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Déborah aprieta el paso, pero eso no basta para desanimar a su vecina, que la llama e incluso se pone a correr tras ella.
—¡Déborah! ¡Espérame!
La joven se vuelve suspirando. ¡Sólo faltaba ella! Aunque hace todo lo posible por evitarla desde que volvió a Montmorency, sospechaba que Frederika acabaría pillándola. A regañadientes, Déborah la saluda con una sonrisa.
—Lo siento, tenemos que ir al mercado, le prometí a Emma que le regalaría un vestido de princesa.
Intimidada, la niña se refugia detrás de las piernas de su tía con la cabeza gacha.
—No pasa nada, yo también tengo que ir allí. ¿Puedo acompañaros una parte del camino?
—Es que…
—Os vais a encontrar con el atractivo comandante, ¿es eso?
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo crucé en la calle varias veces.
Déborah se muerde la lengua para no soltarle a la vecina que si lo vio, fue desde detrás de su ventana, mientras la estaba espiando, como tiene por costumbre…
—La niña tiene pinta de estar un poco mejor —susurra la quebequesa—. Mi marido dice que a estas edades, con un buen seguimiento, uno acaba por olvidar sus traumas.
—Digamos que, a la larga, nos acostumbramos a las cicatrices…
—No sé —admite Frederika, un poco incómoda.
La quebequesa no sabe cómo abordar a su amiga. Siente como si hubieran pasado siglos desde la última vez que hablaron, y que la confianza que tanto tiempo le había costado ganar se ha esfumado casi por completo. Déborah se muestra distante, en guardia…
—Querida, sabes que si necesitas hablar, tienes una amiga al otro lado de la calle —prosigue con torpeza—. Sólo tienes que cruzar.
«Querida»… A Déborah le horroriza que la llamen así. Apesta a falta de imaginación y a cariño barato tanto como un ambientador de retrete. Suena falso, sólo se dice para dárselas de persona compasiva y regodearse con sus sentimientos de imitación.
—Gracias, Frederika. Aprecio tu ofrecimiento en su justa medida —responde ella con hipocresía.
—Es muy normal…
Déborah aprieta un poco más el paso. No tanto como ella querría, porque su sobrina ya tiene dificultad para seguirla. Espera que su vecina entienda que la situación ha cambiado, que no tiene nada más que decirle, que la función ha terminado. Pero la canadiense se aburre mucho en su pequeña y ordenada vida, y visiblemente no tiene la intención de dejarlo así.
—¿Sabes? Estuve muy preocupada por ti durante tu desaparición…
—Te lo agradezco.
—Es verdad. Y además, ya sabes, me siento mal por el papel que desempeñé con respecto a tu marido. No sé cómo pude hacerlo…
—¿A qué te refieres?
—Pues… en mi primer testimonio lo incriminé. Dije que te trataba mal, repetí tontamente lo que había creído entender, dije que era un perverso narcisista, que seguramente te pegaba…
—Hiciste lo que creías que tenías que hacer, Frederika.
—Puede ser, pero no debería haberlo acusado sin pruebas. Máxime cuando nunca me confirmaste que te hacía daño… Solías repetir que era un hombre atento y que lo querías… ¿Era así?
Déborah asiente con la cabeza en silencio. En realidad, a Frederika Migneault le corroen los remordimientos. No deja de pensar en su última conversación con David, de recordar hasta qué punto le pareció sincero y enamorado de su mujer. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que había basado sus sospechas en las apariencias, en la nada, en una sensación que ella había erigido en verdad universal, sin tener en cuenta la presunción de inocencia. E incluso aunque se había desdicho de su abrumadora declaración, no podía evitar sentirse culpable. Porque ella había notado que el cuñado de Déborah tenía pinta de colgado, que no era normal que abandonara así a su hija como lo hizo, y que la joven no era de esas que se van con otro hombre sin reflexionar. Pero ella prefirió el blanco fácil, el culpable ideal, evidente, el que le convenía en el fondo, porque imaginar por un momento que aquella bonita pareja no tenía nada que reprocharse, ninguna desgracia que ocultar, habría sido, en cierto modo, insoportable. Pero hoy David está muerto. Muerto de desesperación, por lo que le dijeron, porque creía que su mujer estaba muerta y la sola idea de sobrevivirla era superior a sus fuerzas. David Pennac se tiró bajo las ruedas de un coche y murió despedazado, como su corazón cuando descubrió el dedo cortado de Déborah. Es de una tristeza infinita, de una injusticia profunda, y Frederika se siente en parte responsable del drama, así que si pudiera hacer cualquier cosa por su amiga, lo haría.
—¿Sabes? Prefiero no hablar demasiado de esto —responde evasiva Déborah.
—Lo entiendo… Sólo quiero que sepas también que fui al entierro de David… y que fue una ceremonia preciosa.
Déborah todavía estaba en el hospital cuando tuvo lugar la incineración. Era la última voluntad de David, sufrir la prueba del fuego, como para liberarse de una vez por todas de su adolescencia atormentada.
—Está bien…
—Si quieres ir a visitarlo al jardín de los recuerdos, donde se dispersaron sus cenizas… estaría feliz de apoyarte.
—No tengo la intención de ir allí, Frederika.
Ante el gesto sorprendido de su vecina, la joven se ve obligada a explicar su decisión.
—Si David supo convencerte de sus buenos sentimientos, en ese caso genial por ti, pero te puedo asegurar mirándote a los ojos que es el responsable de todo lo que me sucedió. Nunca le perdonaré, nunca iré a rendirle homenaje.
Y, de hecho, Déborah ha clavado los ojos en los de su vecina y la mira fijamente sin pestañear. Cautivada por las pupilas doradas de la joven, Frederika no logra apartar la vista, y de la misma forma en que intentó leer en los de David, ahora sondea los ojos de su amiga. Busca la zona de fragilidad, la pena inquebrantable que se cubre con un velo de pudor, de una rabia totalmente relativa que se derretirá como la nieve al sol con la primera muestra de afecto. Pero por más que busque, no encuentra nada de esto. Ni siquiera una forma de paz que revelaría un sincero alivio. No, nada. Ninguna emoción pese a que los dos vivieron juntos varios años y que ella sistemáticamente lo ponía por las nubes. Ni el menor rastro de una lágrima. Ni un pestañeo.
De repente, extremadamente incómoda, como un invitado que se da cuenta de que no es bienvenido en casa de sus anfitriones, Frederika se aclara nerviosamente la garganta e intenta mantener la compostura, encontrar una razón lógica a la reacción de Déborah, a tener la confirmación.
—Richard suele decirme que el duelo a veces adopta formas sorprendentes, pero que eso no significa que la aflicción sea menor…
¡Richard! Siempre su maldito marido. ¡Richard esto, Richard lo otro! ¡Es increíble ver cómo esta mujer, que cruzó el Atlántico y consiguió montar su empresa en un país extranjero, es incapaz de pensar sin el aval de su marido, de creer un poco en ella aunque no esté ahí para felicitarla o confirmarle que va por buen camino! ¡No es sorprendente que a ella la haya metido con rapidez en la categoría de víctima! ¿Cuándo dejarán las mujeres de hacer suyos esos clichés que las encierran en el corsé de la incompetencia? ¿Acaso no ve Frederika lo fuerte que es? Seguramente más que el hombre que duerme con ella, pero la trata como a una niña descerebrada. Déborah está dividida entre el desprecio y la pena por la quebequesa, incluso aunque sepa que, en el fondo, son la misma cosa…
—Gracias por tu comprensión —se limita a responder ella.
Después de todo, no puede salvar al mundo entero. Si consigue salvarse a sí misma, ya estará bien…
Déborah se despide de su vecina y le da un suave beso en la mejilla, con ligereza. Frederika se sorprende ante este dulce beso, casi tierno. Y mientras mira a Déborah alejarse, turbada por esta muestra de afecto, llega a olvidar hasta qué punto quedó estupefacta ante lo que vio en sus ojos unos minutos antes: una especie de dureza y de absoluta frialdad.
—¡Qué caliente estás esta mañana!
Ésas fueron las primeras palabras de Sacha para Déborah al despertar. Hay que decir que la joven se había propuesto despertarlo de la forma más deliciosa posible, con una maestría que daría celos a la más hábil de las geishas.
—Eres tú quien me pone así…
Y oírselo decir aumentaba lo que ella le hacía sentir. Verla tan activa así, encima de él, completamente entregada a su placer, como si se multiplicara hasta el infinito para cubrirlo de caricias, como una Shiva del sexo cuya boca insaciable le proporcionaba mil deleites, era como un sueño hecho realidad. Desconocía lo que había hecho para merecerlo, pero estaba dispuesto a reincidir toda su vida, un día tras otro, para que este estado de gracia no acabara jamás.
Desde el día en que Gabriel Strano lo visitó en el hospital dos semanas antes, Déborah fue para Sacha la más dulce y atenta de las compañeras. Aceptaba sin pestañear sus idas y venidas entre su piso y la casa, le aseguraba que comprendía sus dificultades por dejarlo todo por ella y juraba que lo esperaría pacientemente. Sí, la joven era perfecta se mirara por donde se mirara, como si intentase desautorizar a Strano y sus acusaciones ridículas, o hacerse perdonar su estallido la famosa mañana en la que Nicolas se había manifestado. Pero ¿qué tenía que hacerse perdonar cuando era totalmente comprensible que perdiera el control? Esta perfección era evidentemente muy agradable para Sacha, era el rey, un verdadero pachá cubierto de atenciones aunque ella las mereciera sin duda más que él. Nunca se quejaba y siempre eludía sus preguntas cuando él se interesaba por ella. Trataba de gustarle a cada instante, en anticiparse al menor de sus deseos, en ser la compañera con la que siempre había soñado. Hasta el punto de volverse predecible, casi agobiante. Y cuanto más se esforzaba en parecer ligera, más le pesaba a Sacha. Aunque él seguía bajo el hechizo de sus curvas y de su singular belleza, lamentaba no sentir la incertidumbre de los enamorados, esa que hace que el corazón deje casi de latir cuando hace varias horas que no se tienen noticias de la persona amada y se espera con impaciencia, sumido en un delicioso dolor, que dé alguna noticia… Es un estado de gracia que, si bien no puede durar y debe dar paso a una relación más serena, donde el temor al abandono quedará relegado a un segundo plano, hace que nos sintamos tan febriles como un adolescente, que, en suma, estemos vivos. Sin embargo, se sentía culpable por tener este tipo de pensamientos, sobre todo en ese preciso momento en que estaba ahí, tumbado sobre esta cama, con el pene hinchado en la boca de esta belleza que se esforzaba por llevarlo al borde del gozo y retenerlo un poco más aún, antes de permitirle explotar finalmente y esparcirse en el fondo de su garganta. Sacha eyacula en un largo gemido, agarrando la cabeza de la joven para ir a lo más profundo de ella y no volver a salir jamás… Una vez pasado el orgasmo, loco de gratitud y olvidándose de sus consideraciones pseudointelectuales sobre el amor y la serenidad, le dice finalmente las palabras que ella esperaba oír.
—¡Te quiero, joder, te quiero!
—¡Puedes llamarme Déborah! —sonríe ella.
—No bromeo… ¿sabes? Eres la mujer con la que siempre soñé…
—¡Y también lo hago muy bien!
Sacha se ríe con toda su alma.
—Es lo menos que se puede decir. ¿Dónde aprendiste a hacer estas cosas?
—Aprendí todas las formas de complacer a cualquiera gracias a internet. —¿A cualquiera?
—¿A cualquiera qué?
—¿No solamente a los hombres?
La sonrisa de Déborah se heló de manera imperceptible.
—¡Claro que sí, qué pregunta!
—Bueno, no sé, tenías que haber dicho «complacer a los hombres» en lugar de «a cualquiera», ¿no?
—Es un término genérico, no veo dónde está el problema.
Cuando comenzaba a fruncir las cejas así, el enfurruñamiento estaba cerca…
—Sólo pensaba que quizá habías tenido experiencias con mujeres… De ahí tu término genérico.
—¿Adónde quieres llegar? ¿Me preguntas si soy lesbiana cuando acabas de correrte en mi boca?
El terreno cada vez se volvía más resbaladizo, de modo que Sacha consideró preferible maniobrar un poco para no enfangarse más.
—No, cariño. Sólo me preguntaba si estarías de acuerdo en intentarlo una noche con otra mujer…
Incrédula, Déborah lo miró fijamente por un instante. ¿Ésta era la única razón de su pregunta o la estaba poniendo a prueba?
—Si la idea te excita, puedo pensar en ello —respondió encogiéndose de hombros.
Y sin esperar su respuesta, se fue a la ducha con la excusa de que quería llegar pronto al mercado para comprarle un vestido a la niña.
—¡Sólo tendrás que reunirte con nosotras! —le soltó mientras se iba.
Déborah tenía una forma muy personal de zanjar las discusiones.
Sacha se tomó el tiempo de beberse un café antes de ir al mercado. El mes de agosto llega a su fin y el sol ya no es muy fuerte… El comandante deambula por las calles con un paso ligeramente renqueante debido a sus costillas, aún doloridas. Finalmente llega a la plaza y cree distinguir a la hermosa Déborah y a la niña. Las llama, pero no le oyen: están paradas delante de un puesto de flores que parece concitar toda la atención de la niña, a pesar de la visible impaciencia de su tía.
Un tendero, observando el gesto serio de Emma, le tiende amablemente un pequeño ramo de violetas. Al principio dubitativa, la niña lo coge delicadamente y mira las flores con expresión maravillada.
—¿Qué se dice, Emma?
—Gracias —dice coqueta la chiquilla.
—¿Gracias qué?
—Gracias, señor.
El vendedor se extasía con la cortesía de la niña y la buena educación que le da su madre.
—¿Te gustan? —pregunta él.
—¡Sí, huelen bien! —exclama Emma llevándose el ramo a la cara.
—¡Entonces aprovéchate, pequeña, porque las violetas son aún más tímidas que tú! A ellas no les gusta que las huelan y sólo se puede oler su aroma una vez, después tu nariz estará totalmente embotada. ¡Les encanta jugar al escondite!
—Como a mi papá y mi mamá —dice la niña con un tono un poco triste.
—Que no, mira, diría que tu papá os ha encontrado. Buenos días, señor, tiene usted una familia preciosa.
Déborah se sobresalta violentamente, pues no ha oído acercarse a Sacha.
—Gracias, señor. No sabía que las violetas tenían un poder mágico —responde Sacha en tono cómplice, cogiendo a Emma en brazos.
—En efecto, tienen una molécula que inhibe el olfato y…
—Y tendríamos que ir tirando —lo interrumpe Déborah, visiblemente molesta—. Debo comprar un pollo para mediodía antes de que se acaben.
Sorprendido por esta vehemencia, Sacha la sigue, no obstante, y coge a su compañera por la cintura. Al verlos así, ¿quién podría adivinar que todavía está casado y que Nicolas aún anda por ahí? ¿Qué la joven oscila constantemente entre el miedo a perder a su nuevo compañero y la angustia de volver a caer en manos de un loco que se ha jurado poseerla? Pero los dos son tal para cual, dotados como están tanto el uno como la otra para ocultar sus pensamientos…