Capítulo 48
Miren Triggs
1998-1999

La vida solo es justa si haces que lo sea.

 

Mi incorporación al Press fue más dramática de lo que me hubiese gustado. Nada más pisar la redacción, me incorporé al equipo de Bob Wexter, Nora Fox y Samatha Axley como becaria de investigación. Yo era la única cuyo apellido no tenía una equis, y aquella chorrada me valió durante un tiempo para encajar bromas mientras indagábamos en casos que nunca imaginé: la compraventa de armas por parte del Gobierno a países del Golfo, escándalos sexuales de miembros del Senado, filtraciones gubernamentales en las que se destapaban graves escándalos de corrupción. Durante los primeros seis meses estuve saturada y el caso de Kiera, aunque importante para mí, y por mucho que me doliese, pasó a un tercer plano. Se me acumulaban los exámenes y trabajos que debía entregar en la facultad, y por las tardes acudía al Press para ver en qué podía ayudar. Mi contrato con el Press incluía un aumento de sueldo en cuanto obtuviese el título, convirtiendo mi convenio en prácticas en un contrato fijo a jornada completa, pero hasta que eso no sucediese tenía que intentar ponerme al día por las tardes, quedándome hasta tarde en la oficina o haciendo horas extras al llegar a casa.

Durante ese tiempo apenas vi a mis padres, que se habían convertido en una figura lejana de consuelo al otro lado de una línea de teléfono.

Una mañana, al fin, el profesor Schmoer caminó en silencio por el hall, actuando como si no me conociese, y colgó en el tablón de anuncios las notas finales de su asignatura, entre las que destacaba una preciosa matrícula de honor junto a mi nombre, otorgándome, oficialmente, el título de periodista graduada en Columbia. No habíamos vuelto a hablar desde aquella noche, y me acerqué a él antes de que se marchase, sin saber muy bien qué decirle.

—Profesor —lo interrumpí.

—Miren —respondió sorprendido de verme—. Enhorabuena.

—Gra…, gracias.

—Has… presentado un proyecto final muy bueno. No esperaba menos de ti.

—¿Te gustó? —pregunté, entre un mar de inseguridades.

—Lo refleja la nota, ¿no?

—Sí, supongo. Gracias de nuevo.

—No he…, no he hecho nada. Ya lo sabes. Es la nota que te mereces. Eres la alumna más… —buscó un adjetivo en su cabeza que resumiese una personalidad complicada, pero desistió en cuanto lo interrumpí.

—Si estoy en el Press es gracias a ti.

—No te equivoques, Miren. Si estás en el Press es porque vales y porque ellos también lo han visto. Lo de James Foster…

—Fue un poco de suerte. Yo también pensaba que era inocente.

—Da igual lo que pensaras, mientras persiguieses la verdad. El problema sería si lo que pensaras cambiase la verdad.

—¿No es eso lo que ocurre con muchos periódicos?

—Y por eso serás buena periodista, Miren. Tu sitio está en el Press. No tengo la menor duda.

—¿Seguirás dando clases, profesor?

—Oh, sí. Creo que…, que merece la pena. Es importante. Llenaré las eternas horas de tutorías participando en la radio de la facultad. Quizá me oigas por ahí.

—Quizá lo haga, sí —dije, medio en broma—. Y… gracias de nuevo, Jim.

—No hay de qué —afirmó, girándose y alzando la mano por encima de la cabeza, mientras se alejaba.

—¡Por cierto, profesor! —grité, levantando la voz mientras se alejaba—. ¿Son nuevas esas gafas?

—Se me rompieron las antiguas —respondió en voz alta, a modo de despedida, siguiendo la broma oculta que solo comprendimos él y yo.

Al salir del campus llamé a mis padres. Estaba eufórica. Al fin podría dedicarme al cien por cien al periódico y retomar la búsqueda de Kiera, que seguía en mi cabeza, escondida y vagando por los rincones de mi mente. En realidad, ella nunca había dejado de estarlo, pero el día a día y el estrés de la adaptación al ritmo de la redacción me habían apartado de la promesa que me hice a mí misma y a su padre, el señor Templeton.

—¡Mamá! —chillé, en cuanto respondió el teléfono—. ¡Soy oficialmente periodista!

Aún recuerdo aquella llamada. Con qué facilidad se desmorona todo. Puedes intentar ser fuerte, pensar que las cosas pasan por un motivo que más adelante comprenderás, que la vida intenta darte lecciones de las que sacar algún aprendizaje vital, pero la simple y llana verdad era que mi madre respondió al teléfono llorando y jadeando y yo, durante aquellos instantes, no comprendí nada.

—¿Qué ocurre, mamá? ¿Qué ha pasado?

—Quería llamarte para decírtelo antes…, pero… no he podido.

—¿Qué pasa? Me estás preocupando.

—El abuelo…

—¿Qué pasa con el abuelo?

—Ha disparado a la abuela.

—¡¿Qué estás diciendo?! —exhalé, sorprendida.

—Estamos en el hospital. Está muy grave, Miren. Tienes que venir.

—Pero ¿por qué…?

En ese momento no quise verlo. Quizá no me aventuré a abrir los ojos en la dirección que debía.

Pedí dos días en la redacción, creo que fue la única vez que lo hice, y, cuando llegué al aeropuerto de Charlotte, mi padre me recibió con un abrazo tibio. Durante el camino en coche apenas pronunció palabra, o al menos así lo recuerdo, dejando que el silencio de ambos guiase nuestras emociones. Lo que sí recuerdo fue lo que dijo, justo al parar el coche en el aparcamiento del hospital:

—Debes saberlo, Miren. Tu abuelo también está ahí dentro. Después de disparar a tu abuela saltó por el balcón para quitarse la vida. No ha conseguido ninguna de las dos cosas que intentó. Está en coma. Los médicos dicen que quizá sobreviva.

—¿Sabes por qué lo ha hecho?

—Miren…, tu abuelo lleva toda la vida pegando a tu abuela. ¿De verdad nunca te has dado cuenta? Era un maltratador. ¿Recuerdas esa época en que la abuela estuvo viviendo con nosotros? Fue por eso. ¿El accidente de la escalera? Tu abuelo le había pegado una paliza horrible.

Me quedé helada al escuchar aquello.

—¿Y por qué seguían juntos, joder?

—Intentamos entrometernos…, pero tu abuela… lo quería.

—Pero… la abuela no es así.

—No me preguntes. Yo tampoco lo entiendo, hija. Y tu madre, menos aún. Ella la convenció dos veces para poner una denuncia, pero… luego las retiraba y seguían juntos. ¿Sabías que tu abuelo apuntó con su escopeta a tu madre? Me lo ha contado hoy. Tu madre está destrozada. Llevaba toda la vida queriendo que no vieses esto. Intentando aparentar que todo estaba bien. Tus estudios, tu carrera, tu educación… Pero… supongo que la verdad siempre tiene que salir a la luz, ¿no?

Asentí. Tenía el corazón en la mano, y el par de golpecitos que me dio en la pierna para animarme realmente fueron insuficientes.

Al llegar, vi a mi madre llorando sobre una silla de plástico de la sala de espera. Se levantó, caminando con dificultad, y me abrazó como creo que nunca antes lo había hecho. Me pregunté cuándo había envejecido tanto, aunque quizá fue el hecho de verla tan hundida y desolada. Ella fue la primera en hablar y lo hizo con un susurro, al oído y entre lágrimas, en el que exhaló un leve «lo siento» desgarrado. Le acaricié la espalda y no pude evitar llorar yo también. Era la primera vez que nos veíamos en meses, y hacerlo de aquel modo, abriendo los ojos de aquella manera, me hizo plantearme si andaba por el camino correcto.

—¿Cómo está la abuela? —pregunté en cuanto me armé de valor.

—Está grave. La están operando y… quizá no sobreviva. Ha…, ha perdido mucha sangre y está mayor. No tenía que haberla dejado volver con él…

Tragué saliva. Me costaba hablar.

—Tú no tienes la culpa. Ha sido el abuelo.

—Pero si yo… Si hubiese estado más atenta…

—Mamá…, por favor. No pienses en eso ahora. Se recuperará. Ya verás. —Ella asintió, quizá porque necesitaba que alguien le dijese que todo iba a salir bien. Mi padre se había ido a la cafetería del hospital a evitar conversaciones difíciles, y yo me senté con ella en el pasillo a esperar. Le sequé las lágrimas; lloró en mi hombro. Por primera vez en mucho tiempo sentí que había dejado de ser una carga para mi madre, para convertirme más bien un apoyo en el que sustentarse. Tras lo de mi agresión en el parque, ella estuvo encima, preocupada, intentando protegerme y haciéndome sentir mejor. Quizá por eso no me contaba los problemas de mi abuela. Ella había ido engullendo los problemas de todos, dejándose el alma en los llantos de los demás y, por una vez, necesitaba que alguien lo hiciese por ella. Al fin y al cabo, eran sus padres, recordaba su infancia con ellos, y lo peor de estas cosas es que uno siempre busca los buenos recuerdos para no perder la cordura. Estaba segura de que ella, mientras lloraba, recordaría todas esas veces en que mi abuelo se había portado bien, en que había visto feliz a mi abuela con él, intentando limitar la terrible tragedia que aquel último disparo suponía, aunque en realidad cada golpe, grito o empujón anterior había sido igual de mortal.

Un rato después le ofrecí una tila y ella aceptó con tal de tener algo entre las manos para controlar el pulso. Caminé hacia la cafetería y, en el trayecto, vi las puertas abiertas de las habitaciones del hospital. En todas había gente; en todas, alguien acompañaba los pies tumbados sobre la cama que se veían desde la puerta. En todas salvo en una. Era la de mi abuelo.

Entré y lo vi allí, tendido, enganchado a los monitores mientras dormía. Tenía la boca abierta y su débil respiración empañaba el plástico transparente de la mascarilla. Su expresión, de una tranquilidad absoluta, me removió por dentro. Mientras en el quirófano mi abuela se debatía entre la vida y la muerte, él parecía dormir en paz.

Lo observé durante un rato, intenté reconstruir en mi memoria una vida de engaños en la que yo solo lo veía como a un machista y no como a un maltratador, y encontré en ella moratones inexplicables de mi abuela, miradas de terror que entonces no comprendía, silencios incómodos cuando él llegaba a casa, siendo yo una niña, y mi abuela llamaba a mi madre para que viniese a por mí. Ahora sé, seguro, que era para que no viese lo que sucedía entre aquellas cuatro paredes.

De pronto el monitor que vigilaba su ritmo cardiaco comenzó a sonar y observé que su pulso se disparó por encima de ciento cincuenta. Luego ascendió en un ritmo constante hasta ciento setenta, para pasar, unos segundos después, a ciento ochenta, mientras un pitido estridente aumentaba en intensidad. Estaba inmóvil y no parecía darse cuenta de nada de lo que sucedía en su pecho, y yo, en uno de los momentos más trascendentales de mi vida, en aquella habitación solitaria con el tipo que había intentado asesinar a mi abuela y que nunca quise ni admiré, me acerqué a la pantalla donde unas líneas dibujaban saltos aleatorios, y… la desenchufé.

El silencio volvió a la habitación.

Su respiración era algo más agitada, pero la alarma que avisaba a los doctores de que estaba sufriendo un fallo en el corazón ya no estaba activa para hacerlo.

Lo vi jadear, contorsionarse levemente durante un largo minuto hasta que al final dejó de hacerlo. Me acerqué, temerosa, y vi que su mascarilla dejó de empañarse cada pocos segundos. Entonces enchufé de nuevo la máquina y una silenciosa línea blanca se dibujó donde antes se podía observar el pulso, pero los pitidos habían desaparecido. Un mensaje de «sin señal» apareció en la pantalla y yo me marché de allí, como si nada hubiese sucedido, pero sabiendo que en mi interior todo había cambiado.

Unos minutos después me sentaba de nuevo junto a mi madre, con una tila para ella y un café caliente para mí.