias a consecuencia de inundaciones. Las casas eran altas y estaban mal construidas. Marcial cuenta de un hombre que tenía que subir doscientos escalones hasta llegar a su aposento. El ruido de las calles era insoportable. Por la noche los carros que conducían mercancías, al pasar por los fragosos empedrados, producían un sonido estrepitoso, desde las siete de la tarde hasta la salida del sol. Durante el día iban por las calles músicos sirios y sacerdotes mendicantes de Isis y Cibeles con el estridor de instrumentos de planchas metálicas y con estruendo de cascabeles. El inquilino pobre tenía que habitar al lado de la calle los ricos vivían hacia el patio interior (peristilo). Así la vida en una casa de alquiler en el ardiente verano de Roma fue no pequeño sacrificio.

De la pared pendía la cadena, señal de su falta de libertad. Podía, a la verdad, salir a su gusto y recibir visitas. Pero por la noche, y luego que daba un paso fuera de casa, era atado en la muñeca izquierda con una cadena al soldado de guardia, que iba detrás de él. No era ninguna fruslería nunca estar solo, ni siquiera un momento. No se sabe lo que es peor, estar solo siempre o nunca. En todas las conversaciones del Apóstol con sus amigos y los enviados de las Iglesias estaba siempre en el fondo un testigo extraño. Estos frumentarii eran muchas veces soldados brutales, extranjeros, que desahogaban su mal humor en los presos. Lo peor era que la guardia se relevaba diariamente. Pero, por otra parte, Pablo vio en ello también una ventaja: así podía conocer a una gran parte del campamento de los pretorianos, acompañaba varias veces a su guardia al cuartel e iba a buscar al nuevo legionario. Y los legionarios podían conocerle. Era el más notable preso que jamás habían visto. Algunos pudieron habérsele hecho muy afectos y conversar de buena gana con el hombre que había viajado tanto.

Ninguno se apartaba de él sin sentirse hombre mejor y recibir una dirección más elevada de sus pensamientos. Pues Pablo tenía la habilidad de granjearse las voluntades de todos los que con él trataban. Hablaban en sus cuarteles del interesante preso y de su notable religión, y algunos pudieron haberse al fin arrodillado en hora secreta ante el Apóstol y haber pronunciado conmovidos: "Credo! " Así escribía Pablo en su Carta a los Filipenses: "Quiero que sepáis que las cosas que han sucedido han redundado en mayor progreso del Evangelio, de suerte que mis cadenas por Cristo han llegado a ser notorias a todo el pretorio y a todos los demás" (Phil 1, 13).

Un hombre que en su vida ha sembrado tanto amor como san Pablo, nunca está solo. Era un "artista de la amistad", y tenía aun en la prisión a sus amigos permanentemente en torno suyo. Dos hombres representaron en ello un papel especial para el Nuevo Testamento: san Lucas y san Marcos, éste el evangelista de san Pedro, aquél el de san Pablo. Pedro no parece haber estado entonces en Roma, sino haber dejado a Marcos como representante suyo. Marcos, entre los años 50 y 60, había compuesto su Evangelio para los romanos cristianos sobre la base de la predicación oral de Pedro. Por la frecuente repetición de las mismas narraciones se fue estableciendo una forma fija y se imprimió en la memoria, de modo que no se podía perder. Lucas pudo ahora aprovechar, como fuente y fundamento de su Evangelio, que ya había comenzado en Cesarea, la relación y las comunicaciones de Marcos. ¡Cuán frecuentemente pudieron los dos hombres estar sentados juntos en el aposento de Pablo, para conferenciar sobre el tercer Evangelio que se iba formando y completar los anteriores! En el intento principal, en la concepción de la vida de Jesús como la obra maestra del amor misericordioso, lleva el nuevo Evangelio el sello de Pablo. Pero tampoco se puede desconocer en él la individualidad de Lucas y está en hermosa consonancia con el sello paulino: ¡Jesús, el médico celestial para el cuerpo y el alma! El Evangelio de san Lucas estaba destinado ante todo para las comunidades paulinas pagano-cristianas como regalo de despedida y permanente recuerdo, y pudo haber salido a la luz pública ya antes del fin de la primera prisión romana.

Si san Lucas describió a Cristo como el médico celestial, esto fue un rasgo delicado del griego y una noble venganza contra el desprecio que los romanos sentían hacia la medicina. Desde antiguo, los médicos no gozaban de favor ni crédito alguno. Se les comparaba con los charlatanes de los mercados. El censor Catón los recibía con mucha descortesía porque venían de Oriente, eran griegos y gente ambulante (periodeuti). Temía que esos hombres hiciesen degenerar la raza latina. A su hijo le prohibió de manera directa que visitara a ningún médico: "Si los griegos - decía él - lo echan todo a perder con su literatura, y los filósofos con sus charlatanerías, los médicos todavía son peores. Marco, hijo mío, te prohíbo consultar a los médicos." El primer médico que llegó del Peloponeso fue apedreado. De todas maneras, esta repulsión fue cediendo poco a poco, cuando Augusto fue salvado por un médico moro llamado Antonio Musar. Tiberio tenía más fe en las antiguas recetas case Tas que en las consultas de un médico. Plinio, que incluso escribió libros de medicina pero que no la ejercía, dice que Roma estuvo durante seiscientos años sin médicos. Un romano de tradición no podía ocuparse en tan despreciado arte, que se dejaba en manos de esclavos, o si lo hacía, debía escribir en griego. No reportaba por tanto a Lucas ninguna ventaja material el trasladarse a Roma. Fue el primer médico cristiano de Roma. La Iglesia entonces, en atención a Jesús, vio sencillamente algo sacerdotal en la profesión médica [n. 45]. Conoció un sacramento y un carisma de la curación de los enfermos, por el cual no se exigía dinero alguno, según la palabra del Señor: "¡ De balde lo habéis recibido, de balde debéis darlo!" Los nombres de los dos más célebres médicos cristianos, Cosme y Damián, los cuales trataban a los enfermos gratuitamente, hasta han sido admitidos en el canon de la santa Misa. En el célebre mosaico de la iglesia de los santos Cosme y Damián, de Roma, ambos son presentados a Cristo por san Pedro y san Pablo.

Si queremos por vía de ensayo formarnos una representación aunque muy insuficiente de cómo transcurría el día en la vida de nuestro preso, hemos de recordar las costumbres de la vida romana. BIRT escribe al respecto: "El hombre antiguo era madrugador. Vespasiano, p. e., se hallaba ya trabajando al despuntar la aurora." El comienzo y las horas del.día son voceados por un esclavo. Con el sol abre otro esclavo la puerta de la casa. Sólo durante el día se puede trabajar, porque el alumbrado es muy defectuoso. Las horas del día son preciosas. Después de cenar, nunca se trabajaba. El único trabajo nocturno (lucubratio) es el que efectuaban los eruditos y los políticos abrumados de asuntos en las largas noches, entre el primero y segundo canto del gallo (cf. las palabras de Jesús a Pedro), es decir, entre las 3 y las 6 de la madrugada. También aquí el cristianismo ha traído al mundo una gran mudanza por medio del servicio religioso nocturno, por medio de la santificación de la noche. La Iglesia primitiva griega conoció un servicio divino nocturno de la luz, la llamada Eucharistia lucernaris (CARD. SCHUSTER, Líber sacramentorum, iv). También la Iglesia romana encontró tan bella esta fiesta de la luz, que la adoptó una vez al año en su liturgia (vigilia de Pascua).

Pablo está acostumbrado a dividir su día, según una antigua tradición judía, en períodos determinados de tres horas cada uno, los cuales se interrumpen con la oración. En esto consistía no en último lugar la gran fuerza de formación de que estaba dotada la religión cristiana, la cual redimió de la servidumbre pagana incluso el tiempo (Eph 5, 16), cuyo valor era desconocido del hombre antiguo, que en él no veía más que a un monstruo devorador de sus hijos, reguló el día hasta en sus ocupaciones cotidianas por medio de las horas, y confirió un orden sagrado al año profano. Recordemos, por ejemplo, que Enrique i y Otón el Grande dividían su día en las partes santas de tres horas cada una, transcurridas las cuales, se dirigían al altar de su capilla particular para rezar sus oraciones. Mientras así sometían la fuerza de sus pasiones al equilibrio con otra fuerza contraria, moderaban sus poderosas acciones con el freno de la responsabilidad suprapersonal (G. BAUMER). ASÍ por tanto, podemos muy bien figurarnos que los amigos del Apóstol se reunían ya muy temprano con Pablo para orar a Dios por la mañana con salmos e himnos. La mañana pertenecía en Roma al trabajo, la tarde al otium, al descanso. Entonces estaba también tranquila la Roma eternamente ruidosa, todos los pórticos y foros se hallaban vacíos. Las últimas horas de la tarde pertenecían a la comida de la familia. El hombre de mediana posición vivía en la antigüedad de un modo en extremo sencillo, frecuentemente se alimentaba de legumbres, coles, habas, alcachofas, queso, frutas y de una especie de polenta. Pero Pablo ponía siempre su granito de "sal" (Col 4, 6). Debió de haber sido muy amable e interesante narrador y de fácil conversación. Poseía, como lo muestran sus cartas, el don griego de la ironía inofensiva y del chiste, el don de trato agradable, el terpnón, como decían los griegos. Si tuviésemos sus pláticas de sobremesa, ¡qué daríamos por ello! Sobre la mesa ponían algunas lámparas de aceite hechas de barro o bronce. La antigua lámpara daba poca luz y mucho humo. Sólo en la noche del sábado al domingo, cuando Pablo celebraba los sagrados misterios, no debían de escatimarse seguramente las luces. ¡ Qué disposición de ánimo, parecida a un sueño, podía producirse, cuando las luces y sombras temblando daban en los conmovidos semblantes, mientras bajo la mano maestra del Apóstol la imagen del celestial Señor y de su cuerpo místico iba creciendo hasta convertirse en una figura gigantesca de descomunal grandeza!

En total, el tiempo de la primera prisión perteneció a los años más fructuosos del Apóstol. Y no había para menos; pues el cristianismo penetraba cada día más profundamente en el ejército romano por medio de los pretorianos, los cuales salían para todas las partes del mundo, para el Rin, para las Galias, para Britania, para España. Mas sobre todo llegó aquí a la cumbre de su madurez la teología paulina y la mística visión del Cristo eterno, cabeza de la Iglesia.