Capítulo 32
1998

La alegría te hace creer que estás acompañado, la tristeza; en cambio, que siempre estuviste solo.

 

Aaron comenzó a llorar en el mismo instante en que se tiró en el sofá de casa, derrotado, después de acompañar a Grace al dormitorio para que descansase tras la intervención en el hospital. A un lado del salón, en una mesa que normalmente estaba repleta de marcos de fotografías de los tres juntos, observó los teléfonos inactivos de la centralita que habían montado y que durante ese día y los anteriores había sido un hervidero de llamadas. Los voluntarios hacía ya varias horas que se habían marchado a casa, después de comprobar que los teléfonos sonaban cada vez con menos frecuencia. Mientras estaba allí tumbado uno de los teléfonos sonó con insistencia y él se levantó con ímpetu, dejando que el auricular se inundase con las lágrimas que empapaban su barba.

—¿Hola? ¿Sabe algo de Kiera? —dijo con esperanza.

Pero al otro lado respondió el eco de las risas de un par de adolescentes que llamaban por hacer la maldita gracia.

—Os deberían haber llevado a vosotros, hijos de puta —chilló, desolado—. Mi hija de tres años ha desaparecido. ¿Entendéis lo que es eso?

Pensó que tal vez una de las voces al otro lado se disculparía, pero unos segundos después escuchó de nuevo el sonido hiriente de dos carcajadas alejándose del teléfono.

Aaron gritó.

Lo hizo con tal fuerza que le respondió el aullido de un perro desde la calle. Luego, sin poder aguantar aquello ni un segundo más, agarró los teléfonos y tiró de ellos, arrancando los cables del multiplicador de señal que conectaba con la centralita de llamadas. Arrojó los terminales al cubo de basura y se maldijo por haber siquiera intentado que el mundo le ayudase.

En los años en los que había trabajado en la aseguradora siempre había tratado de beneficiar a sus clientes de alguna manera. Falseaba ligeramente los expedientes para que pudieran ser admitidos a trámite por sus superiores, hacía la vista gorda en los cuestionarios iniciales de los seguros de salud, elaboraba partes de daños a vehículos impolutos con el único objetivo de cambiar el color de la pintura de coche. No era un trabajo que le apasionase, pero era el que le permitía pagar las facturas y vivir con comodidad, con el único inconveniente de que a veces debía dar la cara y denegar alguna cobertura cuando sus superiores le transmitían quejas por la baja rentabilidad de su oficina. Él se contentaba con mantener los ratios al mínimo, cumpliendo escuetamente, nunca en exceso, los objetivos que le asignaban. Eso hacía que fuese querido por sus clientes, aunque no por todos. Era imposible ser amado al cien por cien cuando tenía que denegar un caro tratamiento de cáncer o alegar que, tras un accidente en el que un hombre se había amputado las dos manos mientras hacía reformas en el garaje, el seguro solo cubriría la reimplantación de una de las dos.

Él se consideraba buena persona y ayudaba en lo que podía: donaba treinta dólares todos los meses a una ONG para mejorar la vida de los niños de Guatemala, mantenía en casa una organización perfecta para el reciclaje, intentaba colaborar en las colectas que se organizaban en el vecindario. Por eso quizá le ayudaron sus vecinos, porque sabían que era un buen hombre. Pero la gente que no le conocía, toda esa gente que solo empatizaba con su historia por el morbo que generaba la desaparición de Kiera, lo único que quería era espectáculo. Una sorpresa por allí, un giro de los acontecimientos por allá, un llanto en pantalla a plena hora de máxima audiencia. Pero encontrar a Kiera era el equivalente a un triple salto mortal entre trapecios sin red al final de la función del circo. Si sucedía, se aplaudía y se vitoreaba. Si no…, la gente se iba contenta a casa porque ya había visto a los leones saltar por el aro en llamas.

Aún no daba crédito por lo que había pasado, y estuvo un rato pensando cuánto había cambiado todo desde hacía una semana. La desaparición de Kiera, el aborto de Michael. El tacto de los dedos de Kiera, el sonido de su voz gritando «papá». Salió a la calle para intentar controlar aquel pensamiento horrible que trepaba desde su estómago hacia su mente, como si fuese una gárgola oscura dispuesta a encaramarse a lo más alto de su cabeza y observar desde allí la debacle de aquella familia.

Entonces fue su teléfono móvil el que sonó. Lo sacó del bolsillo y comprobó que se trataba del agente Miller. En aquel momento le valdría cualquier cosa para agarrarse con los dientes y no caer al vacío, aunque solo fuese una ligera luz de esperanza: un pequeño avance o una contradicción en la confesión del detenido eran más que suficientes para no desfallecer.

—Dígame que ese hijo de puta ha confesado dónde está Kiera —soltó nada más descolgar.

—No puedo, señor Templeton. Y… creemos que él no es culpable. Se lo tenía que decir.

—¿Cómo dice?

—Su historia encaja. Parece un buen tipo. Es un don nadie que trabaja en un Blockbuster, casado y con dos hijos.

—Pero… eso no quiere decir nada. Porque parezca buena persona no significa que lo sea.

—Lo sabemos, y sé que necesita que sea él, pero ni siquiera se encontraba en la ciudad cuando desapareció Kiera.

—¿Me está diciendo que no es él?

—Sé que es difícil de comprender, señor Templeton. La gente clama justicia y la portada del Press nos ha complicado un poco las cosas. Pero el tipo parece que solo quería ayudar.

—¿Ayudar? Ha intentado llevarse a una niña en la misma zona en la que se llevaron a Kiera. Tiene que ser él, agente. No puede ser —exhaló Aaron en algo que pareció más una súplica.

—¿No me ha oído? No estaba en la ciudad cuando Kiera desapareció.

—¿Lo han comprobado? ¿Cómo están seguros?

—Tiene antecedentes, pero la acusación no se sostiene. Estaba en Florida la semana pasada. Hemos comprobado el registro de vuelos y es verdad. Se subió a un avión el 24 de noviembre y volvió antes de ayer. Hemos comprobado las cámaras de Times Square y en ningún momento parece que se lleve a la niña a la fuerza. Es solo… que los padres perdieron los nervios y reaccionaron de forma desmesurada cuando la vieron con un desconocido. Los antecedentes y la histeria por…, por lo de Kiera hicieron el resto.

—¿Y la niña? ¿Qué dice la niña? —inquirió Aaron, desesperado.

—No debería estar contándole tantos detalles, pero lo hago porque empatizo contigo. Tengo una sobrina de la edad de Kiera y todo esto es desgarrador, pero no podemos lanzarnos al cuello de cualquiera.

—Pero ¿qué dice la niña?

—La niña dice que estaba perdida y que él le dijo que la llevaría con sus padres, señor Templeton. Le puede gustar más o menos, pero no tenemos nada que nos indique que él tiene a Kiera.

—Déjeme hablar con él. Por favor.

—Lo vamos a soltar, señor Templeton. Por eso lo llamaba. Para que no se entere por la prensa. Creo que es lo mínimo. Hacemos todo lo que podemos y… lo del Press ha sido una mierda. Nos ha cortado mucho las alas. Su abogado ha presentado una queja porque no había nada solvente contra su cliente y… tiene razón.

—Pero pueden interrogarlo durante más tiempo.

—No podemos. Es lo mejor para la investigación. Todo el tiempo que perdamos con él no lo estamos dedicando a otras vías. ¿Lo entiende? Sé que está desesperado, pero le pido que confíe en la policía. Quizá sea lo mejor. Seguiremos avanzando en la búsqueda, analizaremos nuevas pistas y revisaremos lo que tenemos, pero esta vía está muerta. Ese tipo es inocente.

Aaron se había apartado el móvil de la oreja en cuanto escuchó al agente pedir que confiara en la policía. Su única esperanza se había esfumado en una llamada de apenas tres minutos. Sintió el frío de Dyker Heights golpearle el rostro, observó cómo las luces de una de las casas, la de su vecino Martin Spencer se apagaban de golpe, seguramente al haber llegado la hora a la que estaban programadas, y atisbó a lo lejos la silueta de un taxi amarillo del centro de la ciudad cruzando la calle en dirección sur. Se fijó en ello porque era inusual que alguien llegara hasta allí en taxi desde Manhattan, pero lo olvidó en cuanto sintió un copo de nieve posarse sobre la punta de su nariz. Dejó caer el móvil sobre el césped del jardín y volvió a la casa, que en aquel momento le pareció incluso más vacía que unos minutos antes.

De pronto escuchó un ruido procedente del dormitorio en el que había dejado descansando a Grace, y subió las escaleras con rapidez. Conforme se acercaba, reconoció el sonido repetitivo de los muelles de la cama, como cuando Kiera se colaba en su cuarto y saltaba sobre ella. Por un instante se imaginó que era Kiera, haciendo lo que siempre hacía cuando se despistaban. Le pareció incluso escuchar su carcajada, su risa casi espástica que a él siempre le había recordado a un ágil movimiento de dedos en las notas agudas de un piano. Pero cuando llegó arriba y se asomó por el umbral, comprobó que Grace estaba teniendo en sueños una de sus crisis epilépticas.

Era normal que le sucediesen durante la noche. Es más, Grace muchas veces había presumido en broma de ser epiléptica para fastidiar a su marido cuando dormía, aunque en realidad tenía ataques esporádicos, solo cuando se encontraba estresada o preocupada por algún asunto que la tuviese en jaque. La madre de Grace también sufría epilepsia y, junto a su carácter quebradizo, era lo único que había dejado en herencia a su hija antes de morir.

Aaron se sentó junto a ella, en el borde de la cama, y mientras duró la crisis estuvo acariciándole el pelo, susurrándole que pronto iba a pasar. Cuando por fin terminaron los espasmos, Grace entreabrió los ojos, somnolienta, consciente de que acababa de pasar un ataque, y le dedicó una sonrisa de agotamiento a su marido. Aaron le susurró al oído que siempre la querría, y ella volvió a cerrar los ojos, sabiendo que era verdad, pero que ya había dejado de importar.