7
Déborah se estira trabajosamente en la cama, mira la hora en su móvil y se sobresalta violentamente: ¡las ocho! No ha oído el despertador de David y no ha podido prepararle el desayuno. Seguramente se habrá ido con el estómago vacío… Cierra los ojos de nuevo, dividida entre la culpabilidad de no haber cumplido con su deber y el placer de estar sola.
Hace ya casi dos semanas que Nicolas se presentó en su casa y con ello su rutina diaria se vio trastocada. Déborah es una persona de costumbres a quien sus rituales diarios aportan calma y seguridad. Su horario, que hasta ese momento gravitaba en torno a las necesidades de su marido, ahora debe tener en cuenta a su cuñado y a su sobrina. Como perfecta ama casa, vela por la comodidad de todo ese pequeño mundo. Eso le da más trabajo, desde luego, pero sabía en qué se metía al insistir en que Nicolas se quedara con ellos, así que no va a quejarse. Además, en el fondo, es lo que quería, por Emma… Aunque, a decir verdad, la pequeña no sea la única razón de su hospitalidad… Déborah ha tomado nota de los gustos culinarios de Nicolas, así como de su ritmo de vida, muy alejado del de ellos, y se esfuerza por hacer que esté a gusto para que sepa que es acogido, querido. Lo justo como para que David tenga ligeros celos por las atenciones que ella le dispensa, pero sin que se sienta amenazado por la presencia de su hermano, lo que podría enfadarlo. La joven se contenta, pues, con charlas sin ton ni son con Nicolas y con algunas risas compartidas… por el momento. Pero al tontear demasiado con el joven, en ocasiones Déborah cae en sus propias redes. Sí, Nicolas es extremadamente seductor y todo parece tan fácil, natural y espontáneo con él que a veces olvida los límites que se había fijado, a riesgo de despertar la ira de su marido.
A Déborah se le acelera el corazón con el mero recuerdo de las explosiones de David. La última fue hace una semana y creyó que lo perdía todo. Por su culpa, porque fue demasiado lejos… Y eso que conoce bien a su marido. Pero cabe decir que Nicolas se había encargado de echar leña al fuego. Una vez más, había insinuado la posibilidad de que David tuviera una amante, y aunque Déborah, que conoce la agenda de su marido con exactitud, lo dudaba mucho, necesitaba estar segura de su fidelidad.
—Si yo estuviera en su lugar, tampoco me privaría de ello.
—¿De qué hablas, Nicolas?
—¡No me digas que no lo sabes!
—¿Saber qué? Dímelo.
—No soy yo quien tiene que hacerlo…
—¡Claro que sí! Es muy fácil tirar la piedra y esconder la mano.
Evidentemente, Nicolas sabía con conocimiento de causa que una insinuación así la sacaría de sus casillas y su motivación era bien clara: poniéndola cada vez más en contra de David, esperaba convencerla para que finalmente cediera.
—No caeré en tus brazos tan fácilmente, Nicolas.
—Realmente, eres perfecta. Demasiado, quizá —le repetía gustoso su cuñado.
Demasiado, seguramente.
Déborah «siempre» había sido perfecta. Desde pequeña fue una niña modelo, muy obediente, buena alumna preocupada por gustar a sus profesores, un auténtico modelo de sensatez y valor. De mente despierta, la mirada asombrosamente aguzada desde su más tierna edad, se pasó la infancia diseccionando el mundo que la rodeaba y tratando de comprenderlo. Aguda observadora, ocupaba su tiempo libre escrutando la naturaleza humana para comprender las sutilezas, anticipando las reacciones de sus allegados, adivinando sus motivaciones y lo que esperaban de ella. Rápidamente comprendió que el universo en el que se movía distaba mucho de ser perfecto, y que a menudo eso se debía a las emociones, que interferían con todo lo demás. Ya de bien niña aprendió a relegar las suyas a un segundo plano y le extrañaba que los adultos no hicieran lo mismo. Cabe decir que su infancia fue un poco particular. Estuvo a punto de morir dos veces. A causa de esa cosa en su vientre.
—Buenos días, tesoro, ¿cómo te sientes?
El cirujano que acababa de operarla tenía un semblante preocupado. Desde lo alto de sus cuatro años de edad, comprendió que algo grave acababa de suceder. Emergía a duras penas en una habitación totalmente blanca que no era la suya, con un tubo en la nariz y una aguja en el brazo. La aguja le hacía daño. Trató de quitársela, pero el gesto que apenas esbozó le envió una descarga por todo el cuerpo. Lanzó un gritito de animal herido y se puso a llorar. El médico le acarició amablemente la mejilla para consolarla, pero hasta ese suave contacto se le hizo insoportable. Sus lágrimas aumentaron. El hombre esperó a que la niña se calmara para explicarle lo que acababa de hacerle.
—Tenías algo en el vientre… No era muy grande. Apenas un pequeño clavo. ¿Sabes lo que es un clavo?
Muy seria, Déborah asintió con la cabeza. De repente, llorar no era tan importante. El doctor le hablaba de su vientre y le explicaba por qué le dolía tanto.
—Así que, este pequeño clavo te había hecho mucha pupa en el vientre. Teníamos que sacarlo y arreglar lo que había estropeado.
—¿Me has abierto el vientre?
—Sí, tesoro.
—¿Voy a tener una cicatriz?
El hombre pareció tardar un siglo antes de responder.
—Sí, tesoro, pero dentro de algún tiempo podremos ocuparnos de eso y reducirla. Eso se llama «cirugía de reconstrucción».
—¿Recons… qué?
—De reconstrucción. Volvemos a construir el tejido…
—¿Porque he sido destruida?
El médico estaba cada vez más incómodo. Esa niña parecía increíblemente despierta para su edad y, por eso, no le apetecía lo más mínimo entrar en detalles.
—Digamos que tuvimos que solucionar lo más urgente… Pero tu mamá te explicará el resto. Ya no tardará mucho en llegar.
Cualquier cosa antes que tener que explicarle a una cría de cuatro años que le habían practicado una carnicería en el vientre. Que les había costado tanto encontrar ese «pequeño clavo» que se habían cargado medio útero. Al salvar la vida de la niña, el cirujano había mermado grandemente sus posibilidades para darla a su vez.
Durante toda su infancia, Déborah sufrió en su carne y en su alma con cada nueva operación «de reconstrucción». Cuatro en total. Poco a poco aprendió a superar el dolor, a refugiarse en otra parte mientras le administraban cuidados que de tales sólo tenían el nombre, pero que eran torturas y humillaciones. Durante años, sufrió palpaciones, ecografías por sonda, tubos torácicos, retirada de grapas, el aire compungido de las enfermeras, la mirada entre catastrófica y asqueada de sus padres. Confinada en una habitación aséptica, se encerró en sí misma para no mostrar su hastío y creó un mundo secreto sólo para ella, lleno de colores y belleza, y donde ella era una princesa. El hospital se convirtió en su segunda casa y, en cada ingreso, se encargaba de decorar su habitación con dibujos, pósteres de caballos y delfines, y decoraba la silla de sus visitantes con bonitos cojines de lentejuelas.
Sin embargo, no recibía muchas visitas. Obligada a seguir sus estudios por correspondencia, la pequeña Déborah no tenía amigos. Ni hermanos ni primos. Sólo sus padres, que hacían lo que podían, pero no era suficiente. Porque no imaginaban la soledad de su hija, su rabia por verse condenada a esas torturas, su creciente odio hacia ellos. Porque, después de todo, era un poco culpa suya que ella estuviera allí. Por supuesto eso era falso, y si hubieran podido sacrificarse por ella y sufrir en su lugar lo habrían hecho. Tan sólo eran personas normales sobrepasadas por los tormentos de su hija y por esa aparente calma que exhibía ante ellos cuando la visitaban. Nunca se quejaba. Soportaba cada nuevo sufrimiento con un desapego sorprendente para un niño. Incluso a los médicos les parecía insólito su comportamiento, tanto que, lógicamente, Déborah acabó en la consulta de un psiquiatra infantil.
Acababa de cumplir doce años. Lo recuerda perfectamente porque, poco tiempo después, tuvo su primera regla, lo que para ella fue una auténtica victoria sobre su propio cuerpo.
—Parece que eres muy valiente, Déborah. Todo el mundo admira tu sensatez, pero paradójicamente eso inquieta un poco a tus padres, así como a las personas que te cuidan…
—¿Por qué?
—Piensan que te guardas demasiadas cosas dentro… y eso no es bueno.
—¿Por qué?
—Porque al guardarte demasiado las cosas, estas terminarán por hacerte daño… Tienes derecho a estar enfadada o triste. ¿Es así?
La muchacha se encogió de hombros. No sabía qué responder.
—Todo lo que digas quedará entre nosotros… Por eso es bueno hablar con un desconocido, a veces podemos revelarle más cosas que a las personas más cercanas.
Realmente no tenía ganas de hablar con él. Prefería no decirle nada a nadie por miedo a no poder detenerse, a decir demasiado, a parecer detestable. Sin embargo, se daba cuenta de que el psiquiatra no se detendría ahí, que no la dejaría en paz hasta que no dijera lo que él esperaba oír. Tenía exactamente la misma mirada que sus padres, una mirada que pretendía ser alentadora y que enmascaraba una curiosidad rayana en la inquisición. Y además, esa forma de hablarle como a una retrasada, como si hubiera que procurar no herirla a toda costa, como si fuera una cosa frágil y pequeña… Eso la sacaba de quicio. No obstante, decidió darle lo que esperaba: confidencias. Se aclaró la garganta, un poco incómoda, y se lanzó. No era fácil, pero ya que era necesario…
—Sí, estoy triste porque tengo miedo de no poder tener niños y quiero tenerlos.
El hombre se relajó un poco y tomó algunas notas, arrellanándose más cómodamente en su silla. Con una sonrisa la animó a proseguir. Déborah dudó, preguntándose hasta dónde podía abrirse. Si pudiera contarlo todo.
—También tengo miedo de que ningún hombre me quiera por culpa de…
—¿Por culpa de…?
—Por culpa de mi cicatriz… Y también que cuando descubra que no puedo tener hijos quiera dejarme… —soltó muy rápidamente, casi en apnea, como quitándose el lastre de un secreto demasiado pesado de llevar.
—Déborah, aunque tengas doce años, ya veo la mujer en que te convertirás y, créeme, serás muy bella. Así que dudo que una pequeña cicatriz impida que un hombre te quiera. Además, en una relación no cuenta solamente el físico, está la confianza, el respeto, el hecho de estar en la misma onda…
—¿La misma onda?
—Sí, quiere decir tener los mismos intereses, comprenderse, tener la sensación de estar con tu alter ego… ¿Comprendes?
Ella hizo señas de que sí.
—¿Y sientes otra cosa, como cólera?
Gran silencio.
—Eso no tiene nada de malo. Todo el mundo lo entendería. Sería más normal que no sentir nada.
—¿Por qué?
—Porque cualquier persona normalmente constituida ha experimentado la cólera. Nadie te juzgará. Y menos yo.
«Cualquier persona normalmente constituida», no parece muy profesional emplear esta jerga psicológica con una niña con medio útero amputado. Sin embargo, esa frase retumbó como un trueno en la mente de Déborah. En un instante, se dio cuenta de que no se le pedía ni mucho menos que fuera perfecta ni que nunca se quejara. Al contrario, esperaban de ella que mostrara sus grietas, una cierta forma de fragilidad. Entonces, para tranquilizar a los adultos, decidió revelar más cosas.
—Ya no estoy enfadada. Lo estuve, es verdad. Porque me dolía. Porque yo odiaba a…
No conseguiría decirlo sola. Era imposible, inconcebible que lo confesara sin ser fulminada en el acto.
—¿A tus padres?
—¿Qué?
Pero ¿cómo mentir? ¿Cómo negar la evidencia?
—¿Odiabas a tus padres?
—Sí.
Déborah no se repuso tan fácilmente de haberlo dicho, pero, después de todo, ese psiquiatra parecía querer oírlo.
—Y a los médicos —agregó, como para atenuar su pecado—. Detestaba a todo el mundo. Pero se acabó. Sé que enfadarme no sirve de nada. La cólera se transformó… en otra cosa. Y prefiero luchar para tener lo que quiero en la vida, lo que me parece importante. Todavía no sé cómo, pero lo conseguiré.
Al finalizar la conversación, que duró más de una hora, el psiquiatra infantil redactó un informe muy positivo sobre la adolescente. Su madurez lo había impresionado, pero también tranquilizado. Si Déborah no mostraba cólera, es porque ya no la tenía. Si no expresaba su tristeza, era porque creía que así se la ahorraría a sus padres. Le había mostrado que abrirse a la gente era bueno y algo le decía que acababa de hacerle una gran revelación que transformaría su vida. Y tenía razón. Después de esa sesión, nada fue igual. Bueno, claro, Déborah seguía teniendo esa autoexigencia consigo misma que la empujaba a realizar brillantemente todo lo que emprendía, pero había comprendido que mostrar debilidad, lejos de perjudicarla, podría tranquilizar a los suyos. Aceptó, pues, no ser perfecta en todo y entreabrir una ventana en su alma a través de la cual podían mirarla.
Porque nadie es perfecto, es obvio. Las mayores debilidades de las personas suelen encontrarse allí donde éstas creen poseer su mayor fuerza, y a la inversa. David constituía un ejemplo excelente. Se creía un tipo duro, pero era mucho más frágil de lo que creía. Necesitaba constantemente que Déborah le infundiera confianza. De igual modo, mientras que todo el mundo lo tomaba por un cabrón, un egoísta sin corazón, ella sabía que ésa era una lectura demasiado simplista. Con la infancia que había tenido podría haber salido mucho peor. Y aunque eso no justificara el dolor que ya le había causado, sí lo explicaba y lo matizaba… Sin contar que, gracias a él, ella podía llevar la vida que siempre había deseado. Vivía en una casa preciosa sin preocupaciones materiales y con un hombre atractivo que se había casado con ella pese a su cicatriz y sus misterios. Así que ella se esforzaba por ofrecerle una vida lo más agradable posible, como un quid pro quo ya que, gracias a él, tal vez sería madre y experimentaría por fin la plenitud, se sentiría completa y merecería amar y ser amada… Lo que de momento le resultaba difícil concebir. Por eso aceptaba llevar esa vida, se imponía lo que pocas mujeres de su entorno podían comprender. Y Déborah no dejaría que nadie se interpusiera en su futura felicidad.
¿David estaba con alguien más? ¡Su trabajo le ofrecía tantas ocasiones, como bien había dicho Nicolas! Fuera de casa la mitad del tiempo, le era muy fácil ponerle los cuernos o incluso darse el lujo de tener una amante regular… Déborah debía saberlo a ciencia cierta. Si su marido llevaba una doble vida, podía cargárselo todo. Por más que intentó razonar, decirse que era imposible, que lo habría notado, la duda ahora estaba ahí. ¿Cómo sería su rival? Seguramente bella, tal vez de una belleza más evidente. Déborah imaginaba una mujer de piel mate y cabello negro, exactamente lo contrario que ella. Con un vientre intacto, capaz de procrear. Y si esta última se quedara embarazada, ¿que haría David? Nunca había ocultado a su mujer su impaciencia por ser padre, como para compensar también él una infancia que había sufrido más que apreciado.
Presa de una angustia incontrolable, la joven terminó viniéndose abajo. David habría dejado forzosamente rastros de sus desatinos. Podía ser un recibo de la tarjeta de crédito, una horquilla en uno de sus bolsillos, un rastro de carmín o de maquillaje, un nombre que apareciera con demasiada frecuencia en su agenda… Déborah conocía el código PIN del móvil de su marido. Tras haber registrado a conciencia el resto de sus cosas, le cogió el móvil mientras se daba una ducha. Y, completamente absorbida mientras buscaba indicios, no lo oyó entrar en la habitación.
—Me olvidé de coger una camisa, tú…
David se interrumpió al ver que su mujer se sobresaltaba violentamente y escondía el aparato bajo sus muslos.
—¿Qué hacías?
—Nada.
—Pues a mí me parece que sí. ¿Qué escondes?
—Ya te he dicho que nada.
Déborah sintió que le asomaban lágrimas en los ojos. Buscaba una excusa para explicar la presencia en sus manos del teléfono, que no tardaría en encontrar. Con un movimiento brusco la tiró del brazo para que se levantara de la cama. La joven pegó un grito.
—¡Estabas fisgando en mi teléfono, alucino!
—Buscaba un número…
—¿Buscabas un número?
—Sí…
—¡Buscabas un número!
El tono de David era extrañamente dulce, casi alegre. La calma antes de la tempestad. Déborah conocía lo suficiente a su marido como para no esperar nada bueno de un tono tan indiferente. Tenía razón.
—¡Así que además de fisgar en mi teléfono, TE RÍES EN MI PUTA CARA!
David no había gritado, sino aullado. Aterrorizada por esa violencia verbal, Déborah comenzó a farfullar excusas. ¿Qué más podía hacer si la había pillado con las manos en la masa? Pero David no era de los que se contentan con un simple mea culpa. Si había una cosa que no soportaba, era que se inmiscuyeran en su vida. Otro trauma heredado de la infancia…
—¡Se disculpa! ¡Se disculpa y cree que con eso basta! ¿Quién te has creído que eres para fisgar así en mis asuntos? ¿Qué estabas buscando? ¿Eh? ¡Responde!
David la acribilló a preguntas hasta que finalmente confesó sus sospechas. Incrédulo, le preguntó cómo podía pensar una cosa así, cómo podía creer que eso justificaba robarle su teléfono. Estaba fuera de sus casillas.
Fue Nicolas, quien volvía justo en ese momento de dar un paseo con Emma, quien tuvo que intervenir para calmarlo. El mismo Nicolas que había llamado a su puerta con la excusa de que estaba desesperado por la desaparición de su mujer, pero que se quedaba solo por la esperanza de fugarse con su cuñada.
—¡Tranquilo, David! ¿No ves que la estás aterrorizando?
—¿Sabes lo que acaba de hacer?
—No, pero de todas formas no creo que merezca la pena ponerse así…
David se calmó. Afortunadamente. No debía de percibir el deseo de Nicolas, y aún menos imaginarse que podía ser recíproco. Porque eso le volvería loco. O peor que eso. Y, entonces, sabe Dios de qué sería capaz…
Después, las cosas se apaciguaron. David y ella se reconciliaron, pero su mujer siente que él está siempre en guardia. Déborah se estremece pensando en todo esto. Sale de la cama y se cuela hasta el cuarto de baño. Los moretones de los brazos comienzan a desaparecer. Podrá volver a ponerse manga corta. O al menos eso espera. Si no, una vez más tendrá que mentir a su vecina y decirle que se dio un golpe con un mueble. Incluso aunque adivine que Frederika no la cree.