Capítulo 27
27 de noviembre de 2010
Doce años después de la desaparición de Kiera
A veces agarrarse a un mal recuerdo es lo único que te permite crear alguno bueno.
Después de que Miller se marchara con la cuarta cinta, Aaron se quedó en el nuevo apartamento de Grace, en silencio, sin saber qué decir. El ruido blanco de la nieve en la televisión sin sintonizar era constante y perturbador, pero con el tiempo los dos habían encontrado en él una especie de consuelo y compañía. Aaron se paseó por el salón y observó todas las fotografías que había sobre la mesa, en las que se les veía a los dos juntos, joviales, y con Kiera en brazos en varias de ellas.
—Qué jóvenes estábamos —dijo en tono melancólico, tras agarrar uno de los marcos para observar la imagen de cerca.
Grace respiró profundamente apretando los labios para armarse de valor. Luego, tras luchar contra sus demonios interiores con forma de carteles pegados en farolas, procedió con la rutina que seguía cada año por el cumpleaños de su pequeña.
Se acercó a la mesa con tristeza y comenzó a recoger las fotografías enmarcadas, colocándolas en un pequeño cofre que descansaba sobre el antiguo mueble de salón. Tras levantar cada marco se observaba que bajo él había la misma capa de polvo que en el resto de la mesa, como si acabaran de ser colocadas sobre aquella densa alfombra de partículas grises.
—¿Por qué sigues haciendo esto, Grace? Todos los años las sacas, como si todo fuese igual, como si nada de nosotros hubiese cambiado, pero míranos. Mira mis canas, estas arrugas. Por el amor de Dios, mira estas ojeras. Y tú…, tú también has cambiado, Grace. Ya no somos los jóvenes ilusionados de esas fotos. Deja de negar lo que pasó. Deja de comportarte como si Kiera estuviese aquí.
—Aaron…, cállate. Ahora mismo no puedo…, no quiero pensar en cuánto me sigue doliendo todo esto.
—Mira esta foto. Los tres sonriendo. ¿Cuánto tiempo hace que no sonríes, Grace? ¿Cuánto tiempo hace que no escucho tu risa?
—¿Acaso tú sí has logrado hacerlo?
Aaron negó con la cabeza, en silencio.
—Pero… no tiene sentido que hagas todo esto cada año, celebrando su cumpleaños como si nada hubiese cambiado. Vengo y actúas como si Kiera estuviese aquí. La tarta, las fotos, incluso este piso lo alquilaste con una habitación de más para poder poner un cuarto como el de Kiera. Y… Kiera ya no está. ¿Lo entiendes? Nada de aquella época sigue aquí. Ni tú ni yo ni la felicidad de estas fotos. Verlas te hará más infeliz. Verte así haría infeliz a Kiera. Y lo sabes, Grace. Quizá…, quizá lo de esta última cinta, que ella no esté, sea lo mejor que nos ha pasado, ¿entiendes?
—¿Cómo te atreves a decir algo así?
—Quizá si ya no recibimos más cintas dejemos de pensar en ella. Dejemos de imaginar lo que no hemos vivido, todas las cosas que nos hemos perdido y nos centremos en las que sí tuvimos. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas cómo era leerle cuentos? ¿Recuerdas cómo te sentías al acariciarte la mano cuando se quería dormir? Necesitamos centrarnos en eso y no en lo que no tenemos. Tenemos que avanzar y pasar página.
—¿Tú te estás escuchando? ¿Dejar de pensar en Kiera? ¿Hacer como si nunca hubiese existido?
—Grace, mucha gente pierde a sus hijos y con el tiempo…, con el tiempo salen adelante.
—¿Adelante? ¿Salen adelante? Nadie puede salir de algo así. Nadie. Y mucho menos una madre. Estuvo dentro de mí nueve meses, salió de mis entrañas, Aaron. Pero eso tú nunca lo vas a entender. Es imposible. Tú trabajabas todo el día y no volvías hasta la hora de acostarla. Conmigo era con quien pasaba todo el día. Todo el día —repitió alzando la voz—. A mí era a quien venía corriendo cuando se tropezaba y se hacía una herida en la rodilla. Quizá tú puedas seguir adelante y hacer como si nada…, pero yo no, Aaron. Yo necesito saber que está bien. Necesito saber que no sufre. Verla de vez en cuando me daba eso… Al menos aliviaba un poco el dolor de perderla. Para ti quizá las cintas eran una tortura. Para mí…, para mí eran el único minuto cada varios años que paso junto a ella.
Grace comenzó a llorar como nunca antes lo había hecho. Sentía tal nudo en el pecho, tal picor en los ojos, que aquella reacción fue inevitable. Durante muchos años se había guardado esas explicaciones, pero en ese instante necesitó explotar de una vez con Aaron, que se comportaba como si el dolor fuese algo accesorio con lo que se podía vivir. Y así era, en realidad, en muchas ocasiones, cuando el dolor estaba confinado a un entorno controlado, a una ruptura, a un despido, a una tragedia inesperada. Pero nada era comparable con perder a un hijo y, mucho menos, con perder a un hijo varias veces desde hacía doce años.
—¿Como si nada? ¿Hacer como si nada? Kiera también es mi hija, Grace. También la quiero como a nadie que haya querido jamás. Es injusto que digas algo así. Solo digo que…, que quizá no verla en las cintas nos ayude a pasar página y dejemos de buscarla.
—Nunca dejaré de buscar a mi hija, Aaron, hasta que sepa dónde está y quién la tiene. ¿Lo entiendes? ¡Nunca! —gritó con todas sus fuerzas.
Aaron dudó si continuar aquella discusión. Se dio cuenta de que era imposible sacar a su exmujer de aquel lugar oscuro al que parecía estar encadenada y se preguntó por qué él ya no se sentía así, tan desdichado, tan hundido en las profundidades de su propia alma. Dudó de su amor por su hija y también del que había llegado a sentir por su mujer. En aquel instante dudó de todo e incluso de sí mismo. Pero en realidad aquellas dudas no eran nada nuevo. Llevaba años así. Y tapaba aquella incertidumbre con alcohol en las fechas en las que se acercaba la cabalgata de Acción de Gracias.
Justo el día anterior había estado bebiendo en casa, como cada año, hasta que se quedó dormido a las cuatro de la tarde en el sofá mientras en la televisión retransmitían un partido de baloncesto de los noventa en el que Jordan anotaba un tiro libre con los ojos cerrados. Esa era su rutina desde 1999 durante las semanas previas a Acción de Gracias. Se pedía unos días libres en la aseguradora para la que trabajaba, que veían con buenos ojos adelantar sus vacaciones de Navidad para no dejar la oficina sin atención a finales de año, y se encerraba a beber para olvidar. Le costó un tiempo adaptarse a emborracharse en casa, y hubo un día en 2003 que perdió los papeles y fue detenido, justo el año de la primera cinta. Tras aquel episodio intentó controlar aquellos impulsos entre las cuatro paredes de su hogar. Los días previos a Acción de Gracias acudía a un supermercado y compraba alcohol barato, como si estuviese preparándose para un huracán, y se sentaba a llorar lágrimas de vodka hasta que no podía más. Su cuerpo había aprendido a metabolizar el alcohol de forma progresiva hasta el punto de conseguir despertarse al día siguiente con tan solo una leve resaca y una ronquera que únicamente duraba hasta que se tomaba un café solo doble para desayunar. Esa rutina la repetía desde el inicio de las vacaciones hasta el cumpleaños de Kiera, momento en el que dejaba de beber para reunirse con Grace y comportarse, por unas horas, como el padre de familia que una vez fue.
—¿Qué crees que pasará ahora? —le preguntó con dificultad Grace a Aaron.
—No lo sé —susurró él—. Solo espero que Kiera esté bien.