6
—¿Señora Keller? Por favor, acompáñeme.
El comandante Mendel conduce a la mujer hasta su despacho. Tiene unos sesenta años y rezuma dulzura. De ella emana algo infinitamente maternal y bondadoso. Mathilde Keller tiene el pelo liso y largo hasta los hombros, pelo que se tiñe —como delatan sus raíces blancas—, se maquilla poco, lleva algunas joyas que le regaló su marido y envuelve su silueta generosa con estolas vaporosas. Huele a jabón de Marsella y a la honradez de las mujeres de buena familia. Después de revelar su identidad, no se olvida de darle las gracias al policía por permitirle ayudarlo en su investigación.
—Usted denunció la desaparición de Laura Pennac el pasado 3 de marzo, ¿es correcto?
—Sí, señor. Laura llevaba tres días sin venir a trabajar, sin avisar a nadie, y yo no conseguí localizarla en su domicilio.
—¿Trató de ponerse en contacto con su marido?
—No tengo su número de móvil y no respondía a mis llamadas al teléfono fijo.
—Muy bien. ¿Desde hace cuánto tiempo conoce a Laura Pennac?
—Somos colegas desde hace cinco años. Amigas desde hace dos.
—¿Se desahogaba con usted?
—Sí…
Desde su altercado con Nicolas Pennac, Sacha ha decidido indagar la pista de David. Si se le acusara sin pruebas de ser el amante de Laura, lo negaría. Por eso el comandante ha buscado entre las amigas de Laura para saber si alguna de ellas estaba al tanto. Sólo contestó afirmativamente Mathilde Keller.
—¿Podría contarme todo lo que recuerda, señora?
—Entre Laura y su marido las cosas no iban bien. Él se drogaba y bebía, creo. El ambiente era irrespirable. A menudo Laura me decía que tenía la impresión de tener dos niños en casa. La pareja discutía mucho…
—¿Sabe sobre qué?
—No, la verdad es que no. De todo y de nada. Pero cada nueva disputa consumía a Laura. Lo veía en su cara: no era feliz. Hasta el día en que…
La mujer hace una breve pausa. Está a punto de traicionar un secreto que se le confió y si Laura reapareciera, seguramente se lo echaría en cara. Mathilde Keller dudó mucho antes de responder a las preguntas de la policía. Afortunadamente, su amiga Violette supo convencerla para que lo hiciera —«Imagina que esta joven está en peligro y que todo lo que recuerdas pudiera salvarla. ¡Lo primero es lo primero!...»—. Mathilde se decidió, pues, a revelar la doble vida de su joven amiga.
—¿Hasta el día en que…?
—… Laura conoció a alguien. Lo entendí enseguida porque ella cambió radicalmente. ¡Redescubrí su sonrisa, era maravilloso! La felicidad le sentaba tan bien.
—¿Sabe de quién se trataba?
—Nunca me dijo su nombre. Sólo sé que era un hombre casado. Pero era tan prudente como discreta. Se contentaba con llamarlo «mi amigo».
—¿Seguía con esa relación cuando desapareció?
—Sí.
—¿Cree que podrían haberse ido juntos?
Claro que Laura lo había contemplado mil veces. No soportaba más a su marido. Él no trabajaba, no hacía nada en la casa y, sobre todo, se volvía furioso cada vez que bebía. O se drogaba… Laura vivía un infierno con él y temía por su hija. ¿Qué ejemplo le estaba dando? Y, sobre todo, ¿no acabaría por ponerlas en peligro llevando a casa a otros drogadictos? Sí, Laura estaba convencida de haber encontrado a su salvador en la figura de su amante. Pero ¿acaso no era él también sólo una ilusión?
—Yo no sé nada —responde Mathilde, incómoda—. Ya sabe, estas historias no suelen llegar muy lejos. Ese hombre le decía que estaba loco por ella, que lo iba dejar a todo por ella. Por supuesto, Laura creía en sus promesas y también quería separarse de Nicolas. De hecho, un día lo intentó.
—¿Intentó dejarlo?
—Sí. Pero él se lo tomó muy mal. Tuvieron una bronca terrible e incluso creo que la abofeteó varias veces. Quedó muy tocada, así que decidió utilizar una puerta trasera…
La cosa se ponía cada vez más interesante. «Una puerta trasera» es, a menudo, algo más peligroso…
—¿A qué se refiere, señora?
—No lo sé. Sólo me dijo que tenía la prueba de que Nicolas era incapaz de educar a Emma… Y pensaba presionarlo con eso. Laura adora a su hija, comandante. Nunca la habría dejado con su padre si la situación no fuera grave.
—¿Cree que podría haberle pasado algo debido a ese chantaje?
—Podría ser, aunque me sorprendería mucho. Le aconsejé que no se lo jugara todo a una sola carta y que escondiera esa prueba, fuera cual fuera, por si acaso…
—¿Lo hizo?
—Ella me aseguró que sí…
—¿Y sabe usted dónde?
—No. Simplemente me dijo que la había escondido en un regalo que le hizo a la única persona en la que confiaba: su amigo.
Por eso Nicolas Pennac quería apalancarse en casa de su hermano: buscaba la prueba que Laura le había dejado a David. Pero, según lo que Mendel había entendido, Laura debería haberse sentido más en peligro en compañía de su amante que de su marido. Ahora Sacha tiene que tener una buena conversación con el arrogante David Pennac y aprovechar para poner a Déborah en guardia: mientras siga con su esposo ella también está en peligro.
Cuando Sacha llega a casa de los Pennac, David está ausente. La joven le explica un tanto incómoda que su marido se siente tan avergonzado por su actuación en la radio que pasa el menor tiempo posible en casa y en el barrio, para no tener que afrontar la mirada de nadie. Ni siquiera la de su mujer.
—¿Realmente es para tanto?
—Sí. La filtración ilícita de su novela en la red antes de su aparición ya lo había desestabilizado. Su editor revisó su distribución a la baja… Pero esto… es lo peor de todo. Se trata de anular la publicación de Juego de apariencias. Y las cancelaciones de sus conferencias se acumulan. No comprendo cómo ha podido buscarse su propia ruina de esta forma… Su trabajo lo es todo para él. Si lo pierde, perderá su identidad y se vendrá abajo.
—¿Cree usted que se lo ha buscado? Más bien tengo la impresión de que se la han buscado.
—No. David tiene armas para responder a los ataques. Sabe defenderse a la perfección. Esto no debería haberlo afectado así. Además fue él quien empezó a ser agresivo, los demás se pusieron en su contra, eso es todo. Pero él lo sabe perfectamente… Pero se le fue la cabeza… Se le fue de verdad…
La joven, cuidándose muy bien de explicar las razones de la cólera de su esposo, se vuelve con rapidez para esconder las lágrimas que asoman a sus ojos. Sintiendo que es demasiado pronto para ganarse su confianza, Sacha cambia de conversación.
—¿Aún no les han limpiado las paredes?
—No, la compañía de limpieza está tardando en venir, pese a que haría falta. Creo que todo este hollín contribuye a poner nervioso a mi marido… Es un poco maniático, le gusta que todo esté perfecto.
Es de locos que una mujer como ella esté tan sometida a un tipo tan execrable como él. Sacha nunca ha soportado que los más fuertes intimiden a los más débiles, ni ningún tipo de injusticia, de hecho. Eso le da ganas de matar.
—¿Y él? ¿Es perfecto?
Déborah baja la cabeza y ríe amargamente.
—Eso es lo que me pregunta mi vecina Frederika todo el tiempo. Es mi única amiga en el barrio. Las otras… Sé que pasan de mí… Creo incluso que disfrutan con mis desgracias, porque tienen…
—¿Celos?
—Sí.
—Comprendo.
Al lado de Déborah, hasta una mujer bellísima parecería más apagada que un montón de lodo. Tiene esa gracia, esa luz que la hace excepcional y una piel tan clara y fina, de aspecto tan suave que atrae todas las miradas y dan ganas de tocarla, probarla y no soltarla nunca más. Es lógico que suscite las envidias y hostilidades de las demás féminas. Sin embargo, Sacha no percibe en ella ningún rencor hacia ellas. Casi parece disculparse por ser tan bella, con su aire humilde y su mirada desdichada. Pero incluso sus excusas proclaman el triunfo de la belleza en todo lo que puede tener de insolente.
Déborah se ha callado. Tiene los ojos húmedos y se recoloca un mechón de pelo detrás de la oreja con una mano temblorosa, lo que hace caer su manga algunos centímetros descubriendo un cardenal. Antes de que pueda esconder su magulladura, Sacha la toma por el brazo para arremangársela con infinita delicadeza… Y siente una descarga eléctrica que lo deja clavado en el sitio. Avergonzada, Déborah trata de retirar el brazo, pero él se lo impide. Lo que acaba de descubrir le rompe el corazón. Está cubierta de moretones, postillas y cicatrices.
—¿David le ha hecho esto?
Aunque incapaz de responder, Déborah no consigue negarlo, le cuesta respirar, jadea como una niña y lucha contra las lágrimas que asoman, contra la pena que la atenaza. Parece a punto de derrumbarse. Sacha no sabe qué hacer. Esto no. ¡A ella, no!
—Por favor —articula ella con voz velada—. No diga nada. Sólo abráceme… —implora.
Y cuando la estrecha entre sus brazos, la joven se deja ir y prorrumpe en sollozos. Se quedan así por lo menos durante cinco minutos, mientras su llanto se calma. Sacha acaricia con suavidad la espalda de la joven, rezando para no hacerle daño si por casualidad tuviera heridas ahí también. Poco a poco, ella se relaja con sus caricias y suspira. Está bañada en sudor y caliente como un bebé al que se despierta de su siesta. Déborah ha encontrado un refugio, una ciudadela que la protege del resto del mundo y se siente bien, así que se acurruca un poco más contra el policía, que se estremece. Está cerca, demasiado cerca de él. La turbación aumenta en Sacha. Debería mantener las distancias…
—Béseme. Por favor.
—No puedo, Déborah…
Negándose a oír su respuesta, lo interrumpe con un beso en los labios. Un beso tan dulce y turbador que Sacha no se atreve a moverse, paralizado como un adolescente.
—Por favor, no me rechace… Sólo necesito que me quieran un poco…
¿Cómo resistirse? ¿Cómo rechazarla cuando, por primera vez desde hace tiempo, parece, ella se entrega a un hombre? Sacha cede y le devuelve el beso. Con una infinita ternura, para no asustarla, a pesar de la fuerza del deseo que ella le inspira, de las ganas de arrancarle la ropa y hacerle el amor una y otra vez. Con una infinita ternura porque ella no sólo le inspira deseo, sino que también lo emociona, lo conmueve, como no lo habían hecho desde hacía siglos. Como si ella lo despertara con un simple beso, a él, el no bello durmiente salvado por una princesa en peligro. Entonces Sacha lo olvida todo, por qué está aquí, lo que Nicolas pretende con respecto a su cuñada y su supuesta relación, el caso Strano y la espada de Damocles que esto supone sobre su cabeza o la arpía que tiene por mujer. Sólo cuenta su abrazo, esta gatita, este delicado gorrión que se ha posado en sus brazos…
El ruido de la llave en la cerradura los interrumpe. Se sobresaltan violentamente y se separan con presteza.
—¿Qué hace usted aquí?
David, que acaba de volver, parece extenuado. Lo está. Y no ve con buenos ojos la presencia del poli en su casa. Déborah se abotona la manga con rapidez con aire culpable.
—Hago mi trabajo —responde el comandante.
—¿Ah? ¿Tiene novedades respecto al incendio?
—¿Cómo que novedades?
—Desde que mi esposa fue a presentar la denuncia, nadie nos ha informado de nada. Es como hablar a una pared.
—¿Una denuncia?
Sacha se vuelve hacia Déborah, que le lanza una mirada implorante. El policía comprende que ella ha mentido, fingiendo haber ido a la comisaría.
—No estoy aquí por la denuncia —se limita a responder para encubrirla.
—¡Ya me extrañaba! —lo provoca David—. Y, entonces, ¿por qué está usted hoy aquí?
Definitivamente, Sacha nunca ha soportado la arrogancia de este gilipollas, pero ahora que sabe lo mucho que hace sufrir a su mujer, sólo tiene un deseo: soltarle un bofetón.
—Le tengo que pedir que me acompañe a comisaría.
—¿Qué? ¿Y eso por qué?
—Se lo diré allí.
—¿No puede esperar hasta mañana?
—No.
Entendiendo que es inútil discutir, David estalla en una carcajada abriendo los brazos en señal de resignación.
—Está bien, vamos. ¡Está claro que no tengo nada mejor que hacer! ¿Eh, entre funcionarios?… ¿Me permite al menos que me cambie de ropa? ¿Que me dé una ducha? Estoy agotado, por si no se ha fijado en mis ojeras.
¡Sus ojeras! Este tipo no ve más allá de su ombligo. Dicho esto, es verdad que tiene mala cara. Sacha reconoce que tiene la expresión cansada y la mirada ansiosa de un hombre al borde del síndrome de estrés laboral. Da pena verlo, sí, pero que este cabronazo que pega a su mujer no espere conmoverlo, se llevaría un chasco.
—Tiene un cuarto de hora, lo esperaré en mi coche. Pasado ese plazo, vendré con las esposas.
David emite un silbido. ¿Qué le pasa a este madero de mierda para tratarlo como a un criminal? Si quiere jugar a vaqueros con él, la lleva clara… David espera a que Mendel se haya despedido y pregunta a Déborah si sabe qué quiere de él el poli.
—No, no me ha dicho nada, puede que sea por la custodia de Emma. Puede que Nicolas haya presentado una denuncia…
—¡Joder! ¡No había pensado en eso!
—La abogada con la que me puse en contacto nos da la razón con la custodia: Nicolas no está en condiciones de ocuparse de un niño. Cualquier juez estará de acuerdo.
—¿Estás segura, cielo?
—Sí. ¡Pero no saques tú el tema, puede que no te hayan convocado por eso!
—Tienes razón, cariño… ¿Que haría sin ti?
Y la besa glotonamente.
—No, no podría arreglármelas sin ti —repite él.
En el coche, David está nervioso, no se está quieto. A Sacha le gusta que esté inquieto. Pennac se esfuerza por hacerle hablar, seduciéndolo, amenazándolo… Tira de toda su paleta de negociador en vano. El comandante está tan callado como una tumba.
—No se moleste, no soy una de sus presas.
—Pero entonces, ¿qué? ¿Es un secreto de Estado? ¿Me amenaza con esposarme y no tengo derecho a saber por qué?
—¡Sorpresa!
David se ensombrece y se encierra en el silencio.
—¿Se ha ofendido? —ironiza el policía—. Debería aprender a ser más sutil, amigo mío. Tome ejemplo de su hermano.
—¿Qué pasa con mi hermano?
Sacha sonríe. El talón de Aquiles de David es tan evidente, tan pueril… Bueno… ¡«los» talones de Aquiles!
—Se maneja mejor, incluso con las mujeres, al parecer. ¡Entiendo perfectamente que lo haya echado de casa!
—¿Por qué dice eso?
—Por nada. ¡A mí no me gustaría que estuviera bajo el mismo techo de mi mujer, sobre todo una mujer como Déborah!
David palidece bruscamente, como si de repente la sangre hubiera abandonado su rostro. No soportará ninguna alusión a su mujer, ni siquiera de un poli que manifiestamente intenta provocarlo.
—¿Qué pasa con mi mujer? ¡Tenga mucho cuidado con lo que va a decir!
—¡Digamos que si reacciona así, es porque ya está al corriente!
—¿Al corriente de qué?
David tiene los puños crispados y el corazón que se le sale del pecho. Está a punto de explotar.
—Pero bueno, ¿es usted consciente de cómo mira a los tíos? No los mira, los roza con los ojos.
Sacha ha vuelto la cabeza hacia David sonriendo con complicidad. Las miradas de ambos hombres se cruzan, los ojos de Pennac están inyectados en sangre y amenazan con salírsele de las órbitas. No cabe duda, esta vez se saldrá de sus casillas.