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Ahora la vida de Déborah ya no es ningún misterio. En pocos días se ha convertido incluso en el principal tema de conversación del barrio. Algunos la encuentran triste; a otros les parece que se ha recuperado bien del shock. La joven siente las miradas que resbalan sobre ella constantemente y se esfuerza por mostrar el mismo rostro sereno de siempre. No puede permitirse ningún paso en falso. Sin embargo, su cerebro está en ebullición. Repasa mentalmente una y otra vez la película de esta última semana: el test de embarazo falso para deshacerse del hombre que había perturbado su armonía doméstica, el incendio que la liberó de la carga de esa mentira pero le impuso otra que afectó profundamente a David… Y su turbador cuñado, sobre el que ya no tiene claro que el deseo que siente por él sea fingido. Ninguna de esas personas que observan a los Pennac de lejos y se permiten comentar su vida tiene la menor idea de por dónde van los tiros. Ven en David a un marido sólido y autoritario, y a ella como una mujer frágil que se tira de los pelos por haber querido cubrir sus necesidades casándose con él. ¡Pues que sigan! ¡Incluso es perfecto! Desde luego, ella no va a sacarlos de su error.
No obstante, sabe muy bien hasta qué punto las apariencias pueden ser engañosas, y no ha dejado de repetírselo una y otra vez a David tras el incendio: que Nicolas fuera el ejecutor potencial no significaba necesariamente que quisiera hacerle daño…
—¡No me digas que le perdonas después de lo que te hizo!
—¡No me hizo nada a propósito, no exageres! De hecho, ni siquiera estamos seguros de que lo provocara él.
—Lo estaremos gracias a la investigación: pondremos una denuncia.
—¡Eso le hundirá todavía más con respecto a su mujer!
—Me da igual. Y además no te entiendo: hace apenas unos días querías echarlo de casa porque ya no lo soportabas…
—¡Eso era por mi embarazo!
—¡A otro perro con ese hueso! Pusiste esa excusa para quitártelo de encima. ¿Y hoy lo defiendes? ¿Me he perdido algo o qué?
—No me gusta acusar a nadie injustamente y me cuesta aceptar la idea de que os enemistéis de nuevo, ahora que os habéis reencontrado, y todo por mi culpa... Y además…
La joven agachó la cabeza un tanto avergonzada.
—¿Y además qué? ¿Te has enamorado?
Siempre la misma rivalidad entre hermanos, esa inseguridad latente que salía a la superficie a las mínimas de cambio… Nadie se recupera nunca de su infancia, tanto si fue idílica como infernal. Por supuesto, fue eso lo que buscó Déborah acercándose a Nicolas, pero el que juega demasiado con fuego, en sentido literal... ¿Acaso estaba ella todavía en condiciones de extinguir el foco del incendio?
—Claro que no, no seas estúpido… Me… me he encariñado con Emma, me ayuda a estar mejor y si rompéis la relación ya no la veré más… No estoy dispuesta a dejarla… Por favor…
Su voz se ahogó en un sollozo. Desamparado, David la tomó en sus brazos y la meció como a una niña frágil durante largo rato.
—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo, cielo?
Sí. También se daba perfecta cuenta de su falta de honradez. Porque si bien era cierto su miedo de perder a la niña, tampoco quería perder el contacto con Nicolas. En este mundo hecho de máscaras y falsos pretextos, había una cosa de la que estaba segura: la sinceridad de su cuñado. El joven era el único que se mostraba tal como era, sin juegos ni cálculos. Nunca había mentido sobre sus demonios, sobre sus problemas de adicción. No, Nicolas se había presentado sin maquillaje y eso era precisamente lo que le gustaba a Déborah. Siempre con la misma sinceridad, le había propuesto irse juntos, con Emma. Déborah pensaba en ello día y noche, hasta el punto de que el incendio era algo insignificante comparado con esta perspectiva. Así que estaba fuera de toda discusión que David lo alejase de ella…
—¡Eh! Tesoro, ¿estás soñando?
Frederika le da golpecitos en el hombro insistentemente.
—¡Te he llamado ya cuatro veces! ¿Estás bien?
—Sí —sonríe Déborah—. Estaba absorta…
—¡Después de lo que viviste es comprensible! ¡Debió de ser impresionante ver vuestra casa en llamas!
La quebequesa se estremece imaginándose en el lugar de Déborah. Por lo que sabe, sólo se quemó el salón y la joven no sufrió heridas, apenas una ligera intoxicación por inhalación de humo.
—Sí, pero ya sabes, al final todo se quedó en el susto… Solamente daños materiales, así que no pasa nada.
—Aun así, te encuentro extrañamente valiente. Y David, ¿cómo se lo tomó?
—No demasiado bien… El fuego lo aterroriza, desde el incendio tiene pesadillas… habla en sueños… está de los nervios… me…
—¿Te qué?
Pega. ¡Pero di que te pega, maldita sea! Frederika está pendiente de las palabras de su joven vecina. Espera la luz verde para saltar, tomarla bajo su ala y sacarla de su infierno.
—Pasó mucho miedo por mí.
¡Eso no es lo que iba a decir! Déborah miente. Es evidente. ¡Suena tan falso…! ¿Por qué protege a su torturador? ¿Por qué flagelarse así? Por más que Richard intentó explicarle a Frederika la psicología de las mujeres maltratadas, hacerle entender hasta qué punto es difícil dejarlo todo y vivir con el miedo a que su marido las encuentre… la esperanza de que él cambiará… es inútil, ella no puede aceptar esa situación. Sabe que debería fingir que se cree esta comedia de la pareja ideal, pero le resulta imposible, es superior a sus fuerzas.
—¿Sabes? ¡Aún estás a tiempo de rehacer tu vida! —dice la quebequesa a bocajarro.
No es la primera vez que ella «suelta» a su vecina este tipo de bombazo, pero Déborah los elude sistemáticamente, simula no entender de qué habla o afirma ser plenamente feliz… Sin embargo, puede que un día…
—Sí, tal vez un día… —responde la joven como un eco de los pensamientos de su vecina.
Déborah se interrumpe bruscamente y enrojece como si hubiera hablado de más. Frederika tarda un rato en comprender lo que acaba de dejar caer la joven y en reaccionar: ¿saldrá finalmente de su letargo?
—¿Disculpa?
—No, nada, olvídalo…
—¡Ah, no! ¡No a mí! ¡No sabes lo que me alegra oír esto! ¡Hablemos de eso si quieres!
—No, no puedo…
Manifiestamente incómoda, Déborah señala la niña pequeña que lleva cogida de la mano, pero Frederika sabe también que están demasiado cerca de su domicilio como para que la joven esté completamente relajada: su marido podría sorprender su conversación y eso la aterroriza.
—Comprendo —acepta la canadiense, un poco decepcionada—. Pero sabes que mi puerta está siempre abierta.
—Sí… Gracias.
—Bueno. Y esta pequeñaja, ¿es tu sobrina?
—Sí, es preciosa, ¿eh?
La cara de Déborah se ha iluminado de repente. ¡Esta joven está hecha para tener hijos, eso está claro!
—¿La has vestido tú así? ¡Es adorable!
La chiquilla es una réplica exacta de su tía. Pantalones de terciopelo rosa y blusa de flores con un pequeño chaleco beis. Parecen madre e hija.
—Sí. Le encanta que nos parezcamos; después de lo que ha pasado, eso le da seguridad…
Déborah ha empezado a susurrar y, en tono confidencial, le cuenta a su vecina la desaparición de Laura. Frederika, cuando ve a la joven animarse al hablar de su cuñado, comprende de inmediato que él es la razón de su cambio de actitud. Sólo espera que no sea de la misma calaña que David.
—¿Y a tu marido no le apetece ser padre?
—¡Oh, sí! A él le encantaría tener niños… pero…
—¿Pero?
—Me será muy complicado engendrar. De niña tuve muchos problemas y… hay pocas posibilidades de que lo consiga de manera natural.
La que habla ahora es otra Déborah. Su voz es ahogada, como sin vida, y los rasgos de su cara se han hundido bruscamente. El tema es sensible y doloroso…
—Lo siento muchísimo, de verdad, cariño. ¿Y David qué opina de eso?
—Se impacienta… ¡Me siento tan inútil por no lograrlo, si tú supieras! Llevamos ocho años intentándolo… ¡Me siento avergonzada, muy avergonzada!
Y por primera vez desde que la conoce, Frederika ve a Déborah venirse abajo. Un sollozo único, brutal e irreprimible. Afluyen las lágrimas, se desbordan y, cuando comienzan a derramarse, Déborah se recompone disculpándose por haberse dejado ir. Frederika se siente desolada por su amiga. Aunque le gustaría tomarla en sus brazos, siente que la joven prefiere olvidar este rapto de debilidad.
—No tienes que avergonzarte, Déborah. Nadie debe hacerte sentir vergüenza por algo así. De hecho, a nadie se le ocurriría hacer eso salvo que fuera un…
—¿Un qué?
—No te muevas. Ahora vuelvo.
Frederika, que no podía más, entra en su casa y vuelve jadeando, con un libro en la mano, que desliza a la fuerza en las manos de su amiga. Identificar a los perversos narcisistas para neutralizarlos mejor.
—¡Pero estás loca por darme esto!
Aterrada, Déborah lanza miradas hacia su casa e intenta devolver el libro a su vecina, pero Frederika insiste y se lo mete a la fuerza en su bolso. Visiblemente consternada, Déborah se marcha de manera precipitada, apretando tan fuerte la mano de Emma que la niña se echa a llorar.
Frederika observa a su amiga alejarse. Algo ha cambiado en ella, y no es solamente el hecho de que contemple dejar a David o que esté enamorada de su cuñado. No, es algo más profundo que eso y más inquietante. Frederika ha captado claramente hasta qué punto la joven está impaciente, irritada, de los nervios… Pero también ha visto con qué delicadeza se ocupa de su sobrina, hasta convertirla en una réplica en miniatura de ella. No hace falta estar casada con un psiquiatra para entender lo que está pasando: Déborah proyecta todo su amor sobre Emma, como una madre hacia su propia hija, como una mujer estéril hacia un niño caído del cielo. Es demasiado, es asfixiante y es evidente. Podría decirse que la joven ha olvidado que esta niña ya tiene un padre, un hogar, y que sólo es una transición en su vida. Sí, Frederika sabe reconocer los signos de un amor desproporcionado, esa clase de pasión que se desarrolla cuando no hay nada más a lo que agarrarse. No ve nada clara esta historia. Es más, ese mal presentimiento que tiene cada vez que piensa en su vecina no hace más que intensificarse con este nuevo interrogante implícito: ¿qué pasará cuando el padre venga para recuperar a su hija?
Déborah agarró con tanta fuerza la mano de Emma que tuvo que prometerle un helado para que dejara de llorar. Se odia por haberla maltratado así, en medio de la calle… Tan pronto como entran en casa la niña reclama su recompensa.
—¡Quiero un helado de chocolate!
—Sí, car…
Déborah se interrumpe. Nicolas y David están sentados en el sofá y la miran sin decir ni una palabra. La joven va a buscar un polo para Emma y le pide que vaya a comérselo a otro lugar; después, con el corazón en un puño, se sienta frente a los dos hombres y espera. Es Nicolas quien rompe el silencio.
—He venido para saber cómo estabas.
—Un poco mejor. ¿Y tú?
—Ahí andamos… Lamento haber apagado mal el cigarrillo.
—No estamos seguros de que el fuego viniera de ahí.
David fulmina a su hermano con la mirada.
—Ya ha pasado una semana —retoma Nicolas, un poco incómodo.
Aunque Déborah sepa lo que eso significa, la idea de que se marche con Emma le resulta insoportable.
—¡Es muy pronto aún, por favor, no me hagas esto!
—Sabes que no, que no es muy pronto… Y además dije que serían sólo unos días. Yo no puedo vivir sin mi hija.
—¡Ni yo tampoco!
Casi ha gritado. Nicolas le lanza una mirada seria. Sabe hasta qué punto se ha encariñado con Emma, pero también sabe precisamente que la niña es un excelente medio para presionar a la joven, y que tarde o temprano acabará por reunirse con ellos de una vez por todas… Así que Déborah puede sufrir un poco de momento, porque dentro de unos días, si todo va según lo previsto, estará con ellos. Para siempre…
—Cielo, tendremos nuestros propios hijos —le responde David—. ¡Y a ellos nunca los abandonaremos! Ya te dije que esto era temporal.
—¡Es culpa tuya! —insiste la joven—. ¡Es porque se te fue la olla pese a que ni siquiera estamos seguros de que fuera él! Si fueras un poco más razonable, Nicolas no pensaría en irse.
—¡Nicolas esto, Nicolas lo otro! Un día es un gilipollas y al día siguiente es un mártir. ¡Tendrías que decidirte, querida, porque empiezo a estar harto de tus tergiversaciones!
—No son tergiversaciones, sólo digo que podrías reconocer que no tenemos ninguna certeza, y ver lo disgustado que está Nicolas. ¡Si yo puedo, tú también puedes!
—Conozco a mi hermano, tú no.
—¿Y tú qué sabes? —interviene Nicolas enarcando una ceja.
—Sé que mi mujer te justifica porque has sabido embaucarla, pero a mí no me engañas, yo sé cuál es tu verdadera naturaleza.
—No te recomiendo que vayas por ahí… Yo podría decir otro tanto, si no más, sobre la tuya, no lo olvides.
Ambos hombres se enfrentan con la mirada. Acabarán llegando a las manos, está claro.
—¡Basta! —protesta la joven levantándose de golpe.
Pero una bajada de tensión hace que le flojeen las rodillas y vuelve a desplomarse en el asiento sujetándose la cabeza.
—Cielo, ¿estás bien?
David se precipita hacia ella, preocupado.
—¿Ves en qué estado la pones? —le escupe a su hermano.
—¿Yo? ¡Pero si eres tú el que la aterroriza! —se defiende Nicolas.
—¡BASTA!
Esta vez Déborah ha aullado.
—No puedo más con vuestros líos y vuestras chiquilladas. ¡Estoy cansada de estar entre dos fuegos! Acabo de sufrir un aborto natural y una intoxicación por dióxido de carbono, ¿no os parece que merezco una tregua? No pido gran cosa: sólo olvidar esta historia del incendio y poder cuidar un poco más de Emma… No le faltará de nada, te lo garantizo. Esta niña es mi rayo de sol, la necesito… Por favor, Nicolas, ¡sólo una semana más!
El joven parece dudar un poco, pero los grandes ojos dorados de Déborah vencen su reticencia…
—De acuerdo, pero quiero que me pidas perdón —le dice a su hermano.
—¿Qué?
David se atraganta por la sorpresa.
—Quiero que te disculpes por haberme dado una paliza en el hospital y que reconozcas que no quise hacerle daño a Déborah.
—Ni lo sueñes.
—Entonces la respuesta es no.
—¡David, te lo suplico, mi amor!
¡Esto es el colmo! ¿Acaso su mujer no se da cuenta de lo que está pasando? Con su aire de Judas, Nicolas no cabe en sí de gozo. No solamente la bella Déborah le ruega que le deje a su hija, sino que se permite el lujo de humillar a su hermano delante de ella. Pues bien: ¿cómo negarse a lo que pide sin parecer un monstruo egoísta?
—Siento haberte dado una paliza y reconozco que no quisiste necesariamente hacerle daño a Déborah.
Pero ya verás lo que es bueno, gilipollas, completa mentalmente antes de ir a servirse un trago para calmarse.
Nicolas sonríe, manifiestamente satisfecho, y mira a su cuñada como diciendo: «¿Ves? No es tan complicado hacer que ceda».
Emma ha terminado su helado y se nota. Con la carita totalmente embadurnada se acerca a su padre para hacerle un mimo. Nicolas se ríe mientras le limpia la boca con un pañuelo.
—A esta niña le gusta el chocolate, no hay duda —aventura Déborah.
—¡Sí, desde que su madre la destetó creo que se convirtió en su pasión!
—¡Ya lo creo! ¿Te acuerdas del helado en Deauvil…?
La joven se interrumpe bruscamente y se vuelve, lívida, hacia su marido. David está de espaldas y termina de servirse un vaso de coñac. ¿Ha oído lo que acaba de decir? Ella debería desviar la atención hablando de otra cosa, para sofocar la metedura de pata, pero se queda ahí, en un silencio en el que todavía resuenan las palabras que acaba de pronunciar. David lo ha oído perfectamente. Hasta casi se le cae el coñac de las manos. Helado. Se siente helado. Todo parece girar a cámara lenta a su alrededor. Con infinita lentitud, deja la botella, toma su vaso y da unos pasos hacia su mujer. Ella se echa a temblar mirándolo con ojos bañados en lágrimas.
—¿He oído bien? —se limita a preguntar—. ¿Tenéis recuerdos en común? ¡Vais a tener que contármelo!
El tono es fríamente sarcástico, demasiado tranquilo. Déborah tiembla cada vez más.
—No es lo que crees…
—¿Ah? ¿Y según tú qué es lo que creo? —finge él con un tono igual de dulce.
Las lágrimas de Déborah comienzan a fluir. Lanza una mirada desesperada a Nicolas, que se obstina en mirarse los zapatos y no le será de ayuda alguna.
—Te… te lo explicaré… De todos modos quería decírtelo…
—¿Ah, sí? ¿Y decirme qué? —aúlla de súbito David—. ¿Que aparentemente te follas a mi propio hermano desde hace años? ¿Qué es tu amante y que sólo eres otra zorra más que no pudo resistírsele?