Capítulo 4
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera
Solo aquellos que nunca dejan de buscar se encuentran a ellos mismos.
En el cruce de la calle 77 con Central Park West, en Nueva York, a las 9:00 de la mañana del 27 de noviembre, cientos de ayudantes y voluntarios se arremolinaban en torno a las grandes figuras hinchables que estaban a punto de elevarse del suelo. Todo el que participaba en el levantamiento de los grandes globos que recorrerían las calles de Nueva York hasta acabar frente a la tienda de Macy’s en Herald Square se organizaba en grupos vestidos para la ocasión según el personaje que tuviesen que portar: los encargados de volar a Babe, el cerdito valiente, iban con sudaderas rosas, en un elegante traje negro los que portaban al carismático Sr. Monopoly, o en monos azules para los que acompañaban al mítico Soldado de Juguete. En Herald Square la mañana había comenzado con un majestuoso flashmob de America Sings, con sudaderas de colores, seguido de las actuaciones de algunos de los mejores artistas del país.
La ciudad se había convertido en una grandiosa fiesta, la gente sonreía por las calles y los niños caminaban ilusionados hacia alguno de los puntos por los que pasaba la cabalgata. Incluso desde el cielo, el magnate Donald Trump hacía un vuelo en su helicóptero para enseñar a la NBC una vista aérea del recorrido que dibujaría el desfile sobre las rectas líneas de Manhattan.
La desaparición de Kiera Templeton había caído ya en el olvido de la ciudad, pero no en su subconsciente. Los padres y las madres caminaban fuertemente agarrados de sus hijos, con precauciones que antes ni se tenían en cuenta. Se evitaban los puntos calientes del recorrido, aquellas zonas en las que se preveían mayores aglomeraciones. El cruce de Times Square, el destino final junto a la tienda de Macy’s, o incluso las zonas más bajas de Broadway solo eran frecuentadas por turistas, adultos y gente de las ciudades colindantes. Las familias habían optado por disfrutar del evento con sus hijos cerca de donde se iniciaba la acción, en la paralela de Central Park West, una zona con menor riesgo y con amplias aceras y grandes espacios para caminar sin embotellamientos ni potenciales estampidas.
Eran las 9:53 de la mañana y, justo en el instante en que el globo de la Gallina Caponata de Barrio Sésamo alzaba el vuelo ante la atenta mirada de cientos de niños y padres con sonrisa de ilusión, un borracho irrumpió en el centro de la calle, vociferando colérico entre lágrimas.
—¡Vigilen a sus hijos! ¡Vigilen a sus hijos o esta ciudad se los tragará! ¡Se los tragará como se traga todo lo bueno que pisa sus calles! ¡No amen nada en esta ciudad! Porque si ella lo descubre, se lo quitará, como te quita todo cuanto ve.
Algunos padres desviaron la mirada del gigantesco pájaro amarillo que se levantaba varios metros del suelo hacia el borracho, que vestía un traje sin corbata lleno de manchas. El hombre tenía una poblada y descuidada barba oscura; su pelo era una maraña despeinada. Presentaba una herida en el labio, cuya sangre había brotado hasta mancharle el cuello de la camisa, y sus ojos estaban cargados de dolor y desesperanza. Andaba con dificultad, puesto que llevaba un pie descalzo tan solo cubierto por un calcetín blanco con la parte inferior completamente negra.
Un par de voluntarios se acercaron al hombre con la intención de calmarlo.
—¡Eh, amigo! ¿No es un poco pronto para estar así? —le dijo uno de ellos, mientras intentaba guiarlo hasta uno de los lados.
—Es Acción de Gracias, ¿no le da vergüenza? —añadió el otro—. Salga de aquí antes de que le detengan. Hay niños viéndole. Compórtese.
—Vergüenza me daría participar… en esto. En alimentar esta… esta máquina de engullir niños —gritó.
—Un segundo… —dijo uno de ellos, tras reconocerlo—, usted es… el padre de esa niña que...
—Ni se te ocurra mencionar a mi hija, desgraciado.
—¡Sí! Es usted… Quizá no debería venir a… a esto —señaló intentando ser comprensivo.
Aaron agachó la cabeza. Había pasado toda la noche bebiendo de bar en bar hasta que no quedaba ninguno abierto. Luego fue a un deli y compró una botella de ginebra que el dependiente paquistaní aceptó venderle por lástima. Se bebió un tercio de la botella en el primer trago y vomitó justo después. Se sentó a llorar. Quedaban unas horas para que empezase la cabalgata de Macy’s y se cumpliese el quinto aniversario de la desaparición de Kiera y el día anterior se había despertado llorando, tal y como le había ocurrido los años anteriores. Aaron nunca había bebido antes de perder a su hija. Era correcto, mantenía un modo de vida saludable y solo tenía la costumbre de beber una copa de vino blanco cuando tenían visita en su antigua casa de Dyker Heights, un barrio de clase alta en Brooklyn. Desde que sucedió lo de Kiera, y la tragedia de después, no había día en que amaneciese sin tomarse una copa de whisky. Existía tal diferencia entre el Aaron Templeton de 1998 y el de 2003 que era innegable que la vida lo había golpeado con fuerza.
Un agente de policía vio la escena y se acercó corriendo.
—Señor, tiene que salir de aquí —dijo, al tiempo que agarraba a Aaron de un brazo y le indicaba la salida hacia el otro lado de las vallas—. Aquí solo pueden estar los miembros de la comitiva.
—¡No me toque! —gritó Aaron.
—Señor…, por favor…, no quisiera detenerlo. Hay muchos niños mirando.
Aaron desvió la mirada hacia los bordes de la calle y se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él. Poco importaba la gigantesca sombra que proyectaba el pájaro amarillo o la figura de Spiderman que se estaba hinchando en la lejanía a punto de alzar el vuelo. Agachó la cabeza. Otra vez. Estaba derrotado. Tocado y hundido. El golpe emocional del día de la cabalgata era insalvable, y quizá lo único que podía hacer era volver a su nuevo apartamento, en Nueva Jersey, para dormir y llorar en soledad. Pero el agente le pegó un tirón del brazo y eso fue lo peor que pudo pasar.
Aaron se revolvió y golpeó con un fuerte puñetazo la cara del policía y lo tiró al suelo, frente a la atónita mirada de cientos de niños y padres, que empezaron a abuchear con enfado.
—¡Qué vergüenza! —gritó uno de ellos—.
¡Váyase, payaso! —chilló otro.
Una botella de agua le golpeó en la cara y él miró en todas direcciones, aturdido, sin saber de dónde había venido el impacto.
No le dio tiempo a pensar el motivo del abucheo, por qué la gente consideraba mal que estuviese allí, cuando dos agentes más corrieron hacia él y, con un fuerte placaje, lo tiraron al suelo. La caída la frenó su cara contra el asfalto. En menos de cinco segundos tenía los brazos a la espalda y las esposas cortándole la circulación de las muñecas. Su cerebro no había procesado el dolor por el golpe, algo que sucedería dos minutos después, pero sí las manos de los agentes y de uno de los voluntarios que lo levantaron del suelo en volandas, entre los aplausos de todo el que miraba, que apenas dejaban oír los gritos y lamentos de un padre que se hundía en lo más profundo.
Una vez en el furgón policial, se quedó dormido.
Cuando se despertó, una hora más tarde, se encontraba sentado en la comisaría de la Sección Oeste de la Policía de Nueva York, con los grilletes a la espalda, junto a un hombre mayor de aspecto amigable y cara triste. A Aaron le dolía la cara e hizo una mueca para destensar la sangre seca de su rostro, pero fue mala idea. El dolor irradió en todas direcciones.
—¿Un mal día? —preguntó el hombre a su lado.
—Una mala… vida —respondió Aaron, que sentía ganas de vomitar.
—Bueno, la vida es mala si no haces nada por cambiarla.
Aaron desvió la mirada hacia él y, acto seguido, asintió. Por un momento pensó que aquel hombre no tenía ninguna pinta de delincuente si no hubiera sido por las manos también atadas a la espalda. Se imaginó que el hombre quizá estaba allí por multas de aparcamiento.
Una mujer de pelo castaño apareció de entre los escritorios de la comisaría y se dirigió al hombre mayor:
—Señor Rodríguez, ¿verdad? —dijo, al tiempo que levantaba un folio de su portafolios.
—Eso es —respondió.
—En unos minutos viene mi compañero de homicidios para hacerle unas preguntas. ¿Quiere que avisemos a su abogado?
Aaron miró al hombre con cara de sorpresa.
—No hará falta. Ya está todo dicho —respondió el señor Rodríguez, tranquilo.
—Bueno, como quiera. Quiero que sepa que puede tener acceso a uno de oficio que le acompañe en la declaración.
—Tengo la conciencia tranquila. Nada que ocultar. —Sonrió.
—Está bien —respondió la policía—. En unos minutos viene el agente a por usted. Y usted… es… Templeton, Aaron. ¿Me acompaña, por favor?
Aaron se levantó como pudo y se despidió del señor Rodríguez con un gesto con la cabeza. Comenzó a caminar detrás de la agente, que iba más rápido que él, hasta que llegó a una especie de sala de espera.
—Aquí están sus cosas. Llame a alguien para que venga a por usted.
—¿Ya está? —preguntó Aaron, confundido.
—Verá…, al policía al que le ha pegado le da pena. Le conoce, ¿sabe? Le vio en la tele cuando lo de su hija. Dice que bastante ha sufrido ya y que es Acción de Gracias. No ha presentado cargos y en el informe solo ha puesto que lo ha detenido porque estaba demasiado agitado. Únicamente tiene una falta leve.
—Entonces… ¿me puedo ir a casa?
—No tan rápido. Solo puede marcharse si viene alguien a por usted. No le podemos dejar irse solo estando aún…, bueno, borracho. Si quiere puede dormir la mona en la sala de espera, pero no se lo recomiendo, es Acción de Gracias. Vaya pronto a casa, duerma un rato y luego cene en familia. Seguro que le espera una buena comida.
Aaron suspiró y miró de nuevo hacia la zona en la que estaba sentado el señor Rodríguez.
—¿Le puedo preguntar qué ha hecho?
—¿Qué ha hecho quién?
Aaron señaló con la cabeza hacia el hombre.
—Parece un buen tipo.
—Oh, señor. Lo es. Anoche mató a tiros a cuatro hombres que habían violado en grupo a su hija.
Aaron tragó saliva y miró hacia el señor Rodríguez, con una especie de admiración recuperada.
—Seguramente pase lo que le queda de vida en prisión, pero no lo culpo. Yo en su lugar… no sé lo que haría.
—Pero usted es policía. Usted se encarga de meter a los malos en prisión.
—Pues por eso mismo lo digo. No confío mucho en este sistema. Esos mismos hombres a los que ha matado tenían ya varias denuncias por delitos sexuales, y… ¿sabe dónde estaban? En la calle. No sé. Yo cada vez confío menos en todo esto. Por eso estoy en la comisaría manejando expedientes y no jugándome el tipo por el sistema. Aquí se está mejor, amigo.
Aaron asintió. La agente sacó una caja de plástico que contenía una cartera de cuero, unas llaves con un llavero del perro Pluto y su teléfono Nokia 6600, y la apoyó sobre el mostrador. Aaron se guardó en los bolsillos la cartera y las llaves y buscó en la agenda del teléfono. Navegó entre doce llamadas perdidas de Grace y escribió un SMS que borró antes de enviar. Prefirió realizar una llamada para intentar salir de allí cuanto antes.
Se pegó el auricular a la oreja y, unos segundos después, escuchó una voz femenina al otro lado:
—¿Aaron?
—Miren, ¿puedes venir a por mí? Me he metido en un pequeño lío.
—¿Eh…?
—Por favor…
Miren suspiró.
—Estoy en la redacción. ¿Es urgente? ¿Dónde estás?
—En comisaría.