Capítulo 13
26 de noviembre de 1998

Solo cuando pierdes una pieza te das cuenta de que el puzle ya no tiene sentido.

 

Aaron pasó las siguientes horas caminando por toda la zona, mirando a todas partes y a ninguna al mismo tiempo. Cada vez que se encontraba con alguna familia que transitaba con un niño pequeño él se acercaba corriendo, intentando descubrir en sus ojos la mirada de Kiera. Algunos testigos más tarde afirmaron a la policía que habían visto a Aaron desesperado, chillando una y otra vez, mientras toda la ciudad parecía ignorarle. Los miembros del Departamento de Policía de Nueva York también buscaban por cada rincón de la ciudad, se tiraban al suelo para mirar bajo los vehículos, abrían portales intentando encontrarla desamparada en algún rellano. Pero conforme pasaban las horas y la noche se apoderaba de la ciudad, las bombillas y luces se encendían una a una para contrarrestar la oscuridad del corazón de Aaron, cuya voz ya era incapaz de vociferar más allá de un imperceptible susurro desgarrado.

A la una de la madrugada un policía encontró a Aaron en el cruce de la 42 con la Séptima, tirado junto a una boca de incendios, llorando desconsolado. Ya no sabía dónde más buscar. Había recorrido, trotando y chillando, de este a oeste desde la 28 hasta la 42. Había vuelto cada poco tiempo al cruce de la 36, a mitad de camino, en el que había sucedido todo. Había buscado en los parques de aquella zona, había aullado el nombre de Kiera en las bocas de metro, había suplicado a un dios en el que no creía y había pactado con demonios que ni siquiera existían. Nada funcionaba, como siempre sucedía en el mundo real, en el que las vidas se truncaban y los sueños te golpeaban sin el más mínimo pudor.

Mientras recogía el operativo montado para cubrir la emisión de la cabalgata de Macy’s, un reportero de la CBS que había escuchado la alarma generada al interceptar la radio de la policía grabó a Aaron, destrozado, corriendo de lado a lado. Aquel corte serviría, al día siguiente, para abrir los informativos de la mañana, en los que una presentadora leería un titular con tono mecánico y sin emoción: «Aún se busca desde ayer a la pequeña Kiera Templeton, de tres años, desaparecida durante la cabalgata de Acción de Gracias en el centro de Manhattan. Si han visto algo o tienen una pista, se ruega contacten con el servicio de alerta AMBER para menores desaparecidos cuyo número pueden ver en pantalla». Justo después y sin cambiar el tono ni la expresión del rostro pasaría a hablar sobre un atasco en el puente Brooklyn por unas obras en la otra orilla del río Este. En ese momento, las redacciones de todos los medios de la ciudad se lanzaban a buscar imágenes de aquel padre destrozado, haciendo que la maquinaria del sensacionalismo se pusiera en marcha.

Aaron miró su móvil, que sonaba estridente interrumpiendo su dolor, y vio en él varias llamadas desde un número que no tenía en la agenda, al tiempo que el policía le ayudaba a levantarse.

—¿Sí?

—Le llamo del Hospital Bellevue. Tuvimos que trasladar a su mujer aquí para controlarle el cuadro de ansiedad. Se encuentra estable desde hace horas y solicita que le demos el alta. ¿Señor? ¿Me escucha?

Aaron había dejado de hacerlo en la primera frase. Delante de él tenía al agente de policía que le había enseñado la ropa de Kiera en el portal del número 225 y, a pesar de no recordar su nombre, su expresión, con mirada triste y rostro serio, destrozó todas sus esperanzas. El agente Alistair le hizo un gesto con la cabeza, negando con ella de lado a lado, que Aaron interpretó como el mensaje encriptado más doloroso que podía recibir.

Lloró.

No dejó de hacerlo mientras lo guiaban varios miembros del cuerpo de policía y lo montaban en un coche con las sirenas encendidas. Los agentes se habían ofrecido a llevarlo al hospital a encontrarse con su esposa y le habían prometido que todas las unidades disponibles estarían rastreando la zona para continuar la búsqueda de Kiera. Durante el camino hasta el hospital no pudo articular palabra y escrutaba en las sombras de la calle en busca de su hija, a quien él soñaba con ver en cada cruce. Cuando llegaron le guiaron en silencio por el hospital y al otro lado de un largo pasillo de suelo y paredes blancas Grace lo esperaba, de pie, seria, hasta el mismo instante en que lo vio y comprendió que Kiera no caminaba junto a su marido. Grace corrió hacia él, gritando «¡mi niña, mi niña!», y los ecos de sus aullidos reverberaron por todo el edificio como solo lo hacían las peores noticias. Los gritos de aquella madre se grabarían para siempre en la memoria de los enfermeros, pacientes y doctores que la habían atendido, y comprendieron que el dolor de aquellos padres era lo más puro y trágico que jamás habían sentido. Allí estaban acostumbrados a la muerte, a lidiar con enfermedades, a sufrir procesos lentos que consumían a sorbos la vida de alguien, pero no a aquel llanto, irremediable, al ver cómo unos padres estaban tan llenos de esperanza y de ninguna en absoluto. Al llegar hasta Aaron, Grace golpeó una y otra vez su pecho y él aguantó los puñetazos sin sentir dolor, porque ya se sentía muerto, ya se creía hundido en lo más profundo de sí mismo, y esperó con el rostro lleno de lágrimas y sin pronunciar palabra a que Grace gritase y le culpase hasta que no tuvo más aliento.