6

 

 

 

Tras la ventana de su cocina, Frederika Migneault hace una señal con la cabeza a su vecina de enfrente, que está en el baño, y suspira con el corazón desgarrado. Richard, su marido, se acerca y se coloca detrás de ella abrazándola tiernamente. Forman una pareja unida, perdidamente enamorados y respetuosos el uno del otro, a pesar de sus veinte años de diferencia.

—¿Qué te pasa, mi amor?

La mujer envuelve los brazos de su marido en los suyos y le aprieta tiernamente las manos.

—Creo que Déborah está llorando…

El hombre mira discretamente a través del cristal. Su vecina parece en efecto frotarse los ojos para secarse las lágrimas. Richard sabe hasta qué punto conmueve a su esposa.

—Eso parece…

—¡Me gustaría tanto poder ayudarla, Richard!

—Ya la ayudas demostrando que estás aquí y que estarás a su lado, si un día encuentra la fuerza de irse.

—Pero ¿y si no la encuentra?

—Entonces será su elección. Tal vez no es tan infeliz como piensas.

—¡Pero mírala! ¡No me digas que está bien! Está completamente sometida a su marido. ¡Toda su vida gira en torno a la de él!

—Hay mujeres a las que les gusta eso, ya lo sabes. Quizá no la conozcas tan bien.

—Déjalo, ¿quieres? ¡David la corta totalmente del resto del mundo y la aterroriza, eso se ve a la legua! ¡Tú oyes sus voces igual que yo! Se pasa el tiempo gritándole…

—En eso exageras, no discuten más que nosotros. Francamente, no deberías meterte. No sabes lo que realmente pasa en esa casa.

—¡Eso es muy francés! —se enfurece ella—. Pero mira, también tengo ojos en la cara…

—¿A qué te refieres?

Frederika parece dudar un instante. Déborah sigue plantada delante de la ventana de su cuarto de baño, no querría que la joven le leyera los labios. Así que retrocede un poco y susurra en la oreja de su marido, como si su vecina también pudiera oírla.

—Creo que él le pega.

Ya está, ya ha soltado las palabras. Frías y cortantes. El tipo de palabras que nunca pueden olvidarse realmente.

—¡Eso que dices es muy grave!

—Lo sé. Pero he visto cardenales en sus brazos, por eso los lleva casi siempre tapados. La primera vez que los observé se apresuró a bajarse las mangas, como si la hubiera pillado in fraganti. Se puso lívida y te aseguro que me lanzó una mirada aterrorizada.

—¿Por qué no has hablado con ella de eso?

—No es tan fácil, querido. Creo que lo habría negado… Que habría encontrado excusas para justificar a David. Está completamente sometida a ese tipo. Estoy segura de que es un perverso narcisista.

—¡Ya sabes lo que pienso!

—Oh, vosotros los psiquiatras, es entrar en vuestra cocina y preferís escupir en la sopa antes que servirla…

Richard suspira. Ese término está tan de moda que todo el mundo lo utiliza sin ton ni son. ¿Un jefe un poco temperamental? Es un perverso narcisista. ¿Una mujer un poco seductora? Una perversa narcisista. ¿Un amigo que pide ayuda con más frecuencia de la deseada? Es un perverso narcisista… En cuanto la gente se siente contrariada por el comportamiento de alguien o se siente perjudicada de un modo u otro, gritan que viene el lobo. Cada época tiene su depredador designado, el único que explica nuestras angustias y todas la malas elecciones que podamos hacer. Así, los «casos» de abducción por extraterrestres en Estados Unidos salieron a la luz en la época de la guerra fría, cuando el extranjero daba miedo, con su montón de laboratorios secretos y sus deseos de conquista espacial. Hoy no tememos tanto lo desconocido, que internet y la televisión nos dan la impresión de haber dominado, como lo íntimo. El complot ya no está fuera, sino en el interior, en los círculos más reducidos. Perverso narcisista es un término cajón de sastre, como antes lo fue psicópata. Descargamos en él toda la responsabilidad de nuestros fracasos, de nuestras depres o de nuestro desánimo. En una época en la que nuestro libre albedrío se está deshilachando a merced de los lavados de cerebro mediáticos, en la que la presión de la crisis o la amenaza de perderlo todo vuelven las cosas más inciertas que nunca, el hombre, asfixiado por todas partes, manipulado por la publicidad, manipulado por los financieros, manipulado por una carrera consumista que le hace vivir una vida en las antípodas de aquella con la que soñaba, se ha inventado un nuevo perseguidor. Un perseguidor que encarna su sentimiento de impotencia, un perseguidor voraz y dominador, un Narciso devorador de impulso vital: el perverso narcisista.

—Escucha, amor mío, no digo que los perversos narcisistas no existan —matiza el psiquiatra—. Sólo digo que es una acusación dura y que, aunque sea un poco fanfarrón y autoritario, David Pennac no es necesariamente el cabrón que crees que es…

Richard Migneault deposita un beso en la sien de su esposa y la atrae hacia el centro de la habitación: ¡ya han espiado lo suficiente a la vecina!

—Sí, pero si lo es de verdad y no hacemos nada… —insiste Frederika—. Sabe Dios lo que podría pasar. Un golpe o un bofetón de más… Un día que ella haya sido menos dócil de lo habitual… Cuando tal vez haya intentado huir… Y en ese momento, ¿qué le diremos a la policía? ¿Que no estábamos seguros, que esperábamos pruebas más evidentes? ¿Y qué haremos con nuestra conciencia?

 

 

Al otro lado de la calle, Déborah sonríe con aire cansado mirando a los Migneault atrincherarse en su casa, tras haber bajado las persianas, y cierra la ventana que había entreabierto para disipar el vaho del cuarto de baño. David y su hermano no tardarán en volver de su partido de tenis y todavía tiene cosas que hacer. Hace apenas cuarenta y ocho horas que Nicolas se presentó en su casa y David ya ha cambiado. Y no para bien. Manifiestamente encantado de que Nicolas lo necesite y de que la relación de fuerza que sufrió durante la infancia se haya invertido, asume con complacencia el papel de hermano mayor. Más fácilmente de lo que la joven habría imaginado. Él se esfuerza por deslumbrar a su hermano y le enumera glotonamente la lista de sus éxitos, de sus actividades, de sus amigos prestigiosos… Amigos que no lo son tanto ya que nunca se han dignado visitarlos, algo que, ha de reconocer, le conviene: Déborah no tiene ninguna confianza en el círculo de David. En cuanto a Nicolas, parece maravillado y azuza de buena gana a su hermano en su tema favorito, a saber, él mismo.

La naturaleza humana le parece a veces muy curiosa, pero Déborah cree que es bueno que Nicolas haya podido instalarse en su casa, mientras cada uno finalmente encuentra lo que busca. Hasta entonces ella hará todo lo posible para limar asperezas y ser lo más agradable posible, con el fin de que su reencuentro transcurra de la mejor manera posible, sin ser demasiado íntimo pero tampoco conflictivo. Es todo un arte jugar a los intermediarios o los mediadores sin que lo parezca. Pero es su papel y Déborah quiere representarlo lo mejor posible. También es la razón por la que acepta los largos momentos que pasarán juntos, lejos de ella, como si ella fuera algo insignificante. En ocasiones hay que saber apartarse para defender una causa justa, y Déborah está convencida de que lo que ocurre actualmente es lo mejor que podría pasar. Además, siendo egoísta, le encanta tener tiempo para ella y para la pequeña. Emma es una chiquilla entrañable, aún no muy despierta, pero sí dulce y sonriente. Una verdadera muñequita con sus sueños de princesa y sus vestiditos de volantes. Una niña como la que le gustaría tener…

Déborah suspira y lanza una enésima mirada al test de embarazo que está sobre el lavabo. La pequeña franja que debería descubrir un tono azul no muestra más que un material absorbente desesperantemente inmaculado. Lo coge y se toca la barriga con un gesto automático. Por un instante, ve su propia mirada reflejada en el espejo, el de una mujer consciente del vacío que lleva en ella y que amenaza con ahondarse. Pero ni hablar de mostrar ese rostro descompuesto a su marido y que descubra su pena, su mudo dolor, este terrible sentimiento de haber sido dejada de lado por la vida, abandonada por su propia alma. No, debe esconder esa cara. Después de todo, existe una solución para cada problema y ella también será madre un día, porque si no, se resecará completamente y será aniquilada sin esperanza de remisión…

Déborah guarda el test en su estuche de maquillaje y sonríe a su reflejo. Sí, es mejor así. Esa Déborah que todos conocen y a la que quieren, una mujer optimista y siempre volcada en los demás, no una quejica que se lamenta porque no es capaz de quedarse embarazada. Levanta los ojos al techo para enjugar las últimas lágrimas y al hacerlo nota que el aparato antihumedad colocado en una de las estanterías está lleno. Se pone de puntillas, coge el objeto y vacía su contenido en el lavabo. Esta casa es tan húmeda como una bodega y debe luchar diariamente contra el moho que motea las paredes. Déborah chasquea la lengua irritada, coge un par de guantes de goma y un cepillo para fregar, y comienza a frotar las paredes de la ducha. La joven se emplea a fondo, aunque los hongos microscópicos le den asco. Se esfuerza por hacer de este espacio un lugar agradable donde David se sienta bien, donde pueda bajar sus defensas y sentirse totalmente protegido.

 

 

Reina un silencio casi religioso, a excepción del crujir de la madera al dilatarse y contraerse y del aire que se cuela aquí o allá. Déborah es de naturaleza apacible, valora la soledad y la calma, que aprovecha para leer o dedicarse a sus tareas de ama de casa. Del otro lado del pasillo se filtra la respiración regular de Emma. La niña duerme la siesta con un gorjeo intermitente y adorable. Esto hace sonreír a Déborah, que procura no frotar demasiado fuerte para no despertarla.

De repente, el cristal de la habitación comienza a vibrar y unos graves retumban hasta el estómago de la mujer.

 

Girl my love’s gonna last, just as long as my high
(And I’m high all day, every day)
You can trust every word I’m gonna say will be a lie…[4]

 

Se levanta de un salto y ve el coche de David acercarse por la calle. ¡No ha podido evitarlo! Circula despacio con las ventanillas bajadas, My Medicine de Snoop Dogg a todo volumen, pinta de chulo con sus Ray-Ban, y todo eso para tirarse el moco delante de su hermano. Ambos parecen encantados: ella escucha sus carcajadas desde aquí. Luego, la música para. Dos minutos más tarde, David grita:

—Débo, ¿estás ahí?

La joven se precipita escaleras abajo.

—¡Sí!

David la besa lánguidamente delante de Nicolas.

—¿Lo habéis pasado bien? —dice ella un poco incómoda.

La típica pregunta que no hay que hacer. De inmediato, ambos hombres le cuentan con pelos y señales los dos partidos que han jugado, porfiando y discutiendo por cada punto. David ganó uno y Nicolas el otro. Tendrán que disputar otro para desquitarse.

—Yo también quiero el desquite —dice la joven zalamera.

Pero la broma no les hace gracia. Tal vez ni siquiera la hayan oído. Déborah tiene la impresión de ser completamente transparente. ¿Para qué pedirle que venga si la ignora? ¡Y ella que ha bajado al momento! Se abofetearía. Ambos hermanos parecen muy excitados. Fuera de sí, la joven explota:

—No sé para qué me molesto tanto en bajar corriendo a veros.

Los dos hombres paran bruscamente de reír.

—¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —pregunta David.

—¡Lo que me pasa es que habéis pasado del odio visceral a una complicidad de críos, eso es lo que me pasa!

—¿No lo prefieres así? —se arriesga Nicolas.

—¡Tampoco entiendo cómo de repente puedes sentirte tan despreocupado cuando antes afirmabas estar abatido por la desaparición de tu mujer! Tienes una manera un tanto extraña de mostrar tu inquietud.

—Sólo trato de distraerme, ¿es un crimen?

—¡No, pero reconoce que es raro! Incluso deberíamos preguntarnos si nos has dicho la verdad…

—Pero ¿no podemos dejar ese tema? —se le quiebra la voz a Nicolas.

—Cielito, ¿por qué te has puesto así?

—¡Porque llegáis con aire de no haber roto nunca un plato y haciendo un ruido infernal, cuando a mí me ha costado media hora dormir a la niña y a vosotros os trae sin cuidado!

La joven está furiosa. Al final, es más difícil de lo que pensaba verse relegada a un segundo plano. Sorprendido por la reacción de su mujer, David decide parar un poco.

—Bueno, escucha, ahora vas a calmarte —dice con voz firme—. Emma tampoco es de porcelana. ¡Desde hace dos días sólo estás pendiente de ella!

—¡Porque es la única que parece necesitarme!

—Vale, bueno, voy a ducharme…

Nicolas huye hacia la escalera. No quiere verse involucrado en esa disputa, ni mostrar su propia cólera. Porque él también está enfadado. Consigo mismo. Déborah tiene razón, se ha relajado. Debe ser más precavido, jugar bien sus cartas. Y su papel es el de un hombre abandonado, no el del hijo pródigo. Desde el cuarto de baño donde se desviste deprisa y corriendo, Nicolas escucha subidas de tono y eso le hace sonreír.

—… y si quieres un bocadillo, sólo tienes que hacértelo. ¡Yo no soy tu criada!

—Pues lo pareces —la provoca David, señalando los guantes rosas que no ha tenido tiempo de quitarse.

Déborah acusa el insulto, con expresión impenetrable y lágrimas en los ojos. Su marido, consciente de haberse pasado, intenta disculparse.

—No pensé lo que dije.

Pero la joven, fuera de sí, vuelve a gritar.

—¡Estoy harta! ¡Harta de que me trates como una completa inútil!

—Tranquila, cielito, ya te he dicho que no lo pensaba… Te pido perdón, pero deja de gritar. ¡Vas a despertar a Emma y, además, piensa en los vecinos!

—¡Me importan un bledo los vecinos! ¡De todos modos, no podemos engañarlos!

—¿Engañarlos sobre qué? —pregunta David con inquietud, acercándose a ella.

—¡No me toques! Déjame tranquila, ¿me oyes?

Apenas termina la frase, los lloros de la chiqulla comienzan a resonar en toda la casa. Déborah lanza una mirada acusadora a su marido y se precipita al piso de arriba.

 

 

La niña está colorada, la cara bañada en lágrimas. Se aferra a los barrotes de la cuna que la joven ha comprado para ella, profiriendo gritos como un cerdo al que estuvieran degollando.

—Estoy aquí, tesoro, estoy aquí… Te has asustado, lo sé, lo sé… No pasa nada.

Déborah la saca con precaución y la abraza tiernamente, meciéndola despacio, para consolarla, algo que también ella necesita. La niña tiene hipo todavía durante un rato, pero termina por calmarse.

—Estás empapada, cielo. Ven, te voy a refrescar un poco.

Déborah la lleva hasta el cuarto de baño y aguza el oído para saber si su cuñado aún está ahí. Ningún ruido. Se arriesga a dar tres golpes a la puerta, que se abre bruscamente ante un Nicolas medio desnudo, con una simple toalla alrededor de las caderas. Su pelo mojado está peinado hacia atrás y diminutas gotas perlan su torso ligeramente velludo. Ha puesto las manos a ambos lados del marco de la puerta, en una posición casi cristiana. Es bello. La joven se siente fascinada por ese cuerpo tan diferente del de su marido. Resulta difícil creer que sean hermanos. Nicolas es tan fino, sus músculos tan nerviosos… Y sus tatuajes, tan inquietantes: una mujer con rasgos asiáticos, aprisionada en una maraña de símbolos tribales… de simbólicas zarzas… Se pregunta si el dibujo tendrá un significado especial.

—Dime, cielito, ¿has tenido una pesadilla? —pregunta dándole un beso en la mejilla a su hija.

Déborah se sobresalta, como pillada in fraganti.

—Creo que sobre todo la hemos asustado nosotros…

Nicolas le sonríe. ¿La habrá sorprendido deslizando su mirada sobre su piel desnuda?

La niña tiende los brazos hacia su papá, los ojos hinchados de lágrimas y sueño.

¡Lo bueno de las penas infantiles es que se pueden ahuyentar con una carcajada!

Uniendo la acción a la palabra, Nicolas retrocede hasta el lavabo, deja correr un poco de agua y salpica a la niña, que se retuerce riéndose en los brazos de su tía.

—¡Para! ¡Vas a ponerlo todo perdido!

—¿Y qué? Lo limpiaré.

—¡A ver si es verdad!

—Yo no soy David. Sé cómo se usa una bayeta —le responde mojando a su cuñada.

—¡Eh! ¡A mí no!

—Oh, eres una aguafiestas…

—Eso es mentira.

—¡No, es verdad!

—¡Ahora verás lo aguafiestas que soy!

La joven va hacia él, pone los dedos bajo el grifo y transforma el chorro de agua en un géiser. Emma estalla en carcajadas mientras su padre se defiende como puede. Implora piedad dirigiéndose hacia la ducha, pero aprovecha para coger el mando de la ducha y lo acciona en dirección a Déborah. Ésta se pone de espaldas para proteger a la chiquilla, la deja en el suelo y se abalanza sobre su cuñado para desarmarlo. Empapados, luchan durante unos segundos, más cerca de lo que nunca han estado desde que él llegó a esta casa. Déborah se inclina todavía más sobre el joven, estira el brazo, lo roza al pasar y logra cerrar el agua. Al recuperar su posición original, una mano la retiene. Nicolas la oprime contra su torso y, en la espontaneidad del momento, la besa en los labios. Paralizada, la joven empieza a temblar. Parece perdida, espantada y gira la cabeza hacia la puerta abierta de par en par.

—No está aquí —se limita a responder Nicolas.

Sus pupilas dilatadas y la toalla tensa, que amenaza con soltarse de las caderas, traicionan su deseo.

—Eres preciosa —murmura rozando uno de sus pechos bajo la blusa empapada.

—No… no puedo…

Sin embargo, no parece querer irse y se deja acariciar. Están fuera del tiempo en ese momento eminentemente erótico, pese a que la niña está a dos pasos y David, una planta más abajo. Nicolas tiene esa manera de mirarla como si fuera una diosa, como si tuviera el poder de salvarlo de sí mismo… Es evidente que se siente atraído por ella. Si David los viera, tal vez se ocuparía más de su mujer y se acordaría de que la ama… Después de todo, no sería complicado hacer que entendiera que Nicolas no es insensible a sus encantos, ni hacer que dudara sobre la reciprocidad de sus sentimientos… Aunque, por supuesto, conociendo el temperamento de su marido, sería un juego muy peligroso.

Déborah se aparta suavemente de su cuñado.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Creo que no, y que será cuestión de tiempo que cedas.

—No cederé.

—Está claro que David no te merece —suspira recolocándose la toalla.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no tiene tu rectitud.

—¿Qué? ¿Te ha dicho algo? ¿Se está viendo con otra?

La voz de la joven acaba de subir de tono súbitamente. Si David tiene una amante, quiere saberlo.

—¿Te sorprendería?

—¡Respóndeme!

Sin decir palabra, Nicolas se levanta y la empuja suavemente hacia la puerta, tras lo cual deposita un beso en su frente.

—Debo prepararme, tengo una cita dentro de una hora.

Ha cerrado la puerta, dejando a Déborah solo con sus dudas, sus temores y el deseo que le ha dejado entrever. Y con ese proyecto un poco loco, pero terriblemente tentador, de utilizar a su cuñado para dar celos a su marido.

 

 

Son las seis y media de la tarde. Sacha Mendel da vueltas como un león enjaulado en el edificio, que comienza a vaciarse. Los colegas del turno de noche no tardarán en llegar. Por su parte, él haría jornada doble sin problemas. Cualquier cosa antes que llegar a casa y sufrir los eternos lloriqueos de Marion, su esposa. Sólo que, ¿qué hacer mientras espera poder volver a trabajar sobre el terreno? Está muy bien proponerle que escoja un caso, pero no hay ninguno que realmente le entusiasme…

—¡Voy a echarme un piti! —anuncia Sacha en voz alta.

Pero todos están demasiado ocupados cerrando sus respectivos asuntos, con prisa por irse lo antes posible, como para responderle. Sacha encoge los hombros, toma su chaquetón y se dirige hacia la salida. Cuando pasa por delante del despacho del capitán Fialaix, observa que este último interroga a un tipo. Sacha se detiene un instante, mientras se pone el abrigo, y pone la antena.

—¡Mueva el culo en lugar de hacerme perder el tiempo!

El hombre parece furioso. Hace grandes gestos, se rasca la nariz, se mete las manos en los bolsillos, las saca de nuevo para volver a gesticular… ¡Por fin un poco de animación! Sacha Mendel se apoya en el marco de la puerta y asiste al final de la conversación con aire divertido. De repente, el tipo se da media vuelta y lo empuja al salir. Durante una fracción de segundo, Sacha tiene una impresión de haberlo visto antes que lo galvaniza. Ya se ha cruzado con ese hombre, pero ¿dónde?

—Lo siento —gruñe el desconocido.

—¡No, no se disculpe, me ha alegrado el día!

El desconocido no comprende, pero no tiene tiempo que perder. Sólo tiene prisa por irse de ahí y abandona el lugar sin decir una palabra, dejando a Sacha con sus interrogantes respecto a su identidad.

Mendel entra en el despacho de Fialaix.

—Parecía muy agitado.

—Está claro.

—En todo caso, ¡menudo charlatán!

—¿Por qué lo dices?

—Porque por lo que he visto de la conversación, te ha mandado a paseo.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. En lenguaje no verbal hay signos que no engañan. Rascarse la nariz a menudo significa que se está a punto de soltar una trola de las gordas… Dejar las manos en sus bolsillos indica que uno tiene algo que esconder, que no se es consecuente con lo que se pretende…

—¿Te crees el Mentalista o qué?

—No, sólo me intereso por estos temas, eso es todo.

Sacha se abstiene de explicar que se empolló libros de programación neurolingüística para preparar su entrevista con el IGPN.

—Entonces, ¿qué trataba de hacerte tragar este tío? —prosigue Sacha.

—Oh, su mujer ha desaparecido de la noche a la mañana y él se encuentra a cargo de una chiquilla de cuatro años. Me decía que estaba loco de preocupación…

—¿Por qué el BRDP nos ha endilgado a la mocosa? ¿Hay sospecha de secuestro o de asesinato?

—En efecto, están empezando a hacerse preguntas. La madre no ha dado señales de vida desde hace un mes y el marido es un antiguo yonqui… Suficiente para pasárnoslo.

Sacha se acerca a la mesa del capitán y coge el expediente del chico en cuestión. En el interior, una foto de la desaparecida.

—Laura Pennac —comenta Laurent Fialaix con tono cansado.

En la treintena, morena, pelo largo, ojos azules, femenina. Bastante guapa.

El nombre del marido, Nicolas Pennac, tampoco le dice nada a Mendel. Pero ya que tiene que entretenerse, como le han aconsejado, decide que ése será su nuevo caso…

Juego de apariencias
titlepage.xhtml
index_split_002.html
index_split_003.html
index_split_004.html
index_split_005.html
index_split_006.html
index_split_007.html
index_split_008.html
index_split_009.html
index_split_010.html
index_split_011.html
index_split_012.html
index_split_013.html
index_split_014.html
index_split_015.html
index_split_016.html
index_split_017.html
index_split_018.html
index_split_019.html
index_split_020.html
index_split_021.html
index_split_022.html
index_split_023.html
index_split_024.html
index_split_025.html
index_split_026.html
index_split_027.html
index_split_028.html
index_split_029.html
index_split_030.html
index_split_031.html
index_split_032.html
index_split_033.html
index_split_034.html
index_split_035.html
index_split_036.html
index_split_037.html
index_split_038.html
index_split_039.html
index_split_040.html
index_split_041.html
index_split_042.html
index_split_043.html
index_split_044.html
index_split_045.html
index_split_046.html
index_split_047.html
index_split_048.html
index_split_049.html
index_split_050.html
index_split_051.html
index_split_052.html
index_split_053.html
index_split_054.html
index_split_055.html
index_split_056.html
index_split_057.html
index_split_058.html
index_split_059.html
index_split_060.html
index_split_061.html
index_split_062.html
index_split_063.html
index_split_064.html
index_split_065.html
index_split_066.html
index_split_067.html
index_split_068.html
index_split_069.html
index_split_070.html
index_split_071.html
index_split_072.html
index_split_073.html
index_split_074.html
index_split_075.html
index_split_076.html
index_split_077.html
index_split_078.html