Capítulo 15
Miren Triggs
1998

La verdad es más esquiva que el engaño, pero golpea más fuerte cuando bajas la guardia.

 

La mañana siguiente sonó el despertador más temprano de lo que mi cuerpo necesitaba. Me había acostado tarde revisando los archivos que me había enviado el profesor Schmoer e intenté desayunar un café con vainilla que me había comprado en un Starbucks. Después fui a una tienda de móviles y pagué con tarjeta un Nokia 5110 de color negro, que parecía ser el que se llevaba todo el mundo, con una oferta que incluía cincuenta mensajes y sesenta minutos de llamadas gratis. Luego caminé hacia los juzgados bajo el sol radiante de la ciudad. Hacía un día espléndido y, al entrar, un amable policía me invitó a dejar mi nuevo teléfono en una bandeja en la entrada para poder acceder al edificio.

—No se permiten móviles aquí dentro —dijo, haciendo que mi nuevo punto de contacto con el mundo hubiese tardado solo quince minutos en alejarse de mí.

—¿Tienen ya preparado el expediente que solicité hace unas semanas? —le pregunté a la secretaria judicial, que se maldijo en cuanto me vio. Era una mujer afroamericana de unos cuarenta años con un gran parecido a la madre de Steve Urkel en Cosas de casa.

—¿Usted otra vez?

—Es un derecho, ¿sabe? La ley Megan obliga a las administraciones a hacer pública la lista de agresores sexuales del Estado, con información sobre la dirección y una foto actualizada.

—Aún no tenemos montada la página web. Ya sabe. Internet. Esa cosa de la que todo el mundo habla.

—Eso mismo me dijo hace dos semanas. No puede negarme mis derechos. Es una ley federal, ¿sabe eso?

—Estamos trabajando en ello. Se lo prometo. Es solo que son muchos expedientes.

—¿Tantos hay?

—Ni se imagina —dijo, haciendo aspavientos con la mano.

—¿Podría echarle un ojo yo en persona?

—¿A los archivos de agresores sexuales? Ni en broma.

—¿Qué parte no entiende de que esos datos tienen que ser públicos?

—Bueno, está bien. Déjeme consultarlo —aceptó finalmente—. Espere aquí, por favor.

La secretaria judicial se marchó por un pasillo y volvió un rato después, mientras yo aproveché para volver a la entrada a por el teléfono y llamar a mi madre con él para que apuntase mi número. No me contestó, así que lo dejé de nuevo allí y volví a donde estaba la secretaria.

—¿Señorita? Acompáñeme, por favor. La llevaré a los archivos.

La seguí durante unos minutos, hasta que bajamos al sótano de los juzgados, donde un señor con corbata y camisa de manga corta que leía el periódico nos recibió como si le pillase por sorpresa tener visita allí abajo.

—Buenas, Paul. ¿Qué tal la mañana? Te traigo a una chica que, bueno…, viene por la ley Megan.

—¿Delincuentes sexuales? Estamos hasta arriba con eso. Vamos digitalizando el archivo pero… son treinta años de delitos sexuales los que entran. Es un curro de mil pares de narices.

Levanté la mano y acompañé el gesto con una sonrisa falsa.

—Pues a ver…, firma aquí y aquí —dijo—. Es un documento que alega que no usarás la información que recopiles para molestar, perseguir ni tomarte la justicia por tu mano, y que si lo haces te enfrentas a las penas pertinentes.

—Claro —respondí—. Cómo no. Aunque sean malos tienen derechos, ¿no?

Paul me guio por un largo pasillo de azulejos amarillos iluminado por fluorescentes y se paró frente a una puerta.

—Esta sección de aquí es todo lo que estamos digitalizando. Desde agresores de nivel uno al tres —dijo, antes de abrir la puerta y mostrar un laberinto gigantesco de estanterías metálicas llenas de cajas de cartón—. En internet habrá un poco menos de información, pero es con lo que estamos trabajando ahora mismo —continuó—. Quizá en un par de años consigamos tenerlo todo listo y resumido, pero…, bueno, se acerca la Navidad y… ¿quién quiere ponerse a picar expedientes en una pantalla?

—¿Todo esto? Estás de broma, ¿no?

Negó con la cabeza mientras apretaba los labios.

—En esas tres estanterías se encuentran expedientes desde la década de los setenta hasta principios de los ochenta. Y, bueno, las otras dos avanzan en tramos de cinco. Como ves, es todo muy intuitivo. Las cajas con las pegatinas amarillas contienen los de nivel tres, los más peligrosos. Violadores, asesinos, pedófilos reincidentes. El resto…, acosadores y abusadores de menor nivel.

Tragué saliva.

Hacía un par de años que tuvo lugar la violación y asesinato de Megan Hanka, una niña de ocho años, a manos de su vecino, un pedófilo reincidente. Los padres de Megan alegaron que si hubiesen sabido que su vecino era un agresor sexual infantil peligroso, no la habrían dejado jugar sola en las inmediaciones de su casa. El caso fue un auténtico shock para el país, que no tardó en aprobar, no sin controversia, una ley federal que obligaba a las autoridades a hacer pública la lista de agresores sexuales en libertad, con fotografías, domicilios actualizados y perfil de víctimas, con el objetivo de informar a la población si algún conciudadano era un agresor sexual en potencia. Se trataba de saber a quién tenías a las puertas de tu casa. Pero en Nueva York la implantación de la ley aún se hallaba en pañales y ese registro público y fácilmente accesible todavía tardaría un tiempo en funcionar de verdad; en su lugar tenía aquella sala, llena de expedientes, en los que perderse durante horas.

—Si necesitas algo más, no dudes en decírmelo. Estaré en la mesa de la entrada.

Paul cerró la puerta y me dejó allí sola, rodeada de aquellas cajas con olor a violencia sexual.

Agarré la primera caja y me sorprendí por cuánto pesaba. En ella podía haber a ojo más de doscientas carpetillas de cartón amarillo. Saqué el primer expediente y sentí náuseas al instante. La foto de la esquina superior era la de un hombre blanco de unos sesenta años con la mirada perdida y barba de tres días. La ficha consistía en un simple folio formateado con huecos rellenos a mano. Mis ojos se posaron de inmediato en la casilla titulada «Condenado por»: abuso sexual a menor de seis años.

Cerré el expediente y pasé al siguiente. No era lo que buscaba y preferí no recrearme en lo que le haría a ese hijo de puta. Durante varias horas pasé de un archivo a otro, revisando las fotografías y leyendo lo que me encontraba. El país estaba podrido. Bueno, los hombres estaban podridos. En casi quinientos expedientes tan solo me había topado con seis mujeres. No niego que lo que habían hecho esas seis mujeres me repugnaba igual que las atrocidades cometidas por hombres, pero resultaba evidente que las agresiones sexuales eran cosa de ellos. Algunos acumulaban un creciente historial de fechorías: un tocamiento, un abuso, una violación, una violación y asesinato. Otros exhibían una conducta repetitiva que parecía patológica: fijación enfermiza por un tipo de chica concreto, con un pelo de unas determinadas características, siempre de la misma altura y del mismo rango de edad, agravándose con el paso de los años, tras la puesta en libertad por los primeros delitos cometidos veinte o treinta años antes. Pero los que más me chocaban, y se trataba de la mayoría, eran aquellos en los que agresor y víctima pertenecían a la misma familia. En los expedientes se detallaba el perfil victimológico de los abusadores y no era raro leer entre las descripciones que se trataba de un «familiar de grado uno o dos» .

—Hijos de puta —dije en voz alta.

Salí a preguntarle a Paul hasta qué hora me podía quedar. La tarea que tenía por delante me iba a llevar mucho más tiempo del que estimé, y me respondió que podía quedarme allí sin problema hasta las seis de la tarde. Decidí comer algo en las inmediaciones del juzgado para luego volver y, mientras esperaba la comida llamé con mi flamante nuevo móvil al segundo y último teléfono que conocía:

—¿Quién es? —respondió el profesor Schmoer al otro lado.

—¿Profesor? ¿Me oyes? Soy Miren.

—Miren. ¿Pudiste ver lo que te envié?

—Sí…, bueno, no todo lo que había. Pero…, gracias.

—Creo que cuantos más ojos haya en esto… mejor. Y pienso que los tuyos serán de los mejores. Sé que eres distinta. Quizá aún no haya acabado este asunto.

—Gracias, profesor. ¿Acabar?

—¿Desde dónde me llamas? Te escucho regular.

—Desde mi nuevo móvil.

—Pues se escucha fatal.

—Genial. Me ha costado más de doscientos dólares. Me gusta tirar el dinero.

Hizo una pausa, serio.

—Supongo que me llamas por la noticia.

—No he visto el periódico aún. ¿Habéis publicado la llamada a emergencias?

—Sí… pero nadie la ha leído.

—¿Cómo?

—Que…, que nadie la ha leído. La llamada da igual, Miren. A nadie le interesa ya —dijo el profesor con el ruido de los coches de fondo. Debía de estar en la calle—. Es cosa del pasado. El Press…, bueno, perdona, ¿no te has enterado? ¿En qué mundo vives?

—Estoy en los juzgados con un asunto personal —respondí, intentando excusarme.

—¿Qué asunto personal? ¿Tienes algún juicio? ¿Han cogido a algún culpable de…, bueno, de aquello? Podrías haberme avisado, sabes que te habría acompañado.

—No, no. Estoy buscando en los archivos por mi cuenta.

El profesor suspiró y luego añadió, en una especie de lamento:

—Está bien… Si necesitas ayuda con eso, dímelo, ¿vale, Miren?

—De acuerdo. De momento voy bien, de verdad —mentí.

—Bueno. ¿En serio no te has enterado?

—¿De qué?

—Mira el Press de hoy. Es increíble. No sé cómo lo hacen, pero…

—¿Qué ocurre?

Estaba inquieta. Aquel secretismo me estaba matando.

—Lee la portada del Press y luego me llamas —colgó.

—¿Qué ha pasado? —inquirí, justo antes de darme cuenta de que ya no estaba al otro lado.

 

 

Le pregunté al camarero si tenía un ejemplar del Manhattan Press de ese día, pero me dijo que no. Antes de dejar el teléfono en la mesa volví a llamar a mis padres, pero no me respondió nadie. ¿A qué se referiría el profesor Schmoer?

Esperé la comida, unos espaguetis carbonara que solo costaban siete dólares y noventa y cinco centavos con el refresco incluido, y me dispuse a comer con prisa para salir a comprar rápido el periódico. El restaurante era un antro cutre con las paredes llenas de espejos, cuyos principales clientes eran los delincuentes y sus familiares que pasaban la mañana en el juzgado. Miré a la pared junto a la que estaba sentada y vi el rostro de Kiera en el reflejo de la televisión. Volví la vista al otro lado, pero no conseguí identificar dónde estaba la pantalla real en aquel laberinto de espejos.

—¿Puede subir el volumen? —pregunté al camarero.

Tras unos segundos el rostro de Kiera desapareció y lo sustituyó el de un hombre serio, blanco, de unos cincuenta años y con canas, de quien no sabía nada hasta ese momento, pero en el titular que acompañaba la imagen y que recorría la pantalla de derecha a izquierda pude leer: DETENIDO PRINCIPAL SOSPECHOSO.

Cuando por fin el camarero subió el volumen, escuché a la presentadora terminar la frase que estaba pronunciando, para justo después pasar a otro tema.

«… casado y con dos hijos, es el principal sospechoso del secuestro de la pequeña y dulce Kiera Templeton, y ya ha sido detenido y puesto a disposición judicial».