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—¡Un céntimo por tus pensamientos!
—¿Perdona?
—Estás muy callada desde que os encontré en el mercado… Casi no has abierto la boca en todo el trayecto. ¿Hay algo que te preocupe?
La joven deja la cesta de la compra encima de la mesa de la cocina y se encoge de hombros.
—No más de lo normal.
Déborah es una mujer misteriosa cuyo caparazón es difícil de perforar. Sacha no sabe si siempre fue así o si es una especie de reacción frente a todo por lo que ha pasado. ¿Acaso no está reprimiendo completamente su trauma? Desde que el comandante salió del hospital, Déborah apenas ha mencionado a Nicolas, como si nada de todo esto fuera real, como si nunca hubiera existido. Cuando se decide a hablar de eso lo hace sólo esporádicamente, de manera intermitente, y rememora siempre los mismos recuerdos, los cuenta sistemáticamente de la misma manera, palabra por palabra, como una fórmula mágica que conjuraría la suerte…
—¡Por cierto! Me crucé a tu vecina por el camino… —prosigue él.
—Oh, ¿tú también? Mala suerte.
—¿Por qué dices eso? Te aprecia mucho, ¿sabes?…
—Se interesa por mí porque le da pereza abrir una novela policíaca. La distraigo de su rutina, fin de la historia.
—No creo que ésa sea la única razón. Se siente culpable por el papel que desempeñó en la investigación y creo que te tiene verdadero cariño. Tal vez deberías darle una segunda oportunidad, tratar de ser su amiga.
Sacha debe reincorporarse al trabajo al día siguiente, y saber que Déborah no está sola lo tranquilizaría, incluso aunque esté bajo estrecha vigilancia.
—No necesito a una amiga. Te tengo a ti y tengo a Emma. Con eso me basta para ser feliz.
¿Se da cuenta Déborah de la carga que eso representa para él cuando apenas se conocen? Que a uno lo amen de una forma tan absoluta es, desde luego, un regalo inestimable, pero también es una responsabilidad difícil de asumir. ¿Cómo soportar ser la única fuente de cariño y distracción de alguien? Sacha no puede dedicarle todo su tiempo ni entregarse al nivel que ella le pide. Como tampoco desea animarla a que se encierre aún más en sí misma. El policía se acuerda de hasta qué punto David parecía haberla aislado del resto del mundo. ¿Es acaso una reminiscencia de esa relación o bien sería ella la que se dejó aislar por un David cuya exclusividad la tranquilizaba, a su pesar?
—No estaré tan presente cuando me haya reincorporado al trabajo y…
Una llamada telefónica interrumpe al comandante. Es el capitán Fialaix.
—Gracias por llamarme —responde Sacha—. Sí… Ah, muy bien, ¿puedes decirme algo más de eso? ¡Genial! ¡Al fin vamos a poder avanzar! Por cierto, yo también tengo algo para ti. Acabo de enterarme de que han puesto en cuarentena la casa de un vecino de Déborah Pennac… Me lo dijo Frederika Migneault… Sí… La pudrición, como por casualidad…
Intrigada, Déborah se acerca a su amante y lo interroga con la mirada.
—Sí —continúa Sacha—. Lo detectaron demasiado tarde, no tiene remedio. El propietario se llama François Geay, es veterinario. ¿Puedes hacer una búsqueda sobre él y llamar al laboratorio para verificar si es la misma cepa que la de la casa de Violette Moreau? Por mi parte les daré un toque: aún no he recibido los resultados del análisis de los hongos encontrados en la casa de Déborah Pennac. Gracias. Hasta mañana.
Apenas ha colgado, la joven le salta literalmente encima.
—¡Pero qué pinta toda esta historia de los hongos! ¿No tienes nada más urgente que resolver, sabiendo que Nicolas sigue por ahí fuera?
—Precisamente forma parte de mi investigación. Me inquieta la coincidencia. ¿Conoces a este François Geay?
La joven baja los ojos visiblemente turbada. ¿Sería la persona con la que Nicolas sacó el cuerpo de David de la casa bretona?, se pregunta Mendel.
—Lo ayudé a decorar su casa hará unos dos o tres años. Se mostró agradable, sin más. Pero ¿parecía que ibas a decir que tenías alguna novedad sobre la investigación?
—Es posible.
—¿El qué?
—No puedo hablarte de eso.
—¡Soy la primera afectada, me parece a mí!
La joven ha gritado. Por mucho que quiera que exteriorice sus emociones, a Sacha le cuesta aguantar sus estallidos, como si hubiera agotado toda su paciencia con Marion y no soportara nada en Déborah que le recordase a su mujer. Probablemente sea injusto para ella, que tanto ha sufrido y que constantemente se domina. Pero aunque está dispuesto a verla derramar lágrimas, no le concede la posibilidad de enfurecerse, de que exhiba ese aire duro y salvaje que le sorprendió al día siguiente de su primera noche juntos.
—Y yo soy quien debe plantear las preguntas en este asunto, Déborah. Confía en mí, hago todo lo posible para mantenerte fuera de peligro… De hecho, discúlpame, debo hacer una llamada.
Sacha se aísla un momento en el jardín con el fin de pedir cuentas a los del laboratorio, que todavía no ha analizado sus muestras, pero también para liberar un poco de presión. Entiende que Déborah necesite saber cómo va la búsqueda, pero ya está traicionando el código deontológico acostándose con ella y no puede darle más información sobre la investigación. La joven desconoce hasta qué punto está ya en el punto de mira por la muerte de Petitjean, y mientras ese asunto no esté cerrado oficialmente, deberá ser extremadamente prudente. Bueno, eso es lo que se dice para tener la conciencia tranquila.
Sin ni siquiera prestar atención, Sacha se enciende otro cigarrillo con el que está a punto de terminar. Más dependiente que él, imposible. ¿Quizá debería probar los famosos cigarrillos electrónicos que comercializa Strano? Para ello, evidentemente debería querer dejarlo de verdad… Cuando su móvil empieza a sonar y ve precisamente el nombre de su enemigo en la pantalla, Sacha piensa que esto ya es una conexión casi sobrenatural.
—Justo estaba pensando en ti —responde él de inmediato.
—¡Me congratula saber que tienes sanos pensamientos! —bromea el traficante.
—¿Para qué me llamas?
—Para desearte una excelente reincorporación. Me encanta saber que estás mejor.
—¿Y qué más?
—¡Claro que sí! ¡La salud de mis hombres me importa mucho!
—No soy uno de ellos.
—Lo eres, pero todavía no lo sabes. ¿Estás en casa de la hermosa Déborah?
—¿Qué coño te importa?
—Eso me inquieta…
—¿Porque estás celoso?
—Ella no es lo que parece… Recuerdo haber coincidido ya con ella…
—La primera vez fue en el Quai des Orfèvres y no hiciste más que cruzártela.
—Yo ya la conocía, era…
—No me interesa.
Sacha cuelga.
Cuando Mendel vuelve a la casa, algo lo alerta inmediatamente. Quizá sea la paz que reina en contraste con la crepitación del aceite caliente que salta en la olla de hierro colado donde Déborah ha puesto el pollo a sofreír, o su voz, el tono que emplea, una curiosa mezcla de frialdad y alegría… Pero ¿con quién habla? El comandante se acerca despacio a la cocina, pero no logra interpretar inmediatamente lo que ve. Asiste a una escena muy singular, cuyo diálogo parece sacado directamente de una película de terror o de un documental médico.
Sentada en el borde del fregadero, Emma parece aterrorizada. Sus piernecitas permanecen inmóviles, por encima del suelo, y tiende una mano temblorosa hacia Déborah. Sus ojos están rojos y llenos de lágrimas, aunque se muerda los labios para no echarse a llorar. A su lado, con una mano sobre el grifo cerrado, Déborah está extrañamente tranquila.
—Ves, esta fea ampolla sobre tu piel te ha salido porque tienes una quemadura de segundo grado.
La joven habla con una indiferencia que podría hacer pensar que está recitando la lección a la pequeña. Pero, en realidad, le está «dando» una lección. Una lección de lo más amarga. Estupefacto, Sacha aguza el oído…
—¿Esto te duele? —pregunta la joven.
Con cara compungida, la niña asiente con la cabeza. Se nota que no podrá contener las lágrimas mucho más tiempo.
—Es lógico. La quemadura se extiende. ¿Comprendes por qué no tienes que acercarte al aceite hirviendo?
La niña mueve la cabeza en señal de que sí. Déborah parece satisfecha.
—Bien.
Finalmente abre el grifo y le coge la mano. La niña comienza a llorar al mismo tiempo que el agua comienza a correr sobre su herida.
—No hagas tantos pucheros —la conmina su tía, irritada.
Irritado, Sacha chasquea la lengua. La chiquilla deja inmediatamente de llorar y vuelve la cabeza hacia él, mientras Déborah enjuaga apresuradamente una cuchara que se había quedado en el fregadero, como si la hubiera pillado in fraganti. Algo en esta escena lo ha incomodado profundamente. ¿Por qué sonreía así Déborah? ¿Es porque cree haber enseñado eficazmente a la niña a ser prudente —de una manera muy curiosa— , o porque ha empezado a detestar a la hija de su verdugo sin darse cuenta, hasta el punto de haberla quemado intencionadamente? ¡No, qué chorrada! Incluso tras el calvario que vivió la joven, a Sacha le cuesta imaginar que tome represalias contra la niña. A menos que Déborah esté más afectada por el secuestro de lo que él pensaba… Las palabras de Strano retornan como un bumerán a la memoria del comandante: ¿qué quería decir con «Ella no es lo que parece»? Sacha sabe que no hay más que una forma de saberlo.