Capítulo 61
27 de noviembre de 2010
Doce años después de la desaparición de Kiera
Hospital del Bajo Manhattan

Cuando todo parece el fin, en realidad se trata de un nuevo comienzo.

 

El profesor Schmoer caminó por el pasillo del hospital con una celeridad impropia de él, pero sentía el corazón a mil por hora y era impensable caminar en aquel momento. Hacía algunos años que no veía a Miren Triggs, aunque no había dejado de leerla en sus artículos en el Press. Cada vez que lo hacía una ligera sonrisa de orgullo le invadía el rostro y, durante un tiempo, incluso, pensó en intentar retomar el contacto, pero siempre encontraba la excusa perfecta para no hacerlo.

La quería a su manera, en la distancia del recuerdo de aquella noche, y él sentía que ella quizá también mantenía aquella conexión extraña e improbable entre ambos. Finalmente atravesó varias puertas dobles que bailaron tras él y luego se enfrentó a un nuevo pasillo que parecía más largo que el anterior. Mientras lo recorría, se fijó en los carteles que numeraban las distintas estancias y, cuando por fin llegó a la 3E, la habitación que le había mencionado la recepcionista, se asomó por la ventana sobre la puerta antes de abrir.

Se acercó a su lado y la reconoció al instante, a pesar de estar dormida y llena de magulladuras. Se encontraba monitoreada por varias pantallas que marcaban sus constantes vitales y, a pesar de su evidente cambio físico desde la última vez que la había visto en persona, reconoció en aquellos párpados cerrados y en aquel pelo castaño la misma chica enérgica e inquebrantable de hace tantos años.

Se sentó en la habitación y dejó pasar las horas. De vez en cuando se acercaba algún enfermero a comprobar que todo estuviese bien y se marchaba y, justo antes del anochecer, Miren abrió los ojos con una sonrisa débil.

—Eh…, te has despertado… —susurró el profesor, con tono cálido.

—Y tú… has venido, profesor.

—Si querías volver a verme no tenías que hacer estas cosas… Ya… no eres mi alumna. No tienes por qué llamarme así. Podríamos tener una…, una cita normal.

Miren esbozó una sonrisa, con los ojos entrecerrados.

—Dicen que has tenido mucha suerte —dijo el profesor, intentando animarla—. Sí que eres dura, sí. Según me han contado, ha muerto una persona en el accidente.

—La he encontrado… —dijo ella, en tono serio.

—¿A quién has encontrado, Miren?

—A Kiera.

—¿Kiera? ¿Kiera Templeton?

Miren asintió, con dificultad.

—Pero… ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Este accidente tiene algo que ver?

Miren suspiró, cerrando los ojos al mismo tiempo, y luego se recompuso para hablar.

—¿Podrías hacerme un último favor, Jim?

—Claro…, dime, Miren —dijo en un susurro, acercándose con delicadeza a su boca para oírla mejor.

—¿Podrías pedir a los Templeton que vengan? Es muy importante. Tienen que saber lo ocurrido.

 

 

Un rato después, el teléfono del agente Miller sonó en su bolsillo justo en el instante en que llegaba a Herald Square y observaba la ciudad iluminarse, casi de golpe, con luces de Navidad. Había estado deambulando sin saber qué hacer ni qué pasos seguir y, al final, había llegado al lugar en el que la historia de Kiera Templeton se había iniciado. En algún lugar de aquella zona la pequeña había desaparecido y un escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar que nunca la encontraría. Y quizá si lo hiciese puede que ni se acordase de sus padres. Al fin y al cabo, la desaparición de Kiera sucedió cuando ella tenía tres años, y él sabía que la memoria funcionaba de un modo muy selectivo durante esa etapa temprana de la vida. El agente intentó rememorar el primer recuerdo que guardaba en su mente, y se dio cuenta de que eran simples fogonazos de él siendo un crío tirando de un carro de juguete con cinco o siete años, pero eso era algo imposible de comprobar.

Respondió la llamada sin mirar la pantalla, y una voz masculina que no reconocía lo saludó:

—¿Agente Miller? ¿Es usted el agente Miller?

—Sí. ¿Quién es?

—Me llamo Jim Schmoer, soy profesor en la Universidad de Columbia.

—¿La universidad?

—Verá. He llamado a su oficina y uno de sus compañeros me ha dado su número de teléfono personal. Me ha dicho que ya no está en la oficina.

—Sí…, no debería…

—Escúcheme. Le llamo por Miren Triggs. Me ha pedido que le avise a usted y a los Templeton. El teléfono de Miren está destrozado, ella ha sufrido un accidente, y no tenía otro método para encontrarles.

—¿Miren Triggs? ¿Dónde está? Necesito encontrarla. Sus huellas… están en… —dudó sobre si contarle el descubrimiento de las huellas de Miren y Kiera en el sobre.

—Miren está bien. Solo tiene unos huesos rotos y una leve conmoción.

—¿En qué hospital está? —preguntó, inquieto.

—En el del Bajo Manhattan. Avise usted a los Templeton. Es importante… —Hizo una pausa, para cerciorarse de que el agente lo escuchaba atento—. Ha encontrado a Kiera.

 

 

Al llegar al hospital, los Templeton se encontraron con el agente Miller en la puerta del complejo, cuyas hojas se abrieron como dos cuchillas afiladas para dejarles paso a uno de los momentos más dramáticos de sus vidas. Aaron y Grace parecían desolados, pero caminaban con más celeridad de la que su apariencia pudiese dejar intuir. A los dos se les había marcado en la cara el dolor de años de tristeza, aunque en la mirada se observaba una ilusión contenida en forma de lágrimas a punto de saltar al vacío.

Nada más llegar, el agente los saludó con un efusivo abrazo.

—Ben…, ¿sabes algo?

—Aún no. Acabo de llegar. Por lo visto Miren Triggs quiere contarles algo. Y quiere que estemos todos. No he avisado a nadie. No quiero filtraciones de ningún tipo. Parece importante.

Aaron dejó escapar su mano y agarró la de Grace, quien por primera vez en muchos años apretó la de su marido y caminó con él suspirando con fuerza cada pocos pasos.

—No pinta bien —dijo el agente antes de caminar delante de ellos, guiándoles el camino.

Entraron en la habitación y vieron a Miren sentada en la cama, vestida con la ropa del hospital, dando un sorbo a un vaso de agua. Se encontraba algo mejor, aunque aún se sentía débil. Tenía un hematoma en la cara y el brazo derecho cubierto de apósitos.

—Agente Miller —saludó el profesor—, soy Jim Schmoer, he sido yo quien le ha llamado. Señor y señora Templeton, supongo que conocen a Miren Triggs.

—Dios santo, Miren…, ¿qué te ha pasado? —preguntó Aaron—. ¡¿Estás bien?!

Grace se mantuvo junto a su marido, nerviosa, impaciente por aquella llamada tan inesperada. Ambos sabían que Miren seguía buscando a su hija, o al menos, eso les hizo saber en alguna ocasión, cuando los visitaba para preguntarles detalles sobre ella o sobre cómo había desaparecido.

Miren se contuvo unos instantes antes de hablar, buscando las palabras correctas. Llevaba años pensando en ese momento, vislumbrando el instante en que todo cobrase sentido y, de pronto, se levantó. Lo hizo con dificultad, apoyando primero un pie descalzo con delicadeza en el suelo, cerciorándose de que aquel gesto no le dolía, y caminó después tirando del gotero en dirección a los Templeton.

—Miren…, deberías descansar —dijo el profesor, acercándose hacia ella.

—Estoy bien. Es solo que… no encuentro las palabras para explicaros todo lo que ha pasado con Kiera, todo lo que he descubierto sobre ella.

Aaron y Grace se abrazaron y agacharon la cabeza, cerrando los ojos con tal fuerza que les hizo más difícil aguantar el llanto. No estaban preparados para aquello. En realidad, ¿quién lo estaba? Ni siquiera Miren se sentía segura de lo que iba a hacer. En su voz se intuía una ligera nota de desesperanza, pero en realidad era fruto de una vida de búsquedas dolorosas.

—Encontré a Kiera —dijo, finalmente.

Grace se llevó las manos a la boca y no pudo aguantar más. Comenzó a llorar y, entre lágrimas, preguntó con voz desesperada:

—¡¿Dónde está?! —jadeó—. ¿Quién la tiene? Mi niña… —exhaló entre sollozos—. Mi pequeñita…

Miren no respondió. A ella también le costaba mantenerse entera. Al fin y al cabo, para Miren, Kiera era como ella misma y cada vez que la veía en una de las cintas se imaginaba allí dentro, en aquella habitación rodeada de papel de flores naranja, acariciándose la piel, como si se estuviese buscando a sí misma, como si aún llevase puesto el vestido de aquel color la noche en que cambió para siempre. En aquella niña veía sus miedos, su vulnerabilidad; veía todo lo que se escondía en las profundidades de su corazón: un enigma, un puzle irresoluble, un rompecabezas construido con pedazos de dolor.

Se dio cuenta de que no podía esperar más y, con todos pendientes de una respuesta —los padres derrumbados, el agente Miller inquieto y el profesor sintiendo una especie de admiración hacia aquella mariposa herida de la que él solo conocía la crisálida—, salió de la habitación y dijo, girándose hacia ellos:

—Seguidme, por favor.

Caminó con dificultad, empujando el gotero, cuyas ruedas emitían un leve chirrido por el pasillo solitario. Los padres la observaron caminar con tal mezcla de emociones que no sabían a qué atenerse. Miren se detuvo unos metros más allá, frente a la habitación 3K, y los padres se miraron aturdidos, preguntándose qué pasaba, con los corazones temblando en lugar de latir.

—Grace, Aaron, ahí está vuestra hija —dijo al fin, abriendo la puerta y dejando ver, en su interior, a Kiera Templeton, dormida, con varios monitores marcando unas constantes vitales en valores normales. Tenía una pierna escayolada y una venda le cubría parte de la cabeza, pero sin duda era Kiera.

Grace se llevó una mano a la boca y rompió a llorar en cuanto reconoció el hoyuelo en la barbilla, aquel que seguía clavado en su memoria, aquel que acariciaba a veces cuando la pequeña dormía a su lado hace tantos años. Se acercó con delicadeza, envuelta en lágrimas, y Aaron hizo lo mismo, tras los pasos de su mujer, en silencio, para no perturbar aquella imagen de un reencuentro doloroso y tranquilo que anhelaron toda la vida. Cuando por fin Grace llegó junto a la cama se giró hacia Aaron, lo abrazó con fuerza, llorando, y le susurró algo ininteligible que solo tenía sentido para ellos dos.

Justo tras ese instante Miren cerró la puerta de la habitación, dejándolos allí a los tres, con la intención de que la alegría de aquella familia permaneciese exclusivamente entre aquellas cuatro paredes.

El agente Miller puso una mano sobre Miren y ella le devolvió un ademán con la cabeza.

—¿Dónde ha estado todos estos años? —preguntó—. ¿Quién la tenía?

—Una madre equivocada —respondió—. Pero déjeme contárselo todo en mi habitación, agente. Creo que merecen un poco de tiempo en… familia —sentenció.

El profesor Schmoer le dedicó una mirada de aprobación y luego se acercó a ella en cuanto vio que comenzaba a caminar de vuelta hacia la 3E. Miren emitió un ligero bufido al sentir un pinchazo en la costilla y el profesor la asió por la cintura para ayudarla a caminar.

—¿Estás bien? —preguntó él, con un nudo en la garganta y algo nervioso, al sentirse cerca de Miren.

—Ahora sí —respondió con la voz entrecortada por la emoción y dibujando una suave sonrisa contenida.

Él dejó que ella cargase su peso sobre su hombro y notó el calor de su cuerpo bajo la bata del hospital. Aquel calor lo transportó a un viaje en taxi, al fuego de una noche que nunca dejó de arder en su interior, a comprender que quizá aquel momento juntos nunca se repetiría. Tragó saliva, intentando inundar con ella sus emociones, porque sabía que aquella Miren que tenía a su lado era muy distinta de la que él recordaba, pero idéntica a lo que siempre debió ser:

—¿Cómo la encontraste? —inquirió en voz baja, cuando por fin recuperó sus pensamientos.

—Tan solo seguí tu consejo, Jim —dijo ella, en tono cálido, dando pasos débiles junto a él—. Sin dejar nunca de buscar.