Capítulo 25
1998

Solo se comprende la fragilidad de un castillo de naipes cuando alguien roza una de las cartas.

 

El rostro de la ginecóloga estaba demasiado serio, con el entrecejo fruncido como nunca lo había hecho en ninguna de las consultas anteriores, y soltó un suspiro antes de armarse de valor para hablar. Aaron sujetaba con firmeza la mano de su esposa, mientras ella ponía gestos de molestia ante los continuos empujones del ecógrafo que se deslizaba con inquina para encontrar la posición adecuada.

—¿Qué ocurre? ¿Está bien Michael? —preguntó Grace, con gesto de dolor ante un nuevo movimiento de la ginecóloga, que buscaba con más ahínco.

La doctora Allice había atendido a Grace durante el embarazo de Kiera. Era dulce y cálida y desde la primera consulta parecía dirigirse a las dos, madre y bebé, haciendo bromas a ambas como si el pequeño embrión que crecía en el vientre pudiese escuchar sus chistes. Aaron estaba tenso. Desde que Grace le había comentado la falta de sensaciones con Michael se había puesto alerta, ya que lo normal en ella era sentir de manera continua un ligero burbujeo en el vientre, como si estuviesen explotando palomitas, fruto de las diminutas patadas de un feto de apenas unos centímetros.

—Quizá son los nervios por lo de Kiera, que hace que Michael se relaje. Seguro que él también está pensando en su hermana y por eso no se muestra tan activo como siempre —le dijo Aaron en cuanto supo la noticia.

Pero conforme pasaban los eternos segundos en los que la doctora Allice no sonreía ni hacía bromas sobre cuánto había crecido el sinvergüenza de Michael o la posición que había tomado en el vientre, o lo tímido o extrovertido que era, ambos supieron que algo no andaba bien.

Tras varios minutos en silencio, la doctora Allice apagó el ecógrafo y miró a los padres sabedora de que lo que estaba a punto de decir era la puntilla para ellos.

—Nunca es fácil decir esto… pero… deben saber que el feto no ha salido adelante. No tiene pulso y creo que dejó de crecer hace más o menos tres o cuatro días, a juzgar por el tamaño del fémur y la circunferencia del cráneo.

Grace soltó la mano de Aaron y se llevó las manos a la cara.

—No…, no…, por favor, Allice, no…, tiene que ser un error. Michael está bien. Yo sé que está bien.

—Grace…, escúchame —respondió la doctora, en tono serio—. Sé que es difícil entenderlo ahora, pero no te preocupes. Eres fértil, puedes tener más hijos. Esto ocurre mucho más de lo que se cuenta y no pasa nada.

—Pero… estaba todo bien hace dos semanas. No puede ser. ¿Qué ha sucedido? —lloró Aaron, que intentaba buscar respuestas imposibles.

—No sabría deciros. Hay miles de motivos. Sé que estos días están siendo muy complicados para vosotros. Es mejor no pensar en ello y centrarse en lo que importa. Esto no quiere decir nada.

Aaron se dio cuenta de que la doctora no había llamado a Michael por su nombre.

Grace no había escuchado nada de lo que habían hablado Aaron y la doctora, porque su mente se había transportado al momento en que se hicieron el test de embarazo una noche pensando en que su falta de menstruación debía de ser un error. Pero tras ver las dos líneas en la prueba, que marcaban un claro positivo, aquella sensación de incertidumbre se había convertido en una felicidad casi instantánea ante la idea de formar una familia de cuatro. De la euforia de saber que esperaban un hermano para Kiera pasaron al miedo por no ser capaces de gestionar la situación, luego a la incertidumbre económica por si podrían asumir los gastos de otro hijo y, finalmente, tras comprobar Grace que seguía guardando en lugar seguro los pijamas y bodis de cuando Kiera era bebé, a una sensación de amor y unión que jamás habían sentido. Grace recordó también cómo visitaron a Kiera, que dormía en su cama blanca, y le dieron un beso y la arroparon y le susurraron entre sueños que nunca estaría sola.

Pero aquellos recuerdos no hacían más que alejarla del drama que vivía, en el que toda la alegría se había evaporado en el mismo instante en que Santa Claus pasó con su carroza por delante, las majorettes bailaban y desfilaban con alegría bajo la lluvia y unos globos blancos se perdían para siempre en el cielo.

La doctora siguió hablando, explicando el procedimiento a partir de ese momento, pero Grace solo se limitaba a asentir y a responder desde la lejanía de los pensamientos felices ya inalcanzables que le brotaban de los ojos en forma de lágrimas.

Un rato después, Grace y Aaron esperaban sentados en unas incómodas sillas de plástico, mientras se preparaba el quirófano para extraerle al feto, según la ginecóloga, o a Michael, como seguían llamándolo ellos dos. La cabeza de Grace descansaba sobre el hombro de Aaron con los ojos cerrados y él miraba al frente, desolado, con la vista perdida en un punto lejano que terminaba en la unión de dos baldosas de la pared del pasillo: una blanca, como aquellos globos que se perdían en la distancia; otra gris, como el reflejo del futuro que esperaba a aquella futura familia de cuatro convertida en pareja triste de dos.

Ambos levantaron la vista para ver a la doctora Allice volver mirando al suelo y vestida con su bata blanca.

—¿Me acompañas, Grace? Ya está todo listo —preguntó la doctora en el tono más cálido en el que pudo pronunciar aquellas palabras.

Aaron se levantó junto a su esposa y se despidió de ella con un beso en la frente.

—Será rápido. No te preocupes, Aaron. Puedes esperar aquí. Dentro de unos meses esto quedará en un mal recuerdo y podréis intentarlo de nuevo. Conozco a parejas que llevan muchos intentos y que han sufrido hasta ocho abortos. Es más común de lo que imagináis.

Aaron asintió e intentó desanudar la bola de tristeza que sentía en las cuerdas vocales. No tenía fuerzas para pronunciar palabra y el suave «Te veo luego, cariño» se deslizó con tal debilidad que su mujer lo oyó como un jadeo. Grace soltó la mano de su marido y sintió cómo sus dedos se separaban con más facilidad de lo que nunca lo habían hecho.

Conforme Grace y la doctora se alejaban por el pasillo, Aaron contempló a su mujer caminar con tristeza, como si los pasos que daba fuesen a hacer que el suelo se resquebrajara, y, mientras la veía marchar, comprendió que aquella iba a ser la última vez que sentiría cómo el cariño de su mujer se le escapaba entre la punta de los dedos.