Capítulo 2
Miren Triggs
1998

La desgracia siempre busca a quienes pueden asumirla. La venganza, en cambio, a quienes no.

 

La primera vez que supe sobre la desaparición de Kiera Templeton fue mientras estudiaba en la Universidad de Columbia. En la puerta de la Facultad de Periodismo recogí uno de los muchos ejemplares del Manhattan Press que nos regalaban a los alumnos con la intención de que soñásemos a lo grande y aprendiésemos de los mejores. Me había levantado temprano, tras una pesadilla recurrente en la que corría por una calle desierta de Nueva York, huyendo de una de mis propias sombras, y aproveché aquella imagen siniestra para ducharme y arreglarme antes del amanecer. Llegué temprano y los pasillos de la facultad estaban desiertos. Los prefería así. Odiaba caminar entre desconocidos, detestaba desfilar de camino a la clase sintiendo las miradas y susurros a mi paso. En ellos yo había pasado de ser Miren a ser «esa-a-la-que...» y, a veces, también era «shh-shh-calla-que-nos-oye».

A veces sentía que tenían razón y que yo había dejado de tener nombre, como si ya solo pudiese ser el fantasma de aquella noche. Cuando me miraba en el espejo y buscaba en la profundidad de mis ojos, siempre me preguntaba: ¿Sigues ahí, Miren?

Aquel día en particular fue extraño. Había pasado una semana desde Acción de Gracias cuando el rostro de una niña pequeña, Kiera Templeton, fue portada de uno de los diarios más leídos del planeta.

El titular de aquel Manhattan Press del 1 de diciembre de 1998 simplemente decía: ¿HA VISTO A KIERA TEMPLETON?, seguido de un pie de foto: «Más información en la página 12». El rostro de Kiera miraba al frente en una foto casi de sorpresa, con los ojos verdes perdidos en algún punto tras la cámara, y esa fue la imagen que se quedó grabada para siempre en la memoria de todo el país. Su rostro me recordó a mí de pequeña, su mirada… a la mía de adulta. Tan vulnerable, tan débil, tan… rota.

La 71ª cabalgata de Macy’s, en 1998, pasó al recuerdo de América por dos motivos. El primero, por convertirse en la que ya es considerada la mejor cabalgata de la historia, con catorce bandas, la actuación de NSYNC, Backstreet Boys, Martina McBride, flashmobs realizados por cientos de majorettes, incluido el elenco completo de Barrio Sésamo o incluso una comitiva interminable de payasos bombero. El año anterior a ese hubo graves problemas con el viento. Algunos globos causaron heridos y desperfectos y hubo un incidente con el hinchable de Barney, ese dinosaurio rosa, que tuvo que ser apuñalado por varios espectadores para intentar controlarlo y hacer que aterrizase. El despropósito había sido tal que la organización centró todos sus esfuerzos en restaurar la desastrosa reputación que había adquirido el evento. Ningún padre llevaría a sus hijos a una cabalgata en la que su pequeño pudiese ser golpeado por Barney o por Babe, un cerdito de cinco pisos. Todas las cabezas pensantes de la organización se propusieron pulir cada potencial riesgo. En esa cabalgata de 1998 todo debía salir bien. Implementaron restricciones en altura y en dimensiones de los globos, haciendo desaparecer para siempre al majestuoso Woody, el «Pájaro Loco». Se dieron cursos intensivos de control de las figuras a los ayudantes encargados de remolcar el desfile flotante. El despliegue fue tan fascinante que aún hoy, casi veinte años después, todo el país tiene grabada en la retina la inmensa comitiva vestida de azul que seguía a Santa Claus hasta el final en Herald Square. Todo salió perfecto. El desfile resultó un verdadero éxito, si no llega a ser porque fue el día en que Kiera Templeton, una niña de apenas tres años, se desvaneció entre la multitud como si nunca hubiese existido.

Mi profesor de Periodismo de Investigación, Jim Schmoer, llegó tarde a la clase. Entonces era también redactor jefe del Wall Street Daily, un periódico económico con algún que otro tinte generalista, y por lo visto había estado en el archivo municipal recogiendo un expediente antiguo. Se puso en pie frente a toda la clase y, con gesto que reconocí como enfadado, alzó el ejemplar en alto y preguntó:

—¿Por qué creéis que hacen esto? ¿Por qué creéis que ponen la foto de Kiera Templeton en portada, con un titular tan escueto?

Sarah Marks, una aplicada compañera que se sentaba dos bancos delante de mí, respondió alzando la voz:

—Para que todos podamos identificarla si la vemos. Podría ayudar a encontrarla. Si alguien la ve y la reconoce, quizá podría dar señal de alarma.

El profesor Schmoer negó con la cabeza y me señaló con la mano:

—¿Qué piensa la señorita Triggs?

—Es triste, pero lo hacen para vender más periódicos —dije sin titubear.

—Continúa.

—Según he leído en la noticia, desapareció hace una semana en la esquina de Herald Square. Se dio la voz de alarma al instante y poco después de terminar la cabalgata toda la ciudad la estaba buscando. En el artículo se dice que su foto ya había salido en las noticias de la noche de la cabalgata, y que incluso a la mañana siguiente habían abierto los informativos de la CBS con su imagen. Dos días después su cara empapelaba las farolas del centro de Manhattan. La han puesto ahora, ya una semana después, no por ayudar, sino por subirse al carro del morbo que parece que está generando.

El profesor Schmoer tardó un momento en hacer algún gesto.

—¿Pero habías visto antes a esta niña? ¿Habías visto las noticias de aquella noche o el informativo de la mañana siguiente?

—No, profesor. No tengo televisor en casa, y vivo al norte, en Harlem. Hasta allí no llegan los papeles en las farolas de los niños de ricos.

—¿Entonces? ¿No han cumplido su objetivo? ¿No te ha ayudado a identificarla? ¿No crees que lo han hecho para intentar aumentar aún más las probabilidades de encontrarla?

—No, profesor. A ver. En parte sí, pero no.

—Continúa —dijo, sabedor de que yo ya había llegado a la conclusión que él quería.

—Han mencionado que su cara ya ha salido en las noticias en la CBS porque no quieren que la gente los juzgue por ser los primeros en sacar beneficio de la búsqueda, aunque en realidad es así.

—Pero ahora ya conoces el rostro de Kiera Templeton, ahora ya puedes unirte a su búsqueda.

—Sí, pero esa no era la intención final. La intención era vender periódicos. Con las noticias durante las primeras horas de la CBS puede que sí pretendiesen ayudar. Ahora parece que solo quieren alargarlo, solo intentan sacar provecho de un asunto que parece que ha despertado el interés de muchos.

El profesor Schmoer desvió la mirada hacia el resto de la clase y, sin yo esperarlo, comenzó a aplaudir.

—Eso es exactamente lo que ha pasado, señorita Triggs —dijo, asintiendo con la cabeza—, y ese es el modo en que quiero que penséis. ¿Qué se esconde detrás de una historia que llega hasta la primera plana? ¿Por qué una desaparición es más importante que otra? ¿Por qué todo el país ahora mismo está buscando a Kiera Templeton? —Hizo una pausa antes de sentenciar—: Todo el mundo se ha unido a la búsqueda de Kiera Templeton porque es rentable.

Era una visión simplista del asunto, no lo voy a negar, pero aquel punto triste de injusticia fue el que me unió al caso de la desaparición de Kiera.

—Lo triste de esto es que…, y lo descubriréis pronto, los medios se unen a las búsquedas por interés. Cuando penséis si una noticia debe ser contada porque es injusta o porque es triste, en realidad la única pregunta que hará el editor de vuestro periódico será: ¿venderemos más ejemplares? Este mundo funciona por interés. Las familias piden ayuda a los medios por el mismo motivo. Al fin y al cabo, un caso público recibe más recursos policiales que uno anónimo. Es un hecho. El político de turno necesita ganarse a la opinión pública, es lo único que le importa, y es ahí cuando se cierra el círculo. Todos están interesados en mover el asunto; unos, para ganar dinero; otros, para recuperar la esperanza.

Me quedé en silencio, enfadada. Bueno, creo que toda la clase lo hizo. Era desolador. Era desesperante. Después, y como si la de Kiera fuese ya una noticia del pasado, comenzó a comentar un artículo que implicaba al alcalde de la ciudad en un posible desvío de fondos de un aparcamiento que se estaba construyendo a orillas del Hudson, para terminar la clase comentando los pormenores de una investigación en la que participaba sobre una nueva droga que se había extendido por los suburbios y que empezaba a causar estragos entre la población con menos recursos de la ciudad. La clase era un batiburrillo de golpes de realidad a la cara. Entrabas a primera hora esperanzada y salías un rato después derrotada y cuestionándote todo. Ahora que lo pienso, cumplía su objetivo.

Antes de terminar la lección y despedirnos hasta la semana siguiente, el profesor Schmoer tenía por costumbre asignarnos un tema en el que indagar durante una semana. La anterior había sido un abuso sexual de un político con su secretaria. Para esa semana, en cambio, se dio la vuelta y escribió en la pizarra: «Tema libre».

—¿Qué significa eso? —preguntó con un grito un alumno de las últimas filas.

—Que pueden investigar ustedes el tema que más les interese del periódico de hoy.

 

 

Aquel tipo de trabajos servía para darnos alas y descubrir qué clase de periodismo de investigación se nos daba mejor: política y corrupción, asuntos sociales, preocupaciones medioambientales o tejemanejes empresariales. Una de las noticias principales versaba sobre un posible vertido tóxico al río Hudson, al aparecer cientos de peces muertos en una zona particular. El asunto era un aprobado fácil y toda la clase, yo incluida, se dio cuenta al instante. Tan solo habría que coger una muestra de agua y analizarla en un laboratorio de la facultad, lo que serviría para determinar qué material químico había cubierto el agua con una manta de peces flotantes. Luego tan solo había que rastrear qué empresas químicas se situaban río arriba que produjesen residuos o productos en los que estuviese presente el mejunje y voilà. Era pan comido.

Al salir de clase Christine Marks, mi antigua compañera de mesa hasta el año anterior y centro de gravedad de los tíos de clase, se aproximó a mí con cara algo seria. Antes éramos buenas amigas, ahora me daba náuseas hablar con ella.

—Miren, ¿te vienes luego a coger una muestra de agua con todos? Está tirado. Los demás están hablando de acercarnos esta tarde al embarcadero doce, llenar unas probetas con el agua y tomarnos unas cervezas. Está hecho. Creo incluso que vienen algunos chicos monos.

—Creo que voy a pasar esta vez.

—¿Otra vez?

—Es que no me apetece. Punto.

Christine frunció el entrecejo, pero luego cambió a su omnipresente cara de pena.

—Miren…, por favor…, creo que ya hace tiempo de…, bueno, de aquello.

Sabía por dónde iría y también que no se atrevería a terminar la frase. Desde el año anterior nos habíamos distanciado mucho, bueno, quizá deba decir que puse distancia entre todo el mundo y yo, y desde entonces prefería estar sola y centrarme en los estudios.

—Esto no tiene nada que ver con lo que pasó. Y, por favor, no hables conmigo como si fuese alguien por quien sentir lástima. Estoy cansada de que todos me miren con esa cara. Estoy bien. Ya.

—Miren… —se lamentó como si yo fuese estúpida. Estoy segura de que también ponía esa voz cuando hablaba con niños—, yo no quería…

—Me da igual, ¿vale? Además, no voy a investigar sobre el vertido. No me interesa en absoluto. Para una de las pocas veces que podemos elegir, prefiero hacer otra cosa.

Christine pareció molestarse, pero no me lo dijo. También era una cobarde.

—¿Entonces?

—Voy a indagar sobre la desaparición de Kiera Templeton.

—¿La niña? ¿Estás segura? En estos casos es muy difícil encontrar nada. La semana que viene no vas a tener material ni nada que se le parezca que poder presentar al profesor Schmoer.

—¿Y qué más da? —respondí—. Así al menos habrá alguien investigando ese caso que no lo haga por dinero. Esa familia se merece que alguien se preocupe por su hija y no para salvar el trasero.

—A nadie le importa esa niña, Miren. Tú misma lo has dicho. Este trabajo es para subir nota, no para bajarla. No desaproveches la oportunidad de puntuar.

—Mejor para ti, ¿no?

—Miren, no seas estúpida.

—Quizá siempre lo he sido —afirmé, intentando zanjar la conversación.

Y ahí podría haber quedado todo. Podría haber sido una investigación fallida de una semana de duración de una estudiante de periodismo sin importancia. Un suspenso de un trabajo parcial sin relevancia en mi evaluación final de PI, como llamábamos a la asignatura, pero el destino quiso que descubriese algo trascendental que cambiaría para siempre el curso y la suerte de la búsqueda de la pequeña Kiera Templeton.