7

 

 

 

Nervioso e irascible, Sacha Mendel se siente como un león enjaulado desde que llamara por última vez a la comisaría de Burdeos. Todo va demasiado lento para su gusto, como si le pasaran la película de la investigación a cámara lenta. Lo que más le estresa es esa sensación de impotencia, esa obligación de esperar a que haya alguna novedad, la que sea, para actuar por fin. De depender de un detalle, de un testimonio incompleto hasta ahora que aporte una nueva pieza al rompecabezas, de un indicio olvidado, de un error que puedan cometer los sospechosos. Por ello, cuando el capitán Fialaix se presenta de golpe en su despacho y se abre paso a través de la nube de humo sin ni siquiera pensar en recriminárselo, Sacha comprende inmediatamente que hay novedades.

—Han vuelto a encender sus móviles.

—¡Qué gilipollas! ¡Serán gilipollas!

Sacha no da crédito. Esperaba un error, desde luego, ¡pero no tan estúpido como este! ¡Deben de considerarse realmente intocables! Que les aproveche.

—Entonces, ¿dónde están?

—No están juntos —responde Fialaix—. David Pennac está actualmente entre Angers y Le Mans, y…

El teléfono de Mendel interrumpe al capitán. Sacha lo coge y se dispone a rechazar la llamada, pero el número le resulta familiar…

—¿Comandante Mendel?

Esa voz, Sacha conoce esa voz. ¡Débil, cansada y despojada de su arrogancia habitual… pero la reconoce! Es la voz de…

—David Pennac. Necesito ayuda, comandante. Necesito ayuda.

—¿David, dónde está usted?

Laurent Fialaix garabatea unas palabras sobre un trozo de papel y se lo tiende a Sacha: «Su hermano está en Bretaña. Afinamos la localización y te aviso en cuanto los tengamos». El comandante asiente con la cabeza mientras su colega sale del despacho.

—Es él… Es él desde el principio —se lamenta David al otro lado del hilo telefónico.

—¿Quién, su hermano?

—Sí. Lo tenía todo planeado desde el principio. Era todo mentira… Lo único que quería era destruirme… Pero ¿por qué tomarla con Déborah? ¡Ella no pinta nada en esto! ¡Dios mío, es culpa mía…! ¡Se lo ruego, tenemos que salvarla!

David solloza, se ahoga, sus palabras son tan confusas que se le podría tomar por loco —y por sincero—. Pero a Sacha no le engaña. Pennac siente que las cosas se le están escapando, que el cerco se estrecha sobre él y que su cómplice tiene la intención de traicionarlo. Ésa es la única razón por la que hoy lo llama.

—¡Entonces dígame dónde está ella!

David Pennac se muerde la mano, de rabia y de impotencia. ¿Cómo puede hacer entender a este poli que es inocente? Que, por el bien de Déborah, debe dejar de perseguirlo judicialmente por su fisonomía, sólo porque a Mendel su pinta no le guste o porque su mujer lo atraiga más de la cuenta. Porque incluso cuando se hallaba en medio de una tormenta que ahora le parece irrisoria en comparación con la desaparición de la joven, David se dio cuenta de la forma en que Sacha la miraba. Y comprendió que su motivación para encontrarla iba mucho más allá del simple celo profesional.

—Sé que usted no me cree y que no le haré cambiar la opinión que tiene de mí, pero por ella, por Déborah, no descarte la posibilidad de que le esté diciendo la verdad. Por favor.

¿Cambia de táctica o bien David Pennac es sincero de verdad? Hay destellos de sinceridad en sus palabras, una especie de desesperación que trasluce en sus suspiros, hasta el punto de hacer dudar de repente a Sacha. Pero ¿cómo creer a un hombre cuyo oficio es enseñarte a mentir?

—No descarto ninguna pista, sobre todo a la que doy preferencia, a saber, que usted y su hermano son cómplices. Por alguna razón que se me escapa, decidieron deshacerse de sus respectivas esposas e idearon un crimen perfecto, que uno ejecutaría mientras el otro urdía una coartada

—¡Pero es ridículo! ¡Si hubiéramos decidido ser cómplices, no nos hubiéramos dejado ver en público juntos después de ocho años sin vernos! ¡Joder! Pero ¿no se da cuenta de que Nicolas está totalmente loco?

—Eso es exactamente lo que él dice de usted…

Si no estuviera tan inquieto, David cree que se partiría de risa. Sacude la cabeza y, al desviar por unos segundos su atención de la carretera, está a punto de chocar con otro coche, que hace sonar el claxon furiosamente. Inspira lentamente y decide empezar desde cero.

—Siempre ha sido muy hábil para culpar a otros en su lugar. Es un manipulador nato, tiene un talento natural para engañar a la gente y hacer creer cualquier cosa a cualquiera.

—Si tenía más facilidad que usted, daría él las conferencias y no usted, ¿no cree?

—A él siempre le faltó una cosa: la tenacidad. Yo tuve que luchar contra una discapacidad. Eso me dio una fuerza de voluntad que él nunca tuvo. Para él las cosas siempre fueron fáciles. Era un niño guapo, encantador y seductor. Yo era el patito feo, un segundón asustado, demasiado cobarde para negarme a participar en sus fechorías.

—¡Pare, me va a hacer llorar!

Claro está, David no esperaba que Mendel lo creyera. Sabe que es difícil imaginárselo como un chiquillo introvertido y a disgusto con su cuerpo. Y si, durante las conferencias, se divierte con el asombro de su auditorio y se aprovecha de ello, hoy maldice este camino que ha recorrido y que hace que parezca tan alejado del niño que era.

—¿Sabe lo que pienso? —prosigue Sacha—. Creo que los dos estan para que los encierren: ya eran unos niños degenerados y no han cambiado. Su locura sólo es comparable a su odio hacia las mujeres y, por una oscura razón solamente concebible por sus depravadas mentes, decidieron conjuntamente tomarla con Laura y Déborah, como esos juguetes que uno ya no quiere y que destruye por simple placer sádico, de la misma forma que orquestaron el accidente de bus escolar en su infancia.

—¿El autobús? ¿Cómo lo sabe? —se asombra David.

—¿Se atreve a negar que ustedes fueron responsables de aquella carnicería?

—No lo negaré.

El comandante Mendel, que estaba preparado para continuar el combate, ve su impulso frenado en seco. ¿Ha escuchado bien? ¿Pennac acaba de confesar lo que siempre ha ocultado?

—¿Puede repetirlo?

David Pennac toma una larga inspiración, su decisión está tomada. Puesto que es ese drama el que ha originado todo, puesto que es su cobardía y su incapacidad de reconocer su crimen lo que ha puesto en peligro a su mujer, entonces, por primera vez en su vida, va a dejar de mentir sobre ese tema. Porque la verdad, aunque lo tumbe, puede salvar a Déborah.

—Me ha entendido perfectamente. Pero deje que le cuente exactamente cómo ocurrieron las cosas…

Y David se retrotrae a su infancia, conduciendo como un autómata, sin molestarse en leer el cartel que indica que está llegando a las afueras de Le Mans.

 

 

Nicolas siempre había sido más precoz que él y mientras que a los quince años David seguía siendo un niño obsesionado con los videojuegos, su hermano pequeño empezaba a interesarse por las chicas. Tenía ese encanto y esa labia que, una vez adulto, harían de él un donjuán. Pero Nicolas era impaciente. Era un niño caprichoso que toleraba mal la frustración. Tenía deseos fogosos, fantasías sexuales sacadas de aquí y de allá, de una peli porno vista a escondidas cuando su madre dormía, o de catálogos de lencería que le cogía. No se consideraba un niño y pretendía que se le tratara como a un adulto. Por eso, cuando se encaprichó de France Lapierre, la joven estudiante que vino a hacer sus prácticas de maestra de parvulario, cuando él estaba en quinto,[7] no comprendió que se riera de él en sus narices.

¿Quizá dentro de unos años? —le respondió ella amablemente.

¡Pero sólo me llevas ocho años!

—Eso sería corrupción de menores, Nicolas.

—Pero te doy mi consentimiento, de hecho te lo propongo yo.

—¡Vas a empezar por tratarme de usted y, además, que sepas que no soy una pedófila! Me gustan los hombres, no los niños.

—¡No soy un niño!

—Sí lo eres. Y si sigues insistiendo, te presentaré a mi novio, que te enseñará lo que es un hombre.

Nunca se odia tan bien como a quienes un día amamos. El encaprichamiento del chico se transformó progresivamente en rencor, luego en aversión y, finalmente, en un odio tan feroz que no podía haber sido causado únicamente por la joven. En realidad, France Lapierre cristalizaba todo el desamparo y la frustración de un niño con mal de amores porque su madre no fue lo suficientemente tierna con él. Los bruscos cambios de humor de Muriel Pennac y el rechazo de sus hijos provocaron en ellos una desconfianza hacia las mujeres: no eran más que un gran agujero negro afectivo, ávidos de cualquier cosa que pudiera llenarlo. No hay nada más temible que este apetito, ni nadie más peligroso que aquel a quien se le han negado unas migajas de calidez. Nicolas sólo tenía una idea en la cabeza: vengarse. De France, de las mujeres y de su madre, que las personificaba a todas.

 

 

—La idea de poner clavos en la carretera —retoma David— fue suya. Él sabía que ese día ella iría con los niños a Biarritz. No soportaba la idea de que ella se divirtiera lejos de él y sólo quería pinchar las ruedas para que el viaje se suspendiera. Yo no era muy partidario de hacerlo, porque me parecía evidente que el bus se volcaría, pero Nicolas se burló de mí y me dijo que teníamos que ser solidarios… Así que acabé aceptando.

France Lapierre salió del accidente con varias equimosis y un susto de muerte. Para los niños, el balance fue peor. Si se encontraba al culpable, tendría que responder por sus actos ante la justicia. Nicolas, que lo sabía perfectamente, se volvió agresivo, paranoico… Su trastada había segado la vida de una niña. Se odiaba por ello, claro, pero sobre todo le aterrorizaba la idea de ser descubierto.

—Fue él quien prendió fuego a la casa para destruir nuestros partes de asistencia el día del accidente…

—¿Por qué se inculpó en su lugar?

—En aquel momento, ya no recordaba qué había originado el incendio. Los psiquiatras hablaron de «estrés postraumático»: no me acordaba de nada y apenas tenía la sensación de estar vivo. Y después, cuando recuperé la memoria, tuve miedo. Miedo de Nicolas. En cierto modo, ese fuego me salvó. Gracias a él comprendí que me gustaba la vida, que dentro de mí tenía una fuerza, un ímpetu que me incitaba a huir de esa familia de locos. Así que atrapé la oportunidad, casi sin reflexionar. Me acusé en lugar de mi hermano y le pedí a mi madre que me enviara a estudiar al extranjero. ¡Por supuesto, aprovechó la oportunidad, demasiado contenta por tener un «problema» menos en su vida! Y fue alejándome de mi familia como por fin pude ser yo mismo, ser apto para amar… Y amo a Déborah…

—¿Tanto que la golpea? —lo provoca Sacha.

—Nunca le he puesto una mano encima.

—¿Cómo explica las marcas en sus brazos?

—Ella me dijo que se había caído… Pero es verdad que la zarandeé un poco cuando descubrí la carta del abogado, y la piel de Déborah es muy sensible.

—¿Qué abogado?

David no responde. De repente se pregunta si esas marcas no serían las de los golpes de Nicolas. ¿Y si hubiera empezado a hacerle daño mientras estaba en su casa? Pero, entonces, ¿por qué ella no le dijo nada? ¿Qué chantaje asqueroso le estaba haciendo su hermano para que se callara, para que no le dijera nada al hombre que la ama más que a su propia vida?…

Fialaix irrumpe en la oficina de Sacha con cara larga: Nicolas Pennac ha apagado el móvil antes de que se pudiera triangular su posición con exactitud. Sacha se contiene para no gritar. David es su único vínculo con Déborah, y no debe romperlo.

—David, dígame dónde está su mujer.

Así que el policía no lo cree. Le ha contado todo esto para nada… David siente las lágrimas asomarle a los ojos y no hace nada por retenerlas…

—Sigue pensando que somos cómplices, ¿verdad? Pero ¿no entiende que eso es precisamente lo que quiere que crean todos?

—¿Qué quiere decir con todos?

—Antes de volver de Burdeos, recibí un mensaje de su móvil.

—Sí, ya vimos que lo había vuelto a encender.

—¿Sabe dónde está?

—En Bretaña. Pero no sabemos el lugar exacto.

—¿En Bretaña?…

¡Claro que está allí, desde el principio! Aunque él no se haya movido, los ha engañado bien a todos, fingiendo irse de camping con su hija. David duda si revelarle a Mendel lo que su abogado le impidió decir sobre la casa de Oise, esa casa que escogió su hermano para sembrar pistas falsas. Pero ¿lo creerá el policía? Hay posibilidades, puesto que su teléfono ha sido localizado en Bretaña. Y además, no le queda otra opción, es el momento de poner las cartas sobre la mesa si quiere tener una posibilidad de que lo tomen en serio, y de ayudar a su mujer. Así que David Pennac inspira con fuerza y suelta todo lo que sabe, lo poco que recuerda.

—Pero ¿por qué no lo dijo antes? —explota Mendel.

—¿Me habría creído?

Sinceramente, no. Sacha lo admite. Pero enseguida le vienen a la cabeza una multitud de preguntas.

—¿Alquiló usted esa casa?

—No, según me dijo Déborah, es de unos amigos de unos amigos… Fue ella quien se encargó de recoger las llaves. Ahora estoy pensando que ella pudo haberla conocido a través de Nicolas. Se la recomendaría para tendernos una trampa… ¡Tengo que recordar dónde está, joder!

David toma la bifurcación en dirección a Saint-Brieuc, confiando en recordar el itinerario una vez que esté en el buen camino.

—¿Decía que su hermano le había enviado un SMS?

—…

—¡Oiga!

David se sobresalta. El poli acaba de reventarle el tímpano.

—¿Qué?

—Que qué dice el mensaje de su hermano…

—Viene de su teléfono, pero no es suyo…

—¿Déborah?

Sí. Déborah. Y aunque esté aliviado por saber que sigue viva, está devastado por el contenido.

 

Te lo suplico, David, dile a Nicolas que me suelte.

Tengo miedo. Te juro que no diré nada, que me iré lejos.

No volverás a oír hablar de mí jamás.

Déborah.

 

Conque cree que su marido es cómplice de su secuestro. Pero ¿cómo puede pensar eso cuando sabe cuánto la ama? Pensándolo bien, hacía ya varias semanas que Déborah lo miraba de manera diferente, como si le diera miedo.

—Creo que Nicolas le creó falsas expectativas. Se las ingenió para que me cogiera miedo, que me detestara para que lo siguiera con más facilidad… Déborah es inge…

David se interrumpe de golpe. Acaba de recordar algo, una imagen, borrosa, incierta… Pero un fragmento de memoria, sin duda. Ve una casa… ¡«La» casa! Está al borde de un acantilado, hay viento… y ese tejado tan particular con un color extraño…

—¿David, qué pasa? ¿Por qué no dice nada?

—La casa…

—¿Sabe dónde está?

—Creo que sí.

—Deme la dirección.

—¿Sigue pensando que soy cómplice de mi hermano?

Sacha lo sigue pensando, evidentemente. Nicolas debió de decidir que se quedaría con Déborah en lugar de matarla, y el SMS que la joven ha enviado a su marido es en realidad una prueba abrumadora contra él. De modo que ha contado una bonita historia para volver todo coherente, pero al comandante no lo engaña. Ni mucho menos.

—No, creo que es usted inocente —miente el policía.

—De acuerdo, aquí está la dirección.

Mendel está tomando nota del lugar cuando lo interrumpe el sonido de su móvil. Acaba de recibir un mensaje multimedia de Gabriel Strano. Por curiosidad, el comandante lo abre y palidece al ver la foto que se muestra en la pantalla. Y mientras el coche de David devora kilómetros saltándose alegremente los límites de velocidad, se repite febril e incansablemente: «Ya llego, ya llego, cielo, ya llego… Ya llego, ya llego, cielo, ya llego… Ya llego, ya llego, cielo, ya llego…», Sacha está paralizado. Para él es imposible desplazarse hasta Bretaña: antes tiene que hacer algo. De mala gana, el comandante envía a una unidad en su lugar, pero no le queda otra opción…

 

 

A kilómetros de allí, en una casa en un rincón recóndito de Bretaña, la pequeña Emma mira con grandes ojos asustados la herramienta que su papá ha puesto sobre la mesa.

—La ha puesto ahí por mí, no te preocupes, mi amor.

Déborah sonríe a la niña para tranquilizarla, aunque ella misma también esté muerta de miedo.

—¿Eso para qué sirve?

Déborah se frota la cara, temblando como una hoja. La chiquilla nunca ha visto temblar tanto a alguien. Eso le da miedo.

—Esto sirve para cortar las malas hierbas, o las alambradas… Son unas tijeras de podar.

—¿Ah? ¿Y por qué está ahí?

—Yo... hice una tontería muy grande y creo que enfadé mucho a tu papá…

—¿Qué hiciste?

—Usé su teléfono sin su permiso.

—¿Te va a castigar?

Déborah siente las lágrimas deslizarse por sus mejillas y deja escapar un gran sollozo.

—Sí.

—¿Te va a dar un azote?

—No creo… Emma, ve a tu habitación, por favor. Está volviendo, ¿ves?

—No.

—¡Por favor, cielo, ve a tocar la flauta a tu habitación, me encantará oírte desde aquí… ¡Vamos!

La niña intuye que protestar no le servirá de nada, así que coge su muñeca y se dirige a la habitación arrastrando los pies. No tiene ganas de tocar la flauta, pero con los primeros gritos que llegan de la cocina decide que puede soplar un poco el instrumento, aunque sólo sea para cubrir las voces.

Al oír los estridentes sonidos, Déborah suspira de alivio. Es mejor que la pequeña no entienda lo que ocurre.

—¡Te lo suplico, para! —grita ella a pleno pulmón.

Pero el momento de negociar ya pasó. Entonces, convencida de que no va a gritar más, por mucho que le cueste, la joven coloca despacio su mano izquierda sobre la mesa. Su temblor no impide que ponga las tijeras de podar en el nacimiento de su dedo, justo por debajo de la alianza. Las dos hojas se separan al máximo, se quedan así unos segundos que parecen eternos, y se cierran con un golpe seco. Incapaz de mantener la promesa que se había hecho, Déborah aúlla de dolor y pierde el conocimiento.

Juego de apariencias
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