Capítulo 5
Miren Triggs
1998

Uno es aquello que ama, pero también, lo que teme.

 

Esa misma tarde, tras las clases, decidí echar un ojo a todo lo que se había publicado de la desaparición de Kiera Templeton. Apenas había pasado una semana desde el suceso, pero los artículos, las noticias y los rumores crecían en torno a ella a un ritmo imparable. Pasé por el archivo de la biblioteca de la universidad y le pedí a la ayudante si podía realizar una búsqueda de las noticias publicadas desde el día de la desaparición que incluyesen las palabras «Kiera Templeton».

Recuerdo la cara de la chica y su fría respuesta:

—Aún no están procesados los periódicos de la última semana. Vamos aún por 1991.

—¿1991? Estamos en 1998 —respondí—. Estamos en plena era de la tecnología y ¿me estás diciendo que vamos con siete años de retraso?

—Eso es. Todo esto es muy nuevo, ¿sabes? Pero puedes consultarlos a mano. No hay tantos.

Suspiré. En parte tenía razón. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar las noticias que mencionasen la desaparición?

—¿Puedo ver los periódicos de la última semana?

—¿Cuáles? Manhattan Press, Washington Post

—Todos.

—¿Todos?

—Los nacionales y los del estado de Nueva York.

La mujer me devolvió una mirada confundida y, por primera vez, suspiró.

Me senté a esperar en las mesas de la biblioteca, mientras la becaria se perdía tras una puerta de un lateral. Se me hizo una eternidad y, sin darme cuenta, mi mente viajó a aquella noche. Me levanté para no pensar. Deambulé durante un rato por algunos pasillos y me perdí susurrando títulos en español de autores hispanohablantes.

Oí el sonido de unas ruedas tras de mí y, cuando me giré, me encontré el rostro de la chica, sonriente, con un carro cargado de más de cien diarios.

—¿Todo eso? —pregunté, sorprendida por el montón. Me lo había imaginado más pequeño.

—Es lo que me has pedido, ¿no? Los periódicos publicados en la última semana. Solo nacionales y los locales del estado de Nueva York. No sé qué trabajo tienes que hacer pero ¿seguro que no te vale con los nacionales?

—Está perfecto así.

La chica volvió tras el mostrador, después de dejarme el carrito cargado de diarios al lado de una de las mesas junto a la ventana. Agarré el primer periódico y empecé a pasar hojas con rapidez mientras leía los titulares y mis ojos volaban de uno a otro como dos aves rapaces que buscaban entre los matorrales.

Hay varias maneras de documentarte en una investigación y la que elijas depende mucho de tu instinto y del asunto que quieras investigar. Para algunos casos es mejor acudir a expedientes policiales; para otros, a archivos municipales o registros públicos. En ocasiones las pistas clave te las proporciona un testigo o un confidente, y en muchas otras se trata de puro instinto. Buscando, indagando, cotejando cada pequeño reducto de información que pueda ser relevante. Con el asunto de Kiera Templeton estaba a ciegas. Era aún pronto para intentar conseguir el expediente de su desaparición y, además, ningún agente del FBI se atrevería a compartir información con una estudiante de periodismo de último año de carrera. Si el FBI colaboraba era con los periodistas de los principales medios y siempre y cuando fuese necesario y se creyese que pudiese ayudar a avanzar el caso. Había ocurrido en otras ocasiones. La policía a veces necesitaba de los ojos de millones de personas, y para ello ofrecía a los medios información confidencial de la investigación para lograr identificar a algún asesino o encontrar a una víctima gracias a la ayuda ciudadana. Para los casos más llamativos, como era el de Kiera, publicar detalles de la ropa que llevaba puesta, dónde fue vista por última vez o incluso las cosas que le gustaba hacer podrían ayudar a incentivar la búsqueda y a estar en modo alerta por si se encontraba alguna pista clave.

Pasé los periódicos del día 26 de noviembre con rapidez, el día de Acción de Gracias de ese año, puesto que era el mismo día en que desapareció Kiera. La edición de esos rotativos fue cerrada la madrugada anterior y la información que mostraban eran noticias y sucesos acontecidos el 25 de noviembre, por lo que en ellos no podía aparecer ningún dato sobre Kiera.

En los del día siguiente, y tras pasar algunos cientos de páginas de distintos medios con fotografías sobre la cabalgata y titulares sobre el inicio oficial de las navidades, encontré la primera referencia a la desaparición de Kiera. En una esquina inferior de la página 16, del New York Daily News, en un recuadro contorneado por líneas negras, aparecía la primera fotografía de Kiera, la misma que había aparecido días después, en portada, en el Manhattan Press. En él se comentaba, en tono aséptico, que desde el día anterior se había iniciado la búsqueda de una niña de tres años que había desaparecido y respondía al nombre de Kiera. Según el artículo, llevaba puesto un pantalón vaquero, una sudadera blanca o rosa claro y un chubasquero de plumón blanco. No había nada más. Ni hora de la desaparición ni lugar en el que había sido vista por última vez.

En los diarios del día siguiente no me sorprendió encontrar un artículo con mayor presencia. Otro periódico, esta vez el New York Post, había dedicado media página a la desaparición de Kiera. El artículo, firmado por un tal Tom Walsh, relataba lo siguiente:

«Segundo día de búsqueda de Kiera Templeton, desaparecida durante la cabalgata de Acción de Gracias. La niña, de tres años de edad, desapareció entre la muchedumbre hace dos días. Sus padres, desesperados, piden ayuda de la ciudadanía para encontrarla». La imagen de Aaron y Grace Templeton sosteniendo una foto de su hija acompañaba la noticia. Tenían los ojos hundidos por el llanto. En aquella imagen fue donde los vi por primera vez a los dos.

Seguí leyendo periódicos y seleccionando las páginas en las que se mencionaba a Kiera o a la cabalgata, mientras avanzaba en el calendario hasta llegar a ese día y la portada del Manhattan Press.

Miré la hora y me asusté al comprobar que casi eran las nueve de la noche. No quedaba nadie en la biblioteca, que permanecía abierta hasta medianoche en esa época del año, con los parciales a la vuelta de la esquina, pero lo suficientemente lejanos como para que nadie tuviese la urgencia de estudiar.

No debí haberme quedado hasta tan tarde. Guardé las páginas rápido en la mochila y llevé el carrito hasta el mostrador. La becaria refunfuñó en cuanto vio la montaña de papeles desordenada.

Salí a la calle y comprobé la oscuridad de la noche de Nueva York. Miré a un lado y no había un alma por aquella parte de la ciudad. En el otro, un par de siluetas rodeadas de humo hablaban y fumaban en la puerta de un bar. Volví dentro y la chica del mostrador me dedicó una sonrisa falsa al verme de nuevo:

—¿Puedo usar el teléfono? —pregunté—. No he traído dinero para el taxi… No pensaba terminar tan tarde.

—Solo son las nueve. Aún hay gente por las calles.

—¿Puedo usar el teléfono o no?

—Cla… claro —respondió, alargándome el auricular.

Yo vivía de alquiler cerca de clase, en Harlem centro, en un edificio de ladrillo rojizo en la 115, a escasos diez minutos a pie de la facultad, situada al este del Morningside Park, mientras que mi casa estaba justo al oeste. Tan solo debía cruzar un par de calles, atravesar el parque y estaría en casa. El problema era que durante aquellos años esa zona era conflictiva. Había muchos condominios y proyectos sociales que habían reunido en una única zona, por encima de Central Park, a bandas, grupos de delincuentes de poca monta, drogadictos y asaltantes ávidos de alguna víctima despistada. Por el día los atracos y asaltos eran inexistentes, pero por la noche la situación cambiaba por completo.

Marqué el único teléfono que respondería a esas horas.

—¿Sí? —dijo una voz masculina al otro lado.

—¿Te apetece que nos veamos? —pregunté—. Estoy en la biblioteca de la facultad.

—¿Miren?

—Se me ha complicado el día. ¿Te apetece o no?

—Está bien. Dame quince minutos y estoy allí.

—Te espero dentro.

Colgué y estuve haciendo tiempo mientras observaba cómo la becaria intentaba ordenar el desbarajuste de hojas sueltas que había montado con los periódicos. Un rato después apareció el profesor Schmoer bajo el umbral de la puerta, vestido con su chaqueta con coderas y sus gafas de pasta redondas, y me hizo señas para que saliese con él al exterior.

—¿Estás bien? —me dijo, a modo de saludo, una vez que pisamos la acera.

—Se me ha hecho tarde.

—Te acompaño a casa y me voy, ¿vale? No puedo quedarme. —Me dio la espalda y comenzó a caminar hacia el este—. Tengo lío en la redacción. El director quiere publicar algo sobre Kiera Templeton en portada, lo que sea, y yo tengo la sensación de que mañana todos los medios lo harán, después de la de hoy del Manhattan Press. Va a hacerse sangre con este tema de la cría y, sinceramente, me da asco formar parte de esto.

Aceleré el paso y me puse a su altura.

—¿Y qué vais a publicar? —inquirí por curiosidad.

—La llamada de la madre a emergencias. Hemos conseguido una copia de la grabación.

—Ufff. Mal asunto —exhalé levantando las cejas—. Buen viraje al sensacionalismo, para ser el Daily. ¿No se supone que sois un periódico económico?

—Lo sé. Por eso me da asco lo que piensan hacer.

Esperé un momento antes de continuar. Me fijé en el sonido de nuestros pasos en la acera; también en cómo nuestras sombras nos adelantaban tras pasar junto a una farola para luego desaparecer.

—¿Y no puedes decidir nada? ¿No puedes publicar otra cosa? Eres el editor jefe.

—Ventas, Miren. Las ventas lo son todo —respondió, molesto—. Tú misma lo has dicho hoy. Lo que quizá no comprendes aún es cuánto lo controlan todo. Es en realidad lo único que importa.

—¿Tanto?

—El Manhattan Press de hoy ha arrasado. Ha vendido diez veces más que la edición del día anterior, Miren. Los demás medios nos hemos quedado con las ediciones colgadas. Les ha salido bien la jugada.

—¿Diez veces?

—No sabemos con lo que saldrán mañana, pero esto funciona así. La búsqueda de esa cría se va a convertir, lo queramos o no, en el enigma de los próximos meses en todos los medios, si es que no aparece antes. Incluso habrá medios que prefieran que no aparezca nunca, para seguir estirando el chicle lo máximo posible. Cuando la gente se haya olvidado del asunto y los periódicos de ella, comenzarán los homenajes que todo el mundo ignorará, y solo llegado el caso de que apareciese la mismísima Kiera en pleno Times Square, o su cadáver, se volvería a sacar el tema.

Le vi derrotado. Parecía tan hundido que no me atreví a responder.

Llegamos a la estatua de Carl Schurz, junto al parque, y le pedí rodearlo en lugar de atravesarlo, a pesar de duplicar el tiempo de recorrido; él aceptó sin protestar.

A partir de ese momento me acompañó en silencio. Sin duda era la edad. Me sacaba unos quince años y sabía que yo no necesitaba hablar. Él aguardó a que me equivocase. Quizá esperaba que yo sacase el tema tras mi negativa a cruzar el parque, pero era algo de lo que no quería hablar. Al llegar a la puerta de casa, tras subir por Manhattan Avenue, le dije:

—Gracias, profesor.

—No hay de qué, Miren. Ya sabes que solo intento ayudar…

Me lancé y le di un abrazo de agradecimiento. Era reconfortante sentirse algo protegida.

De pronto me apartó de un empujón, algo preocupado, y yo me sentí como una mierda.

—Esto…, esto no está bien, Miren. No puedo. Tengo que volver a la redacción.

—Era solo un… un abrazo, Jim —le dije, seria y enfadada—. ¿Se te va la olla?

—Miren, ya sabes que no…, no puedo. Tengo que irme. Esto no debería suceder. Si nos ven…

—¿Tan urgente es? —dije, tratando de no darle importancia a su rechazo.

—No, es solo… —pareció titubear—. Bueno, sí. No puedo quedarme —sentenció.

—Perdón, yo… —me disculpé—, pensaba que éramos… amigos.

—No, Miren. No es eso… Es que tengo que volver a la redacción. De verdad.

Lo noté más nervioso de la cuenta y esperé a que continuase.

—Es la llamada de la madre de Kiera Templeton a emergencias —dijo finalmente—. No pinta bien. Y no creo que esto sea lo mejor.

—¿Me puedes contar algo más? He decidido investigar lo de Kiera Templeton para el trabajo de esta semana.

—¿No vas a investigar el vertido? —respondió con gesto de sorpresa—. Creía que querías aprobar.

Agradecí que no insistiese en el asunto del abrazo y disipase la tensión.

—Y quiero, pero no a costa de ser igual que los demás. Todos van a hacer eso. Es pan comido. Kiera se merece que se mire este caso con los ojos sin el símbolo del dólar.

El profesor Schmoer asintió, conforme.

—Está bien. Solo te contaré una cosa de la grabación.

—Dime.

—En la llamada a emergencias los padres…

—¿Qué pasa con ellos?

—Parecen esconder algo.