Capítulo 7
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera
La esperanza emite la única luz capaz de iluminar las sombras más oscuras.
Miren apareció en la comisaría vestida con un traje negro de falda y chaqueta sobre una blusa blanca. Su melena castaña estaba recogida en una coleta alta bien hecha y Aaron la miró desde la sala de espera caminar con decisión hacia el mostrador y preguntar por él. La agente señaló hacia donde Aaron esperaba y ella, tras firmar un consentimiento, se volvió con el rostro serio y se acercó.
—¿Nos vamos? —dijo ella a modo de saludo.
Hacía un año que no se veían, pero encontrarlo en aquella situación le sorprendió más bien poco. Durante una época, los primeros años de la búsqueda de Kiera, se había encontrado en alguna que otra ocasión a Aaron, y lo había visto sumirse minuto a minuto en esa espiral de tristeza y desesperanza que consumía todo lo que tocaba. Con el tiempo, el día a día y el hecho de que Miren comenzase a trabajar como periodista para el Manhattan Press habían hecho que se distanciasen y que sus encuentros se convirtieran en esporádicos. La última vez que se habían visto fue el mismo día del año anterior, en el cumpleaños de Kiera, cuando Aaron se presentó en la redacción chillando y preguntando por ella y por sus promesas incumplidas.
—Gracias por venir, Miren… No tenía a nadie más a quien llamar.
—Ya. No es nada. Déjalo, Aaron. No hace falta.
Eran las cuatro de la tarde y el tráfico estaba empezando a recuperar la normalidad en la zona norte. La cabalgata había terminado, las risas de los niños se habían difuminado y todo el mundo había vuelto a sus casas con la intención de preparar la cena a tiempo. Miren indicó el camino hacia su coche, un Chevrolet Cavalier color champán que estaba aparcado en el parking entre dos vehículos de la policía. Miren se montó primero y esperó dentro a que Aaron hiciese lo mismo.
—Siento que me veas así —dijo él, apestando a alcohol y con un aspecto lamentable.
—Da igual, no importa. Casi me he acostumbrado —dijo ella, molesta.
—Hoy es el octavo cumpleaños de Kiera. Simplemente… no he podido aguantarlo.
—Lo sé, Aaron.
—No he podido soportar esto. La cabalgata, el cumpleaños, todo en un mismo día. Son tantos recuerdos. Tanta culpabilidad—. Se llevó las manos a la cara.
—No tienes que justificarte. Conmigo no, Aaron.
—No…, quiero que lo entiendas, Miren. La última vez que nos vimos me comporté como…
—Aaron, no hace falta. Puedes dejarlo. Sé que es difícil.
—¿Cómo se lo tomaron tus jefes?
—Bueno. No les gustó. Pero tampoco les dejaste alternativa. Supongo que a nadie le gustaría que el padre de la niña más buscada de Estados Unidos apareciese borracho en la recepción gritando que nos inventamos todo lo que publicamos, porque sabes muy bien que no es verdad —sentenció ella mientras él dejó su vista perdida en el limbo. Le temblaba el labio. También la mano derecha, como si la tristeza ganase el control esporádico de algunas partes de su cuerpo.
Miren arrancó el vehículo y comenzó a circular hacia el sur, en silencio.
—¿Tuviste algún problema por aquello? —continuó Aaron.
—Un ultimátum. Que me alejase de la historia de Kiera porque nunca me llevaría a ningún lado.
Aaron miró a Miren y, como si la hubiese masticado durante bastante tiempo y la tuviese preparada, soltó aquella frase:
—A ti te vino bien que Kiera desapareciese.
Miren pegó un frenazo. Estaba enfadada por haber tenido que ir a recogerlo, por tener que haberlo visto borracho una vez más, especialmente ese día, pero aquello le dolió en el alma.
—Ni se te ocurra decir algo así, Aaron. Sabes que hice todo lo que pude. Sabes que nadie ha hecho más que yo por encontrar a tu hija. ¿Cómo tienes la cara de…?
—Solo digo que te vino bien todo aquello. Mírate…, trabajando en el Press.
—Bájate del coche —dijo Miren, molesta.
—Vamos…
—¡Que te bajes del coche! —chilló.
—Miren…, por favor…
—Escúchame, Aaron. ¿Sabes la cantidad de veces que he leído el expediente policial de Kiera? ¿Sabes a cuántas personas he entrevistado en estos últimos cinco años? Nadie le ha dedicado tanto tiempo a encontrarla como yo. ¿Sabes a las cosas que he renunciado por intentar dar un paso más y saber qué sucedió con ella?
Aaron se dio cuenta de que había tocado hueso.
—Lo siento…, Miren. Es que no puedo más… —se derrumbó—. No puedo… Cada año, cuando se acerca este día me digo lo mismo. «Venga, Aaron, este año vas a sonreír una sola vez en Acción de Gracias. Este año vas a ir a ver a Grace y vais a recordar lo buena familia que formabais». Siempre me lo digo al espejo tras levantarme, pero es pensar en ella y en todo lo perdido, en todo lo que podría haber sido y nunca fue, en cada…, en cada sonrisa que perdimos, y no aguanto.
Miren lo observó llorar y chasqueó la lengua, pero, tras unos segundos viéndolo así, le costó mantener el tipo.
—Maldita sea —dijo, tras lo cual volvió a poner las manos al volante y pisó el acelerador.
—¿Me llevas a mi apartamento? Necesito dormir.
—He hablado con Grace.
Esa vez fue Aaron quien se lamentó.
—¿Para qué?
—Lleva todo el día llamándote y no se lo cogías. Luego me llamó a mí, para preguntarme si sabía dónde estabas. La noté mal, supongo que es este día, que toca demasiados sentimientos y abre todas las heridas.
Aaron observó a Miren y sintió en su tono de voz que estaba más seria de lo que recordaba. Su aspecto tan profesional y su mirada casi inexpresiva reforzaban aún más la sensación que siempre había tenido de ella: que Miren era demasiado fría.
—Cuando me has llamado he accedido por ella, sinceramente. La he vuelto a llamar para decirle dónde estabas y me ha pedido que te llevase a vuestra casa cuanto antes. Parecía urgente.
—No quiero ir —aseveró Aaron, casi al instante.
—No es negociable, Aaron. Se lo he prometido. Le he dicho que te llevaría en persona.
—Estás loca si piensas que voy a ir a ver a mi exmujer el día del cumpleaños de Kiera. Es el último momento en el que querría pasar tiempo con ella.
—Me da igual. Tengo que llevarte. Te vendrá bien. Los dos lo estáis pasando mal. Solo vosotros dos comprendéis por lo que está pasando el otro. Grace necesita que alguien se preocupe también por ella. Lo ha pasado tan mal o peor que tú, y no va por ahí emborrachándose y despotricando contra el mundo.
Aaron no respondió y Miren entendió su silencio como un «está bien». Condujo desde la comisaría de policía del distrito veinte, en la calle 82 oeste, y pronto llegó a la orilla con el río Hudson. Durante el camino hacia el sur Miren permaneció en silencio y Aaron miraba con asco por la ventanilla la ciudad que tanto amó. Atrás quedaron los años felices, de ascensos en el trabajo, de juegos en el jardín de casa, de acariciar con ilusión el vientre de Grace ante la previsible llegada de Michael. Pero todo se desvaneció con aquel globo blanco alejándose hacia las nubes.
Pronto atravesaron el túnel Hugh L. Carey que conectaba Manhattan con Brooklyn bajo el agua y, cuando salieron a la superficie, el tráfico se volvió más lento, parándose cada cierto tiempo en semáforos interminables. En un par de ocasiones Aaron sacó algún tema, pero ella los despachaba con monosílabos. Desde fuera podría parecer molesta por estar perdiendo el tiempo con él en Acción de Gracias, pero en realidad era la barrera que había querido levantar con el caso de Kiera, que se le había pegado en las entrañas y no conseguía alejarse de él.
Al llegar a Dyker Heights, un barrio de casas independientes con jardín propio, donde se encontraba la antigua vivienda de la familia Templeton, Miren se dio cuenta de que algunos vecinos ya estaban montando la decoración de Navidad. Poco después, y tras serpentear un poco por las calles, vislumbraron a lo lejos, esperando sobre la acera, a Grace, que miraba hacia ambos lados de la calle. Parecía inquieta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Miren.
—No lo sé —respondió él, confuso. Nunca la había visto así.
Grace llevaba puesta la bata burdeos del pijama, las zapatillas y el pelo mal recogido.
Aaron se bajó del coche, algo aturdido, y se acercó a ella.
—¿Qué ocurre, Grace? —dijo, alzando la voz.
—Aaron…, es Kiera.
—¿Qué?
—¡Es Kiera! ¡Está viva!
—¿De qué hablas? —inquirió Aaron, mientras trataba de comprender a su mujer.
—Está viva, Aaron. ¡Kiera está viva!
—¿Qué dices? ¿De qué me hablas?
—¡De esto!
Grace extendió las manos y dejó ver una cinta VHS. Él no entendía nada pero, al fijarse en ella, observó la pegatina blanca reservada para el título. En ella tan solo había pintado con rotulador el número uno, bajo el que estaba, en letras mayúsculas, la palabra más dolorosa y esperanzadora que aquellos padres podían leer: KIERA.