Capítulo 42
30 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera

No todos los secretos deben salir a la luz.

 

El tipo que intentó atacar a Miren no sabía que había elegido a la víctima equivocada. Minutos antes, cuando había pasado por su lado y se había adentrado en las calles que daban a los trasteros, pensó que era una presa fácil: una chica joven, delgada, atractiva y bien vestida. Podría llevar dinero y solucionarle las siguientes dos o tres semanas, pero lo más importante: era guapa; y él, un don nadie que se creía un donjuán, pensó que ya llevaba suficiente tiempo sin acostarse con una mujer. Sacó una navaja y caminó tras Miren a escondidas, mirando a un lado y a otro, comprobando que no había nadie más en la zona. A pesar de ser plena luz del día, si conseguía introducirla en uno de los trasteros lo tendría hecho. Podría disfrutar y divertirse un rato.

La observó desde lejos y, cuando por fin vio que levantaba una de las persianas, sonrió, dejando ver una dentadura amarillenta cubierta de caries. En Nueva York, con más de ocho millones de habitantes, se estima que hay más de dos mil violaciones al año; unas seis al día, o lo que es lo mismo una cada cuatro horas. Aquella pretendía cumplir con la de su tramo horario si no hubiera sido porque la víctima era Miren Triggs.

Desde lo que sufrió en 1997, Miren había cambiado. Durante un tiempo tuvo miedo de salir a la calle, de ir de fiesta, de cruzar el parque en el que había sucedido, pero después de entrar en el Manhattan Press y participar en su primera investigación, descubrió que al miedo se le combatía siguiendo adelante, saliendo del pozo y luchando por cambiar las cosas. Su artículo, en el que desvelaba la verdad de James Foster, quemado vivo en el centro de Nueva York, supuso la confirmación de que los buenos ganaban y de que el miedo y la oscuridad no vencían. A raíz de ahí se compró un arma para tenerla en casa, se apuntó a defensa personal y se prometió que nunca más probaría una gota de alcohol mientras el listado de agresores sexuales de la ciudad mostrase una sola persona libre.

Cuando el agresor la agarró por la espalda, Miren ya había calculado durante dos segundos qué hacer. Un mordisco, un tirón de brazo, una llave rápida y estaría en el suelo. Eso fue lo que visualizó en su cabeza y eso fue exactamente lo que pasó. Miren sacó su arma y se la colocó en la boca.

—Yo también tengo un regalo para ti —susurró Miren, con decisión, cargando el arma.

Extendió la mano hacia el móvil y se dirigió a su madre, mientras el hombre la miraba con cara de pánico y sabor a metal.

—¿Mamá? ¿Te importa que te llame luego? Estoy…

—¿Hija? ¿No me estarás comprando nada para la Navidad? Ya sabes que no me gustan los regalos.

—Estoy pagando en la caja de unos grandes almacenes. Te llamo luego. —La voz de Miren parecía incluso más dulce y, antes de que su madre pudiese responder, terminó la llamada y lanzó un suspiro en dirección a su agresor, dedicándole una sonrisa inerte.

Una hora después, una ambulancia atendía una emergencia tras una llamada anónima realizada desde una cabina de teléfono. Tras llegar al lugar que le había indicado la voz femenina al otro lado, encontraron a un tipo maniatado con una presilla a una reja entre dos contenedores del puerto, con una fea herida de bala en la entrepierna. Cuando le preguntaron qué había pasado no supo explicar lo sucedido y la policía, más tarde en su informe, alegaría que se trataba de un ajuste de cuentas por trapicheos de drogas. Miren le había amenazado con que lo encontraría, porque estaba segura de que su nombre ya aparecía en el registro de agresores sexuales de la ciudad, a lo que él solo respondió con un silencio más largo de la cuenta.

 

 

Miren condujo de vuelta hasta el centro, hasta su piso, el mismo estudio de siempre en Harlem, con dos cajas de información sobre el caso que pasó la noche revisando, una vez más, en pijama; y una vez más, sin levantarse del escritorio. De vez en cuando le daba un sorbo a una lata de Coca-Cola y un mordisco a una manzana, para compensar. Se había comprado un iBook G3 en cuanto había salido, desechando por completo el gigantesco iMac de monitor verde azulado que la había acompañado los años anteriores. A un lado, como si fuese el último reducto tecnológico de aquel piso, salvaguardando los imparables avances que suponía su pequeño nuevo ordenador, mantenía, iluminado por la luz de un flexo, un pequeño transistor de radio con la antena extendida apuntando a la ventana.

Cuando llegó a un punto en el que se sintió bloqueada ante una auténtica retahíla de números correspondientes a calles, cámaras de vigilancia, entrevistas y códigos postales, Miren comprobó la hora y encendió el transistor.

Instantáneamente un pequeño piloto rojo se iluminó a un lado y la voz de Jim Schmoer, su antiguo profesor, invadió la habitación:

«… la viva voz de la esperanza. Si no, les contaré casos llamativos, igual de desconcertantes que el que nos ocupa hoy aquí y que trae de cabeza a la policía de medio mundo. El niño pintor de Málaga, en España, es un buen ejemplo de lo que les cuento. Hace unos quince años, en 1987, desapareció en España un niño con unas cualidades para la pintura que le hicieron ganarse ese apodo que oyen, el niño pintor. Un día de abril salió de casa, de camino a una galería, y… se desvaneció del mundo como si no hubiese existido. O el caso de Sarah Wilson, que con solo ocho años se bajó del autobús, en la puerta de su casa en Texas, y nunca llegó a entrar por la puerta. Ambos casos han sido muy seguidos en todo el mundo por lo extraño de las desapariciones. O el caso de la pequeña francesa Marion Wagon, de diez años, desaparecida en 1996 al salir del colegio. Ningún niño se desvanece del mundo sin más. O bien tristemente están muertos o bien alguien no quiere que se les encuentre. Pero el caso de Kiera Templeton es distinto. Quien sabe dónde está quiere que se la encuentre, o quizá desea jugar, o quizá quiere que se sepa que se encuentra bien y que se deje de buscar. Uno nunca sabe, o no puede saber qué se esconde detrás de la mente de quien la tiene, pero la clave de todo periodista de investigación no está en encontrar lo que se busca, sino en no dejar nunca de hacerlo».

Miren asintió y sonrió. Le gustaba sentir que, de un modo u otro, el profesor Schmoer seguía a un lado, guiando su camino. Luego bajó el volumen y continuó abriendo carpetas con fotos y declaraciones. Accedió a la carpeta de su ordenador en la que había volcado el contenido del CD que cinco años antes le había llevado el profesor y volvió a repasar las imágenes de las cámaras de seguridad. Esperaba tener un momento de lucidez, una chispa creativa que le hiciese unir los puntos de aquel puzle imposible, pero se repitió en su cabeza las últimas palabras del profesor: «No dejar nunca de buscar».

—Qué te crees que hago, Jim —dijo, dándole un nuevo sorbo a la Coca-Cola y otro mordisco a la manzana.