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Sacha no logra sacarse las imágenes de su memoria. Lo atormentan noche y día, lo torturan, no lo dejan ni a sol ni a sombra. Es como una idea fija, como una semilla mórbida que no podía esperar nada mejor que germinar en su mente, ya destrozada por la culpabilidad y minada por el remordimiento. Todo se mezcla en su cabeza, los últimos espasmos de Amélie, la joven estudiante, y los escalofríos de Déborah cuando la encontró, sus dos cuerpos endebles, extenuados, agonizantes, tan ligeros como sus almas magulladas y sus vidas, que se le escurrían entre los dedos, en sus brazos, pese a su rebeldía y sus gritos. ¿Por qué la historia se debe repetir siempre? ¿Quién es el guionista de esta tenebrosa historia? Si lo tuviera en sus manos, Sacha lo amenazaría, le daría una paliza, le suplicaría de rodillas que detuviese el dolor, que evitase la muerte y el horror, que le permitiese acceder a su parte de belleza, la que debería prometérsele a cualquier hombre, ésa sin la cual terminamos negándonos a pasar las páginas…
Para regresar a la casa, primero hubo que esperar a recuperar el cuerpo de David Pennac, desparramado por la carretera. El deportivo, que iba a toda velocidad, apenas frenó un poco cuando su conductora avistó al suicida. Pennac fue arrollado a la altura de las pantorrillas, y después de haber chocado contra el capó y el parabrisas con un ruido sordo, fue propulsado por los aires, para terminar su carrera varias decenas de metros más lejos, mientras el coche lograba detenerse sin causar más daños. El cuerpo de Pennac había continuado deslizándose sobre el asfalto durante algunos segundos, de modo que la piel fue arrancada en casi un tercio del cuerpo. A consecuencia del traumatismo craneoencefálico y de las violentas abrasiones sufridas, su rostro despellejado no era más que una masa informe y sanguinolenta, sin nariz ni orejas. El vehículo le había arrancado uno de los brazos y yacía en la cuneta, a varios metros de allí. David Pennac había muerto en el acto. Sin confesar su culpabilidad ni su móvil, y, sobre todo, sin revelar lo que le había hecho a Déborah. Había muerto aferrando el dedo de la joven en la mano, contraída sobre un trofeo tan mórbido que Sacha lamentaba no poder matarlo una segunda vez.
Cuando finalmente el comandante pudo regresar a la casa, y a pesar de las protestas de sus colegas, que le aseguraban haberla registrado ya de arriba abajo, Sacha no pudo aceptar abandonarla así, sin haber comprobado por sí mismo que Déborah no estaba allí. Hizo traer los perros, que no olieron nada, buscó un indicio, cualquiera, hasta el más débil, en todos los rincones, en cada cajón, en el jarrón de flores más pequeño. Estaba a punto de tirar la toalla cuando Mallet oyó unos ruidos extraños. Si hubiera estado solo en esa casa, Sacha habría dejado morir a las dos prisioneras. Tras años escuchando música a todo volumen en los cascos, su capacidad auditiva había disminuido ligeramente, lo suficiente como para no percibir esos sonidos de baja frecuencia.
—¿Lo oye? —preguntó el capitán.
—¿El qué?
—Como una especie de silbido de hervidor… Un sonido agudo…
Mendel pidió silencio de inmediato y aguzó el oído, en vano. Guiado por su sola convicción de haber detectado algo importante, Antoine Mallet se remontó al origen del ruido, a tientas, titubeando a veces, volviendo sobre sus pasos, para terminar dirigiéndose a la habitación que servía para almacenar muebles dispares. Entonces, se detuvo unos segundos para asegurarse de que sus sentidos no lo engañaban.
—¡Esto viene de detrás del mueble!
Moreau tiró de un pequeño armario hacia él y descubrió una abertura en la pared que desembocaba inmediatamente en una escalera que llevaba al sótano.
—¿Un sótano? —se asombró Mendel.
La elección del emplazamiento era sorprendente. ¿Tal vez había sido construido en tiempos de guerra, para escapar del enemigo? Al final de la quincena de escalones, había una puerta metálica. Detrás, alguien soplaba un instrumento de viento. Tal vez una flauta. Sacha lo oía con nitidez ahora. Se precipitó hacia la puerta, que no tenía picatorte, y gritó.
—¿Hay alguien ahí?
El sonido se paró de golpe y se produjo un silencio mortal. Sacha escrutaba la puerta, buscando una forma de abrirla rápidamente. Imposible tirarla abajo.
—Llame a los bomberos, pídales ayuda. Necesitamos un soplete, un ariete, lo que sea, me da igual. ¡Pero quiero que abramos esta puta puerta!
El comandante pegó la oreja contra el tabique, al acecho del menor sonido.
—¿Hay alguien ahí? —repitió.
Lo sobresaltó un golpe contra la puerta. Luego el silencio. De nuevo un golpe. Otra vez el silencio. Golpes efectuados a la altura de los muslos, por una persona en el suelo o bien…
—¿Emma? ¿Eres tú, cielo?
Pero sólo hubo un tercer golpe por toda respuesta.
Cuando por fin consiguieron forzar la puerta, descubrieron a la niña aterrorizada y con la ropa manchada de excrementos. Un bombero la cogió en brazos para llevarla lejos de ese infierno. Al fondo de la sala, esposada a un radiador, yacía Déborah, inconsciente. La primera cosa que llamó la atención del comandante no fue su venda manchada de sangre, sino su delgadez. Déborah debía de haber perdido unos diez kilos. Esto le daba un aspecto casi irreal, con su piel más diáfana que nunca y una respiración tan débil que, por un momento, creyó que estaba muerta. La joven estaba ardiendo: su herida debía de haber comenzado a infectarse. Sin embargo, logró abrir los ojos y clavó sus pupilas doradas en los ojos del comandante como un náufrago que se agarra a una cuerda que se le lanza.
—Ha venido…
—Aquí estoy… Está a salvo.
—¿Lo he logrado?
—Sí.
—Emma…
—Ella también está fuera de peligro. Ha sido ella quien la ha salvado, estaba tocando la flauta para que se la oyera…
—Le había dicho que lo hiciera…
—Vamos a sacarla de aquí, ¿de acuerdo?
—¿Dónde está David?
Sacha dudó un momento acerca de revelarle la verdad, pero le resultaba imposible mentir a esos ojos.
—Está muerto.
Pareció aliviada y cerró los ojos un instante. Su cabeza se cayó hacia atrás y de nuevo perdió el conocimiento.
—¡Rápido! ¡Necesito ayuda! ¡Daos prisa! —gritó, aterrorizado.
Los enfermeros de la ambulancia llegaron con una camilla y pusieron en ella a la debilitada joven. Recobró el conocimiento en la escalera.
—¿Comandante?
—Estoy aquí.
—Nicolas… ¿Dónde está Nicolas? ¿Lo ha capturado?
—Aún no.
La joven jadeó, presa de una crisis de pánico.
—¡Hay que detenerlo, tiene que hacerlo!
—Sí, lo estamos buscando activamente. Pero por el momento usted está a salvo.
—No, no comprende…
—¿Qué?
La joven parecía de nuevo perder el conocimiento…
—¡Déborah! ¿Qué es lo que no comprendo?
La joven alzó el brazo hacia el comandante, en un gesto que habría podido ser una caricia sobre la mejilla, antes de dejarlo caer con pesadez, visiblemente agotada.
—Él dijo que volvería para buscarnos…
Ella se desmayó de nuevo. Su brazo se balanceó lentamente fuera de la camilla y se le soltó la venda, descubriendo, bajo la mirada horrorizada de Sacha Mendel, el muñón infectado.
Déborah se recuperará de su herida. Aunque llegó muy desnutrida al hospital, los médicos son optimistas en cuanto a su recuperación. Pese a todo, Sacha no puede evitar culparse y, sobre todo, superponer la imagen de su maltratado cuerpo sobre el de Amélie, moribunda. Las palabras de Marion vuelven constantemente a su memoria. ¿Déborah también pagó las consecuencias de sus consejos y de su manía de querer controlarlo todo? ¿La privó, como a otros, del libre albedrío que habría podido evitar que cayera en esta trampa? Sabe que planteárselo no sirve de nada, máxime cuando no piensa dejar de velar por Déborah. Si tiene la oportunidad de enmendar sus errores pasados, de redimirse un poco protegiéndola de Nicolas Pennac, entonces lo hará, a riesgo de vigilarla muy de cerca, de asfixiarla o de irritarla hasta el punto en que ella lo rechace. Incluso si, en su fuero interno, no está seguro de que pudiera soportarlo…
Fue a buscar a la pequeña Emma, que pasó una noche en observación en el hospital. La niña está en mejor estado que su tía. Visiblemente no sufrió ninguna privación de alimento y no presenta secuelas físicas de su encierro. En cambio, no ha abierto la boca desde que la encontraron. Los psicólogos hablan de un bloqueo. Ella decidirá cuándo será el mejor momento para expresarse, lo que podría suceder dentro de unos días o dentro de varios años…
Como la víspera en Bretaña, en París el tiempo es tormentoso. Está tan oscuro fuera que ni siquiera la luz de los neones consigue abrirse paso en la habitación del hospital. Déborah está en la cama, con la mirada perdida. Su bandeja de comida está intacta, como solía estarlo en su infancia, durante sus estancias posoperatorias. Era un tipo de superstición. De niña, pensaba que si lograba prescindir de la comida, demostraría su valentía y, de este modo, sería merecedora de su curación. También era una forma de demostrarse que podía tener la última palabra, ser dueña de su cuerpo pese a todo, pese al hambre que le hacía perder la cabeza pero terminaba embriagándola…
Tres golpes en la puerta la sacan de sus recuerdos. Por el modo de llamar, Déborah adivina de inmediato que se trata del comandante Mendel. Éste entra en la habitación y la saluda con cierta incomodidad, torpemente. No se ha afeitado y tiene ojeras. Clava la vista en ella con una intensidad que la desestabiliza, como quien mira a un fantasma. Es un hombre de contradicciones, en quien la torpeza compite con la fuerza, el deseo se reviste de timidez y cuya aguda inteligencia está dispuesta a difuminarse ante su ingenuidad. Ella le sonríe, él se enrojece.
—No ha probado bocado… Tiene que comer, Déborah.
Ha dicho eso para mantener la compostura porque, incluso en esta cama de hospital, con su patético aspecto y la delgada sonrisa con la que intenta esconder sus lágrimas, lo turba. Apenas puede evitar sonrojarse delante de ella, como un niñato maleducado. La joven no responde. Tiene un aspecto desesperado y tan frágil… Él se aclara la garganta, cada vez más violento.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—No… Estoy donde debería estar…
Sacha no comprende. La interroga con la mirada. La joven parece dudar un instante y luego suelta, muy rápido:
—Hace tiempo que comprendí que esto acabaría así… Estoy aquí debido a mis mentiras.
—No diga tonterías, Déborah. Aún está conmocionada…
—Usted no sabe nada de mí —protesta ella con vehemencia—. Estoy aquí porque seduje a Nicolas y cuando uno juega a juegos demasiado peligrosos…
—No puedo dejar que diga eso, Déborah. Nada justifica los horrores que ha sufrido. David y su hermano la utilizaron y le hicieron daño. La víctima es usted, no ellos.
—Yo también los utilicé. Quise poner celoso a mi marido y luego, cuando vi que la situación se me escapaba… le hice creer que estaba embarazada para que echara a Nicolas de casa. Y pagué un precio muy alto, cuando vine a este hospital la primera vez…
De modo que David Pennac no mentía cuando aseguraba que su mujer había tenido un aborto natural. La joven parece creer que una especie de justicia divina la castiga por sus errores y se tortura con una culpabilidad que no tiene razón de ser. Pero ése es el talento de los depravados, invertir los roles y echarle el muerto a sus víctimas. Déborah debe a toda costa volver a centrarse en la vida, en la esperanza. Y Sacha tiene la solución para ello.
—He venido con alguien que la necesita, Déborah…
El policía tiende una mano hacia el pasillo. Emma la coge con timidez y, a su vez, entra en la habitación. Tan impresionada como el policía, se sumerge en la contemplación de sus zapatos.
—Ella no tiene a nadie más que a usted… Ve a ver a Déborah, cielo…
La niña no se mueve.
—No habla mucho en este momento —prosigue.
Levanta delicadamente a la chiquilla y la pone sobre la cama. Gruesas lágrimas empiezan a deslizarse por las mejillas de la niña y de la joven. Déborah duda por un momento, como si no supiera por dónde cogerla y, finalmente, la toma en sus brazos. La niña se pone un poco tensa y se sorbe los mocos…
—Sufrió un fuerte trauma —explica Sacha—. A ella también le llevará un tiempo… Pero creo que está con la persona adecuada. ¿Le parece bien?
Déborah abraza con ternura a la niña y tiende su mano intacta al policía con lágrimas en los ojos. Él la toma con la yema de los dedos, como si tuviera miedo de asustarla. Ella lo aprieta con fuerza, y finalmente logra articular:
—Gracias…