Capítulo 14
27 de noviembre de 2003
Cinco años después de la desaparición de Kiera

Muchas veces la esperanza solo necesita un pequeño clavo ardiente al que agarrarse.

 

Grace, Aaron y Miren esperaron impacientes la llegada del agente Benjamin Miller, el responsable de la investigación en 1998, cuando Kiera desapareció. Llegó dos horas después de que Aaron hubiese llamado varias veces al único teléfono que conservaba para hablar con él y de que una secretaria lo hubiese dejado en espera durante unos minutos para luego cortar la llamada sin comunicarle con nadie mientras sonaba una melodía desesperante. No fue hasta la quinta vez que llamó cuando la secretaria por fin escuchó con atención las palabras que Aaron decía:

—¡Es Kiera! ¡Está viva! Tiene que ponerme con el agente Miller, por favor. ¡Kiera está bien!

—¿Cómo dice?

—¡Kiera Templeton, mi hija, está viva! —repitió, gritando al teléfono.

—Verá…, señor Templeton…, no podemos volver a revisar su caso en estos momentos… No hay nada nuevo y el agente Miller fue muy claro en que no le pasásemos más llamadas hasta que no hubiese pistas adicionales. Cada año nos llama en Acción de Gracias con alguna cosa. Debería buscar ayuda.

—No lo entiende… ¡Kiera está viva! ¡La hemos visto! ¡En vídeo! Nos han enviado una cinta de ella. ¡Está viva!

La secretaria no respondió durante unos segundos y luego añadió un escueto:

—Un segundo, por favor.

Instantes después, una voz grave y entrecortada habló al otro lado.

—¿Señor Templeton? ¿Es usted?

—Agente Miller, gracias a Dios. Tiene que venir. Alguien ha dejado un paquete en casa con una cinta de vídeo. En ella aparece Kiera.

—¿Una nueva grabación de alguna cámara de seguridad? Teníamos varias de los momentos posteriores a su desaparición y ninguna nos llevó a nada en claro.

—No. No es una grabación de la calle. Es en una casa. Y es Kiera. Ahora. Con ocho años. Jugando en una habitación.

—¿Cómo dice?

—Kiera está viva, agente Miller. Nunca murió. ¡Kiera está viva! —gritó Aaron, eufórico.

—¿Está seguro de lo que está diciendo? —dudó.

—Es ella, agente. No me cabe la menor duda.

—¿Su mujer piensa lo mismo? ¿Piensa que es ella?

—Tiene que verla usted mismo.

—Voy de camino. Esperen allí y no la toquen más. Quizá…, quizá haya algo más en ella.

 

 

Durante la espera Grace no paró de sonreír y llorar de felicidad por haber visto a Kiera jugando tranquila en la habitación. Aaron se sentó a la mesa de la cocina, con la mirada perdida, y de vez en cuando dejaba que sus emociones dibujasen su rostro con un llanto feliz. Pero a Miren aquella imagen de Kiera la había dejado sin palabras. Había dedicado tanto tiempo a analizar pistas, a entrevistar a gente y a revisar una y otra vez un expediente policial de más de dos mil folios sin encontrar nada, que aquella simple imagen de la niña jugando parecía haber puesto a prueba su entereza.

En el escaso minuto que duraba la grabación, una crecida Kiera jugaba con una muñeca en una casa de madera, para luego levantarse de donde se encontraba y dejarla sobre la cama. Unos segundos después, y tras haber dudado durante unos instantes, se la veía caminar hacia la puerta y pegar la oreja a ella. Llevaba puesto un vestido naranja con la falda a la altura de las rodillas. La imagen parecía haberse congelado, si no hubiera sido por el segundero, que seguía avanzando. Cuando llegó al segundo treinta y cinco Kiera despegó la oreja de la puerta, como si hubiese sido en vano, y caminó dando brincos hacia la ventana. Luego apartó la cortina de gasa blanca y contempló el exterior de espaldas a la cámara.

Justo en el momento en que el temporizador marcó el segundo cincuenta y siete, Kiera se volvió hacia la cama y, durante un par de fotogramas, miró con rostro inexpresivo a la cámara. Antes de que llegase de nuevo a agarrar la muñeca que había dejado sobre la colcha el reproductor expulsó la cinta y la pantalla volvió a llenarse de una nieve que pronto acabaría por anegar de ruido blanco el mundo de la familia Templeton.

—¿Estáis seguros de que es ella? —preguntó Miren, conocedora de la respuesta. Había visto cientos de fotos de Kiera en distintos álbumes familiares y la verdad era que el parecido era incontestable, a pesar de la diferencia de edad con respecto a cuando desapareció, con tan solo tres años.

—Es Kiera, Miren. ¿No la ves? Mira su cara…, por Dios… Podría reconocer a mi hija aunque pasasen cincuenta años. ¡Es nuestra hija!

—Solo digo que la calidad de la grabación deja mucho que desear. Quizá deberíamos…

—¡Es ella! ¿¡Está claro!? —la interrumpió Grace, molesta.

Miren asintió, como si la cosa no hubiese ido con ella, y se marchó a esperar fuera. Se encendió un cigarrillo y se dio cuenta de que la noche ya se había echado encima. Sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta y llamó a la redacción para excusarse por no volver a tiempo a terminar el artículo en el que estaba trabajando.

Luego se fijó en el resto de casas de la calle y en cómo varias familias estaban colocando cables de luces de Navidad en los tejados de sus casas. Pensó que debía de ser duro para los Templeton ver cómo la Navidad, con su felicidad desmedida y sus reencuentros entre seres queridos, los rodeaba y los cercaba de aquella manera, con miles de bombillas señalando, inconscientemente, el único lugar que no las encendía. En un mundo iluminado una zona sombría es una señal. La casa de los Templeton era la única de la calle que parecía no sumarse a aquel excéntrico dispendio de electricidad y, a simple vista, también era la que menos gastaba en jardineros. El césped estaba seco, con grandes parches de tierra salpicados por todo el jardín. Recordó la primera vez que estuvo en aquella casa, al poco de comenzar a investigar por su cuenta la desaparición de Kiera, y fue el perfecto estado del césped lo primero que llamó su atención. Recordó la sensación de estar en casa de una familia bien acomodada, con un buen coche aparcado en la puerta y un buzón de correos con banderola para rematar la imagen de familia perfecta. Ahora, en cambio, todo aquello no era más que humo, el dolor había conquistado cada rincón de aquella familia, tiñendo de gris no solo la fachada, el jardín y las ventanas, sino las almas de todo el que pisaba el interior de aquellas cuatro paredes.

 

 

Un rato después apareció por el final de la calle un Pontiac gris con las luces encendidas y se bajó del coche un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje, corbata verde y gabardina gris.

—No puedo decir que me alegre de volver a verla —dijo el agente Miller a modo de saludo.

Ella saludó levantando las cejas y tirando la colilla al suelo.

—¿Es serio? —preguntó el agente, antes de entrar.

—Parece que sí —respondió Miren, en tono seco.

Aaron salió a su encuentro y lo saludó.

—Gracias por venir, agente —dijo, con voz desesperada.

—Mi mujer me está esperando con el pavo dentro del horno. Espero que sea importante —dijo Miller, intentando justificar que pensaba estar poco tiempo allí.

Grace se encontraba en la cocina, con los ojos circundados por la piel rojiza de haber llorado. Entraron en la casa y el agente saludó a Grace con un abrazo.

—¿Cómo se encuentra, señora Templeton?

—Tiene que ver la cinta, agente. Es Kiera. Está viva.

—¿Quién le ha dado esa cinta?

—Estaba en el buzón, en ese sobre. —Grace señaló el paquete acolchado que descansaba sobre la mesa, y el agente lo ojeó sin tocarlo, leyendo el número uno pintado a rotulador sobre él.

—¿Lo han manoseado?

Grace asintió y se llevó las manos a la boca.

—¿Dónde está la cinta?

—En el reproductor.

El videocasete sobresalía unos centímetros de la boca del compartimento del reproductor, dejando ver el frontal negro, sobre el que solía colocarse la pegatina con el título. En la pantalla la nieve bailaba y se reflejaba en los ojos de todos.

El agente sacó un bolígrafo de la solapa de su chaqueta y empujó la cinta hacia dentro. Grace se agachó junto al agente y pulsó un botón para rebobinar la cinta. Unos segundos después se escuchó un clac y la pantalla mostró a la Kiera de ocho años de nuevo, inocente, jugando con su muñeca, dejándola en la cama, espiando junto a la puerta, contemplando la ventana. Cuando se volvió hacia la cámara, la imagen se interrumpió y el reproductor expulsó la cinta como si nada hubiese pasado.

—¿Es ella? —inquirió el agente, preocupado—. ¿De verdad la reconocen?

Grace asintió, temblando. Tenía los ojos inundados con varias lágrimas dispuestas a romper la tensión superficial para recorrer una vez más su rostro.

—¿Están seguros?

—Segurísimos. Es Kiera.

El agente lanzó un suspiro y se sentó. Tras debatir consigo mismo durante unos instantes, continuó:

—No puede publicar esto —dijo, en dirección a Miren, que esperaba bajo el arco de la puerta de la cocina—. No puede volver a convertir esto en el circo que fue.

—Tiene mi palabra —respondió ella—. Pero solo si reabre el caso.

—¿Reabrirlo? Aún no sabemos qué tenemos. Es solo una grabación de una niña que…, seamos sinceros, podría ser cualquier niña que se pareciese un poco a su hija.

—¿Está hablando en serio?

—No puedo movilizar recursos por esto, señor Templeton. Es todo muy vago. Una cinta que aparece de la nada cinco años después… Es todo tan rocambolesco que no me lo van a aprobar en la oficina del FBI. ¿Sabe cuántos niños desaparecen al año? ¿Sabe cuántos casos tenemos abiertos?

—Agente Miller, ¿qué haría si fuese su hija? Dígame, ¿qué haría? —protestó Aaron alzando la voz—. Dígamelo. Si a su hija con tres años se la llevase algún malnacido y años después recibiese un vídeo de ella por su cumpleaños en el que sale jugando como si nada hubiese pasado, ¿cómo se sentiría? ¿Que le arrebatasen lo que más quiere del mundo y, años después, le restregasen lo bien que está sin usted?

El agente Miller no pudo responder.

—Solo tenemos esa grabación y su palabra de que creen que es su hija. Me costará horrores convencer a mis superiores. No puedo prometer nada.

—Es Kiera…, agente —dijo Miren—. Usted sabe perfectamente que lo es.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Porque cuando me levanto por la mañana, su rostro es lo primero que veo.