Capítulo 51
Miren Triggs
1999-2001
El mundo entero parecía perderse por el sumidero y nadie hacía nada por remediarlo.
La muerte de mi abuelo supuso un golpe para mi madre. Lloró al enterarse de que su corazón había fallado y que, cuando los médicos se dieron cuenta, ya era tarde para actuar. Era su padre y también un hijo de puta, pero la muerte, aunque no lo desees, muchas veces provoca el más sincero de los perdones.
Volví a Nueva York, tratando de olvidarme del tema, y la vorágine del periódico me consumió por completo. Era innegable que aquel mundo me apasionaba, pero también que cada día exigía más y más de mí. Era un devorador de tiempo y energía y, aunque me llenaba de vitalidad, me abría las puertas y los entresijos de historias de las que era difícil recomponerse: una empresa que explotaba a niñas de Asia por la mañana en talleres ilegales para luego hacerlo también en burdeles por la noche; una protectora de animales que vendía su carne a restaurantes de Manhattan; un padre que quemaba a sus hijos para vengarse de su madre. Cuanto más pasabas dentro de este mundo más llegaba a cambiarte. Conforme hablaba con mis compañeros de la redacción me di cuenta de que los jóvenes éramos entusiastas ilusionados, y los más veteranos, unos cínicos que odiaban el mundo. No todos eran así, pero entre las frases de cada uno se podía intuir un grito de socorro para encontrar buenas noticias que no les hiciesen perder la cabeza.
Bob se había empeñado en que estuviese al cien por cien en la redacción, con tareas cada vez más arduas y pesadas. Revisiones de cuentas de empresas, de presupuestos estatales, de inventarios de fábricas. Me levantaba antes del amanecer y, cuando no estaba indagando en algún archivo o entrevistando a alguien, salía de la redacción de noche, justo después de transcribir todo el material que había ido gestando durante el día.
Una noche, al llegar al portal de casa, en 2001, me di cuenta de que la puerta de la señora Amber estaba entreabierta. No era normal en ella. Era tan recelosa de su vida que incluso las persianas de su casa que daban a la calle principal permanecían siempre bajadas.
—¿Señora Amber? —llamé, mientras empujaba la puerta con suavidad para observar el interior.
Su piso era casi el doble que el mío. Nunca lo había visto en detalle, ella nunca me había ofrecido pasar a tomar un té para contarme historias de su vida. Tan solo a veces había intuido la luz de una lámpara que encendía justo al entrar cuando coincidíamos en el rellano. Esa vez el piso estaba a oscuras.
—¿Señora Amber? ¿Se encuentra bien? —dije, alzando la voz.
Aquello no me gustaba. Hay diferentes tipos de silencios. Se distinguen en el aire, en las notas insonoras que emiten los pasos en el suelo, en la quietud de unas cortinas lejanas que noté moverse unos centímetros al otro lado del salón.
Me lancé hacia el interior de la casa e intenté encender la lámpara de la entrada, pero la bombilla estaba fundida. Caminé a oscuras, adentrándome hacia el interior, y me fijé en las fotos que había en las paredes. En ellas reconocí a la señora Amber con treinta o cuarenta años menos, increíblemente bien peinada y radiante, con una sonrisa que viajaba de una oreja a otra como si fuese un desfiladero cubierto de perlas. En una de las imágenes saltaba en la orilla del mar en bañador junto a un apuesto joven de su misma edad. En otra corría por un largo camino de tierra entre los árboles junto al mismo chico, riendo a carcajadas. Se la veía feliz. Era innegable que se sentía así y, en cambio, ahora parecía tener siempre una actitud reservada con el mundo.
De pronto me fijé en que un pie descalzo asomaba tras el sofá, junto a las cortinas.
—¡¿Señora Amber?! —grité.
Estaba oscuro pero pude intuir que le sangraba la cabeza a través de una brecha abierta en la frente.
—¿Se encuentra bien? —le susurré, acercándome para valorar si la herida era grave. No parecía serlo, pero marqué el teléfono de emergencias e indiqué la dirección. Mis conocimientos en medicina se limitaban a tomar calmantes para mis dolores de regla. Busqué por el salón y conseguí encender una de las lámparas de pie en una de las esquinas y, justo cuando me giré, lo vi.
La silueta de un hombre me observaba desde el pasillo oscuro que parecía conducir al dormitorio. Estaba inmóvil, con un joyero en las manos, y no podía verle la cara ni intuir qué quería.
—Si lo que buscas es dinero no sé dónde está —dije.
—El teléfono —gritó con voz cascada, como si fuese una motocicleta con el motor a punto de fallar.
Me di cuenta de que era un delincuente desesperado en busca de dinero rápido. Era final de mes. Se acercaba la Navidad. Los criminales también tienen regalos que hacer.
Tiré mi móvil hacia la oscuridad y la silueta se agachó a recogerlo. El corazón me iba a mil por hora, por más que quisiera aparentar que no era así. Con el tiempo descubrí que una parte de mí siempre viajaba a aquel parque en una situación de peligro, aquel momento se había pegado a mi alma para siempre y debía vivir con ello, me gustase o no. Un momento así te cambia, altera todo lo que eres y pretendas ser, aunque es imposible predecir hacia qué lado lo hará. A mí aquel parque me llevó a la oscuridad y la venganza. La llama de James Foster también seguía brillando en mis retinas y el miedo a salir se había convertido en temor a no actuar.
—Tengo un arma conmigo —mentí. Estaba en casa—. Llévate el teléfono y todo quedará aquí. Intenta algo más y te disparo.
De pronto noté un cambio en su actitud, un ligero temor en su respiración que flotaba en el aire. Quizá percibió en mi voz la rabia interna por las injusticias. La señora Amber emitió un gemido de dolor y desvié la mirada hacia ella. Estaba bien. Aquel aullido sirvió para confirmar que el golpe no había sido tan fuerte, y, entonces, como si fuese una brisa que solo había venido a poner la puntilla en mi personalidad, a sembrar el miedo justo en mi vida para que decidiese dar un grito en el cielo, pasó corriendo en dirección a la puerta y se perdió tras ella.
Estuve una hora esperando la ambulancia y consolando a la señora Amber, mientras pensaba en todo lo que sucedía a mi alrededor. El mundo entero parecía perderse por el sumidero y nadie hacía nada por remediarlo: la violencia, los atracos, la corrupción, el temor a caminar sola, los violadores. Era desesperanzador. Pensé en Kiera, en la pequeña que ya llevaba un tiempo sin buscar, completamente absorbida por la vida, y decidí que encontraría tiempo para hacerlo. Por las noches, hasta altas horas. No había otra manera.
La señora Amber lloró a mi lado y yo la abracé, quizá pensando que así se sentiría mejor.
—Gracias, Miren. Eres una buena chica —dijo con dificultad. El golpe no parecía tan fuerte, aunque aún sangraba y necesitaba puntos.
—No diría eso si estuviera en mi cabeza —respondí, siendo sincera por una vez. Me miró seria, y luego permaneció en silencio durante un rato, observando las fotografías de las paredes.
Luego, sin yo preguntarle, se lanzó a hablar:
—¿Sabes, Miren? Yo una vez estaba sola como tú y… me enamoré sin quererlo ni pretenderlo. Era un hombre formidable. De esos que llegan y te dejan ser quien eres, sin intentar cambiarte, y aman cada rincón de tus defectos, llenando tu vida de fuegos artificiales.
—Descanse, señora Amber… —la interrumpí—. La ambulancia está a punto de llegar.
—No… Quiero que lo sepas. Creo que eres buena y no quiero que la vida te dé ningún golpe más. Que estés preparada.
—Está bien… —suspiré. Hay gente que necesita que la escuchen de vez en cuando, aunque las lecciones que pretendan dar puedan tener consecuencias imprevisibles.
—Como te he dicho…, éramos felices. Mucho. Esta casa está llena de fotos de esos momentos. Fuimos novios dos preciosos años. Una noche, al salir de un estupendo restaurante junto al río en Brooklyn, rodeados de bombillas en los árboles, se arrodilló y me preguntó si me quería casar con él.
—¿Y qué pasó?
—Chillé que sí. Era feliz junto a él, ¿sabes? —hizo una leve pausa para mirar a una de las fotos—. Se llamaba Ryan.
—¿Murió?
—Diez minutos después de ese momento —sentenció de golpe.
Contuve la respiración, el dolor parecía estar en todas partes, acechando, esperando el momento preciso para causar mayores estragos.
—Unos metros más allá, mientras esperábamos un taxi, un tipo quiso que le diésemos todo lo que llevábamos encima, arma en mano. Cartera, reloj, anillo de pedida. Yo acepté, pero Ryan era valiente. Valiente y estúpido. El valor es peligroso si no eres capaz de medir las consecuencias. Murió entre mis brazos, de un disparo en el cuello.
—Lo…, lo siento mucho, señora Amber.
—Por eso he gritado. Para que no arriesgases tu vida por unas joyas. No merecen la pena. Si el mundo se viene abajo es porque las buenas personas se marchan antes de tiempo.
Asentí, dejando que aquella idea calase en mi mente, pero solo llegué a la conclusión de que la vida era una mierda, que la violencia era una mierda, pero parecía la única solución.
Cuando la ambulancia se llevó a la señora Amber, entré en mi piso y saqué la caja con el expediente de Kiera. Sabía que allí encontraría lo que necesitaba.
Una idea absurda se había colado en mi mente. De entre una de las carpetas se deslizó una fotografía que chocó contra mis pies. En la penumbra no reconocí de qué foto se trataba, a pesar de haber repasado cientos de veces aquella caja y el contenido de los archivos, y no fue hasta que me agaché y la atrapé entre la punta de los dedos por una de las esquinas, cuando me di cuenta de quién era. En ese momento, en ese preciso instante, tras lo sucedido con la señora Amber, fue en el que decidí vigilar de cerca al tipo que me había violado.