Capítulo 41
12 de septiembre de 2000
Lugar desconocido

¿Acaso los ladrones no temen que alguien les robe?

 

—¡Mila! —chilló de nuevo Will al tiempo que salía de casa y miraba en todas direcciones—. ¡Mila!

Era casi mediodía y un sol brillante bañaba con su luz blanca las casas del vecindario. Una suave brisa otoñal acariciaba con su aliento gélido las hojas de los setos.

—¿Todo bien, Will?

Un relámpago le recorrió el cuerpo al darse cuenta de que probablemente su vecino, un tipo jubilado de Kansas que vivía solo en la casa de al lado, hubiese visto a Kiera y descubriese su historia.

—¿Quién es Mila? —preguntó, desde lo alto de su porche con cara extrañada. Llevaba un peto vaquero y un polo blanco debajo, además de una gorra roja con el eslogan de campaña de George Bush y una cara de confusión bajo ella.

—Eh…, sí. Es…, es la gata de la familia.

—¿Tenéis gato? Nunca lo he visto por aquí.

—Sí… Es una vieja gata romana gris. Lleva con nosotros toda la vida, pero nunca sale de casa. No la encontramos. Se ha debido de escapar.

—Yo no la he visto por aquí, pero si la veo te digo algo, ¿vale, vecino?

Will asintió y lo miró durante algunos momentos, al tiempo que dudaba de su expresión jovial y seria. Iris y Will se separaron para abarcar más terreno y buscar en ambas direcciones de la calle. Si alguien la encontraba, sería el fin para los dos.

Iris corría nerviosa, miraba detrás de cada árbol, contenedor, arbusto y tras cada esquina de su vecindario. Will lo hacía enfadado y asustado, sin dejar de pensar en que aquel despiste de unos segundos podría sentenciarlos a cadena perpetua.

Mientras ellos corrían, en el jardín trasero de casa la pequeña Kiera observaba atenta una mariposa que se había posado en una flor naranja. Era la primera vez que había salido al exterior en mucho tiempo, no recordaba cuánto, y el brillo del sol le hizo mirar a su alrededor con los ojos entrecerrados. El azul del cielo presentaba un tono distinto al que ella podía ver desde la ventana de su habitación. Incluso el propio jardín trasero, que se había acostumbrado a ver a través de un cristal, parecía tan distinto y con un color tan vivo que le pareció irreal.

Empezó a marearse. Y luego a sentir un extraño hormigueo en el cuerpo. Se sentó en el césped, pensando que quizá así se le pasaría, y se rascó los brazos como si aquella sensación fuese producto de algo exterior. De pronto tuvo que cerrar los ojos porque le pesaban los párpados más que nunca, y justo en el instante en que Iris llegó un rato después, sin aliento casi, Kiera comenzó a tener convulsiones idénticas a las que de vez en cuando sufría su madre.

—¡¿Mila?! ¡¿Qué te ocurre?!

Iris la zarandeó con fuerza, horrorizada al ver a su niña así, intentando sacarla en vano de aquel trance que parecía eterno e incontrolable.

—¡Mila! —chilló una vez más, desesperada—. ¡Despierta!

Al oír los gritos de su mujer, Will empezó a correr hacia su casa, la rodeó por el pasillo lateral que conectaba con el jardín trasero, guiado por el sonido del llanto de su esposa. Al llegar se llevó las manos a la cabeza al ver a Mila tumbada en el suelo, con la cabeza a un lado, los puños cerrados y el cuerpo rígido y temblando con virulencia.

—¿Qué pasa, Iris? ¿Qué le has hecho a la niña?

—¿Qué insinúas?

—Haz algo. Está temblando —dijo él, como si Iris supiese la solución.

—Esto no es temblar, Will. Esto es peor, por el amor de Dios. Hay que llevarla al médico.

—¿Estás loca? Antes dejo que se muera.

Iris disparó a su marido sus ojos cargados de rabia.

—¿Cómo te atreves a decir algo así? Ayúdame a meterla dentro de casa. No puedo yo sola.

Will levantó a Kiera como pudo. Su cuerpo parecía una tabla, con las piernas estiradas y petrificadas por la tensión. Sus brazos hacían movimientos rítmicos con tal fuerza que Will estuvo a punto de dejarla caer al suelo en dos ocasiones antes de introducirla en el interior de la vivienda. Una vez dentro, la dejó sobre la colcha naranja de la cama de su cuarto y, mientras duró el ataque e Iris se lamentaba, creyendo que su niña se iba a morir, Will no dejó de dar vueltas de un lado a otro de la estancia, sin dejar de pensar qué diablos hacer.

Unos minutos después, el pequeño y delgado cuerpo de Kiera dejó de temblar e Iris lloró una vez más, ahora de alegría, y la abrazó. Se arrodilló junto a la cama y agradeció a Dios que salvara a su pequeña. Estuvo acariciándole el pelo durante un rato, la sentía agotada y le colocó uno a uno los pelos del flequillo que se habían atrevido a descansar sobre su frente. Cuando por fin Kiera abrió los ojos, Iris la miraba de cerca, a escasos centímetros de su cara, con una sonrisa tan sincera y húmeda por las lágrimas que se sintió de nuevo en casa.

—¿Por qué lloras, mamá? —susurró Kiera, con dificultad.

—Nada…, cariño…, es solo… —Su mente viajó de un lugar a otro, en un intento por buscar una explicación que convenciese a su hija pero que no la preocupase— que pensaba que te había pasado algo malo.

—Me duele mucho la cabeza.

Iris miró a su marido, que observaba con rostro serio la situación, confirmando que tenerla allí era un error que ya no podían resarcir.

—No puedes salir de casa, Mila. Ya has visto lo que pasa. Te pones muy enferma —dijo Will, tratando de llevar el incidente a su terreno.

—¿Enferma?

—Sí, cariño —susurró Iris con delicadeza—. Creía que…, que te había perdido.

—No me había perdido… Estaba jugando junto a la ventana…

—Lo sé… Es solo que…, que no puedes salir. Es por tu bien. No queremos que te pase nada malo.

—¿Por qué? —inquirió Kiera, con una evidente voz cansada.

—La contaminación, las ondas electromagnéticas, los aparatos electrónicos. Todo eso es muy dañino y…, cuando sales de casa, enfermas —respondió Iris, recordando un documental extraño que había visto sobre la hipersensibilidad electromagnética en un canal de pseudociencias y que había llegado a creerse.

Según aquel documental, las personas afectadas por hipersensibilidad electromagnética mostraban síntomas de todo tipo y cada uno más difícil de verificar que el anterior: mareos, picores, malestar, taquicardias, dificultad para respirar e incluso fuertes náuseas y tos compulsiva cuando se encontraban cerca de una fuente de ondas electromagnéticas. El documental mostraba la vida enclaustrada que llevaba una mujer de cincuenta años en San Francisco, sin salir de casa y casi sin ver la luz, porque alegaba que cuando lo hacía las ondas de las señales de móvil, cada vez más presentes en la calle, le producían picores y un malestar que hacía que perdiese el conocimiento. La mujer relataba que cuando veía a alguien hablar por teléfono por la calle tenía que cruzar de acera para evitar el impacto abrasador de sus rayos de muerte. También aparecía un chico de veinte años, aficionado a la informática, que había empapelado de aluminio su casa para evitar el sufrimiento que las misteriosas y omnipresentes ondas le causaban. El documental terminaba con uno de los reporteros, encendiendo y apagando su terminal móvil dentro de su bolsillo mientras entrevistaba al chico en su casa, sin que mostrase ningún mareo o picor, pero esa parte Iris no la vio, porque había comenzado a discutir con Will, que acababa de llegar a casa.

—¿Las ondas? ¿Qué es eso? —dudó la niña, que era una chica más lista e inquisitiva que lo que ellos podían gestionar.

—Son… cosas de los aparatos eléctricos. Las antenas de los móviles las emiten, por eso no tenemos móviles en casa. La antena de la televisión también tiene ondas malas.

—¿La televisión? ¿Ondas malas? —susurró débilmente desde la cama.

Antes de tener tiempo de responder a aquella pregunta, dos golpes fuertes sonaron en la puerta de entrada. Iris y Will se miraron con rapidez. Él hizo un gesto a la niña para que guardase silencio. Pretendía simular que no había nadie en casa y hacer oídos sordos a aquella llamada, pero pronto una voz que reconocieron al instante se coló desde el otro lado de la puerta:

—¡Will! Soy Andy, tu vecino. ¿Está todo bien?