4
El invitado sorpresa de Déborah se bebe la copa de un trago para darse algo de valor. Se queda ahí, sin decir nada, y se deja tranquilamente escrutar, juzgar, despreciar. David no se corta y sus ojos se aferran a todos los detalles que los diferencian: las oscuras y profundas ojeras que le devoran las mejillas, la barba mal cuidada sobre la pálida piel, la camiseta sin forma que renunció a cambiar por una camisa para dar una mejor impresión, los abigarrados tatuajes que le cubren los brazos desde las muñecas hasta los hombros.
—Son muy prácticos tus dibujos de taleguero para camuflar las marcas de los pinchazos —escupe David.
—Ya no toco eso.
—Veamos…
David prosigue su inspección: los vaqueros están archiusados, así como las zapatillas de deporte de lona, que parecen haber dado diez veces la vuelta al mundo; el pelo despeinado, cortado hace al menos tres meses, el rostro está demacrado, el cuerpo es un poco demasiado delgado, los músculos, secos, la espalda, ligeramente encorvada, las manos tiemblan…
—¿Tienes el mono? —agrega David.
—¿Qué?… ¡No!
—Estás temblando.
—Me estás intimidando.
—No haber venido.
—Pero estoy aquí.
—¿Qué quieres?
—Tenía ganas de verte.
—¿Sin más, tras ocho años?
—No, no «sin más»…
El hombre carraspea. No está ahí por azar, eso seguro. Está demasiado nervioso como para no tener nada que reprocharse, demasiado flaco como para no pedir nada. Déborah le sirve otra copa de vino. Traga la mitad y casi se ahoga.
—¿Qué has hecho esta vez? ¿Has pillado el sida con una aguja infectada? ¿Atropellaste a un niño cuando ibas mamado?
—Para, por favor… Ya es suficientemente difícil…
Con estas palabras, David estalla en una carcajada forzada y se pasa nerviosamente la mano por el pelo. «¡Es suficientemente difícil!», repite exagerando el tono. Lanza entonces una mirada torva a Déborah.
—No deberías haberle dejado entrar, cielito… Pero ¿qué te ha pasado, eh?
La joven se retuerce las manos de estrés. Parece una chiquilla pillada in fraganti. Le tiemblan los labios. Da la impresión de estar al borde de las lágrimas.
—Lo siento mucho… disculpa, cariño… él me ha…
—No le he dado opción —corta el hombre.
—¿Qué le has hecho?
David ha cerrado los puños, dispuesto a abalanzarse sobre él.
¡Nada, te lo juro, amor mío…! —interviene la joven—. Deberías dejarle hablar… Escuchar lo que tiene que decirte… Voy a ver a Emma durante este tiempo…
—¿Emma? ¿Quién es Emma?
Déborah y el visitante intercambian inmediatamente una mirada incómoda. Él permanece ahí, petrificado como una estatua de sal. De su boca no parece querer salir ningún sonido y los segundos transcurren con lentitud, llenando la cocina de un silencio cada vez más opresivo. Es imprescindible romperlo, decir alguna cosa antes de que los dos hombres se lancen el uno al cuello del otro, antes de que se produzca un drama… Déborah sabe que debe intervenir, aunque su margen de maniobra sea limitado. Nada que amenace a su marido, sobre todo no provocar una de sus terribles cóleras siempre prontas a explotar. Ni tampoco hacer sentir al otro que no es más que un parásito pernicioso, el tipo que te arrepientes de haber conocido, de haber dejado entrar en tu vida… No lo soportaría, es evidente. Pasando del uno al otro, los ojos de la joven reflejan las mil preguntas y angustias que la asaltan, sin llegar a plantearse, como si asistiera a un partido de tenis virtual. ¿Qué decir? ¿Cómo aplacar el juego sin pagar las consecuencias? ¿Qué debe hacer una buena esposa en una situación así? ¿Qué espera David de su mujer?
—Emma es tu sobrina.
Déborah ha hablado muy rápido, en un suspiro, un murmullo. Incapaz ya de soportar esa situación un segundo más, se dispone a abandonar la habitación rozando a David con la mano, que por unos instantes permanece desconcertado.
—¿Cómo? ¿He oído bien?
—Tiene cuatro años. Es lo más preciado que tengo…
—¿Tú? ¿Un hijo?
—Sí. Eres tío.
Para encajar el shock, David se sirve un vino a su vez. Así que, sin más, su hermano Nicolas, no contento con irrumpir en su vida tras un silencio ensordecedor de ocho años, mezcla a Déborah y a una niña pequeña en sus historias de familia. Muy hábil. Siempre se le dio bien jugar con la gente…
—¿Dónde está la madre? —suelta David intentando reprimir su creciente irritación.
En lo que parece un esfuerzo sobrehumano para responder sin derrumbarse, Nicolas Pennac alza los ojos al cielo, inspira profundamente, bloquea su respiración y se queda en apnea, fuera del tiempo durante algunos instantes, fuera de esta cocina, fuera de la vida de este hermano que se había jurado no volver a ver antes del día de su entierro… Pero víctima y verdugo terminan siempre por volver a cruzarse: se atraen, una y otra vez; por mucho que bailen una danza macabra, intenten alejarse para sobrevivirse, están condenados a encontrarse para librar una lucha sin cuartel, en la cual al menos uno de los dos no se salvará. Por eso, si Nicolas se queda en apnea para concederse un ilusorio aplazamiento, retroceder y tratar de conmocionar a ese hermano arrogante, es también con el fin de controlar mejor lo que va a decir después, no despertar sus sospechas y llevarlo exactamente hacia donde quiere.
—No sé dónde está la madre de Emma. Desapareció hace un mes.
—¡Ya estamos!
Pero lejos de exhibir un aire triunfal, David acusa el golpe, afligido. Se apoya en el frigorífico y se pasa la mano por la cara. Está cansado e intuye que la noche será larga. La presencia de su hermano garantiza el inicio de los problemas. Con él siempre es así. Nicolas, el hermano pequeño con cara angelical que conmovía el corazón de sus maestras pese a sus deplorables notas, el manipulador que robaba a los comerciantes del barrio sin que se dieran cuenta, el pilluelo malo y descarado al que su madre le perdonaba todo y que nunca había dejado de poner a prueba sus límites… Ese hermano que le había robado su infancia con sus buenos modales y su gusto por el vicio, su forma de hacerle pagar el pato por todas sus malas acciones… Ese hermano que por fin dejó de hacerle sombra cuando David se fue a Estados Unidos, iniciando una fulgurante caída con estancias en prisión, casas ocupadas junto a otros drogadictos, ese hermano al que no había vuelto a ver desde el funeral de su madre cuatro años atrás, a quien llevaba ocho años sin dirigir la palabra después de que se presentara totalmente colocado en su cumpleaños, dando el espectáculo delante de todos sus amigos… No, David pensaba que no volvería a verlo nunca más. Y sobre todo creía haber acabado con esa rivalidad fraternal que lo había consumido durante toda su infancia. Pero no había nada que hacer: por mucho que Nicolas estuviera un poco desaliñado y que la vida lo hubiera maltratado, aún conservaba esa insolente belleza que David le envidiaba. Y además, hoy es padre. Antes que él. Y esto para David es difícil de digerir. ¿Cómo este perdedor pudo encontrar a una mujer que aceptara darle un hijo? Seguramente sería una colgada que acaba de darse cuenta de su error y ha decidido huir de esta especie de perverso…
—¿Qué le hiciste para que se largara sin su pequeña?
—¡Basta con tus desprecios, no los necesito! ¿No ves que esto me hace daño?
—Para que esto te doliera tendrías que tener corazón. ¿Qué hiciste esta vez?
—Nada. Laura y yo pasábamos por un periodo un poco difícil y discutíamos mucho, es cierto… Pero de ahí a desaparecer, no lo comprendo.
David está a punto de soltar otra maldad cuando Déborah reaparece en la cocina.
—En efecto, es incomprensible. Una madre no deja a su hijo así. ¡Si yo tuviera la suerte de tener una pequeña y adorable criatura nunca podría abandonarla —se subleva.
—Laura no era muy maternal… De hecho, era yo quien quería un hijo.
David levanta una ceja dubitativa.
—Veo que no me crees, pero ahora tengo una vida ordenada. Bueno… tenía.
—Bueno, ¿qué quieres, Nicolas? ¿Por qué estás en mi casa?
Déborah lanza inmediatamente una mirada acusadora a su marido.
—¡Cariño, no merece la pena que te pongas así de agresivo! Supongo que no debe de ser fácil volver después de todos estos años. Tu hermano debe de estar verdaderamente desesperado.
—Tú no lo conoces como yo, cielito…
La joven suspira, pero se niega a ceder a los argumentos de su marido. Nicolas está ahí y no van a echarlo a la calle junto a su hija, ni hablar. Vuelve a avivar el fuego bajo el wok y entonces interroga a su cuñado sobre esa misteriosa desaparición, emitiendo hipótesis.
—Pudo sufrir un accidente, tener un encuentro desafortunado, volverse amnésica…
—La policía buscó en hospitales y morgues… Y nada.
—En cualquier caso, no puedo concebir que haya abandonado simple y llanamente a su hija. ¡No es posible!
David contempla a su esposa, tan bella y tan ingenua. Déborah no puede imaginar ni por un solo instante que una madre no quiera a sus retoños… Quizá por eso David nunca le habló de su infancia, para no quebrar su candidez.
—Algunas mujeres sencillamente no son maternales —se contenta con responder él—. Es así.
Nicolas bajó la cabeza, como para huir, él también, de recuerdos insoportables.
—Por qué no, después de todo —admite con pesar la joven—. Aunque me cuesta aceptarlo.
—Porque tú tienes un gran corazón, cariño.
David la besa en el cuello. Ella sonríe y aprovecha para cuchichearle algo al oído.
—¡Desde luego que no! —se defiende él.
Entonces ella hunde sus ojos dorados en los de David, con ese aire de cierva asustada que tanto le gusta.
—¡Por favor!
Él suspira y acaba aceptando.
—Tienes suerte —le suelta a su hermano—. ¡Mi mujer es un ángel y si te quedas aquí esta noche es solamente gracias a ella, que quede claro!
—Lo está. ¡Gracias! No sé qué más hacer… No tengo cómo mantener a la niña… ¡Gracias, de verdad!
—Es temporal. ¡Y no creas que eso significa que te perdono!
—Lo harás cuando veas que he cambiado.
David le hace callar con un gesto irritado y descorcha una segunda botella, un Meursault reserva que combinará perfectamente con el plato que cuece a fuego lento.
—Déborah está preparando un risotto con limón y trufas.
—¡Qué festín! —exclama entusiasta Nicolas.
David tuerce el gesto. ¿Hace cuánto que su hermano no ha tomado una verdadera comida? A juzgar por su delgadez, no parece darse un festín todos los días… ¿Y la niña que duerme en el piso de arriba? De repente, la angustia le oprime la garganta y, a pesar de su rencor, poco a poco recupera sus reflejos de hermano mayor .
—Ven, terminaremos el aperitivo en el sofá. ¿Te parece bien, cariño?
—¡Claro que sí, mi amor! Comprendo que tenéis muchas cosas de que hablar. Además, prefiero cocinar sola, ya lo sabes.
—Mi mujer es genial —comenta David a su hermano.
—Salta a la vista…
Los dos hombres entran en el salón. Nicolas saca un paquete de cigarrillos de sus vaqueros.
—¿Puedo?
—Sí, pero entonces en la terraza…
Una vez fuera, David inspira con todas sus fuerzas el aire vivificante de abril. Su hermano tirita un poco al encenderse el pitillo.
—Estás muy delgado —comenta el mayor.
—¿Quieres uno?
—No, lo he dejado.
—Muy bien.
—¿Y tú? ¿La droga?
—Eso es cosa del pasado.
—¿Nunca tienes la tentación de volver?
—Todo el tiempo. En esos momentos, fumo o tomo caramelos.
—¿Caramelos? ¿Lo dices en serio?
—Sí —sonríe Nicolas sacando algunos de su bolsillo—. Ya lo ves.
En la palma de su mano, dos caramelos de naranja y uno de limón flotan en medio de numerosos envoltorios vacíos, doblados y anudados de manera casi obsesiva.
—¿Y funciona?
—La mayor parte del tiempo… ¡Cuéntame, tienes una choza fantástica!
—No cambies de tema. ¿Qué quiere decir la mayoría de las veces?
—Eso quiere decir que lucho contra ello, David. Lucho. Nunca he tenido tu fuerza de carácter… A ti te basta con querer algo para conseguirlo.
—Eso no siempre fue así. Es una cuestión de trabajo, de voluntad.
—Que no tengo. Y que siempre admiré en ti, de verdad. Lo tienes todo: una mujer adorable, una carrera floreciente, una casa magnífica…
—Las fachadas más bellas a veces esconden enormes vicios de forma. Esta choza es demasiado húmeda: una auténtica esponja… Por eso se agrieta por todas partes.
—Una especie de coloso con pies de barro…
—Exacto.
Silencio. Difícil conversar con un hermano al que ya no se conoce.
—¿De verdad no tienes la menor idea de qué ha podido ocurrirle a tu mujer? Decías que atravesabais una época difícil…
—No hasta el punto de que se fuera sin decir nada. Es verdad que no estaba muy presente estos últimos tiempos debido a mi libro…
—¿Tu «libro»? —lo corta David, estupefacto.
—Sí… He escrito una novela, esta vez con mi nombre. Estaba harto de hacer de negro y he encontrado un editor que cree en mí. Y además prestigioso.
—¿Y se puede saber quién es?
David pensaba haberlo erradicado definitivamente, pero hete aquí, ese punto de celos tan familiares que lo devuelven al pasado. Nicolas se enciende un segundo cigarrillo y ofrece el paquete mecánicamente a su hermano. David lo toma, la mirada en el vacío.
—¿Bueno, quién es? —insiste.
—Por el momento es secreto. Es una cuestión de superstición, pero puedo decirte que es una importante casa editorial. Se juegan mucho con mi libro. La publicación está prevista para septiembre, la reapertura literaria, ¿te imaginas?
—¿Cuánto te dieron de anticipo? ¡Esto por lo menos podrás decírmelo!
—Quince mil euros.
—¡Es muchísimo para una primera novela!
—Sí, esperan mucho de esto…
El rostro de Nicolas pierde un instante esa expresión de cansancio que lucía desde el principio de su reencuentro. Se anima y hasta se ilumina. David da una gran calada a su cigarrillo, que escupe de inmediato, tosiendo.
—Bien por ti. ¿Qué dice la policía?
—¿De mi anticipo? —bromea Nicolas.
—Supongo que les notificaste la desaparición de tu mujer…
—Sí, evidentemente. Hasta ahora no han hecho gran cosa. Han encontrado su teléfono en una papelera, así que no hay forma de rastrearlo. Además, tengo la impresión de que nunca me han tomado demasiado en serio, hasta ahora.
—¿Hasta ahora?
—La BRDP[2] trasladó el expediente a la Criminal. Me han citado allí pasado mañana.
—Eso está bien.
—No sé…
—¿Cómo que no sabes?
—Es ridículo, pero me da miedo. Tengo miedo de que me acusen. El marido siempre es el primero de quien se sospecha en este tipo de historias, ¿no?
—¿Tienes algo que reprocharte?
—¡Ya te he dicho que no!
—Te conozco lo suficiente como para saber que mientes.
—¿Me conoces? ¿No has tenido noticias mías desde hace ocho años y me conoces?
—Tampoco las diste…
—¡No querías volver a verme, joder!
—Y eso no ha cambiado… Pero por circunstancias estás en mi casa y, además, con una niña pequeña, así que deja de decirme trolas y dime la verdad. Tuvo que pasar algo forzosamente grave para que ella se fuera así.
Nicolas saca un caramelo de su bolsillo, abre el envoltorio y chupa el dulce con un ruido de succión que David encuentra repugnante. Su hermano está nervioso y sus dedos tiemblan mientras se dedica a alisar y plegar meticulosamente el papel.
—No puedo responderte —suelta con un hilo de voz.
—¡Lo sabía! ¡No puedes evitar meterte en marrones! Anda, dame otro pitillo, lo necesito.
—Las malas costumbres tienen siete vidas, ya ves —responde Nicolas, tendiéndole el paquete—. Uno no se deshace así como así de las malas inclinaciones…
—Sólo hay que tener la voluntad de hacerlo. A partir de mañana no tocaré más el tabaco y no lo echaré de menos.
—Arrepentido o no, serás un fumador toda tu vida, un gordo y un tartamudo.
—Cierra el pico.
—¿Qué? ¿Te molesta que hable de ello? ¿Por qué?
—Porque pasé página. Es el pasado.
—El pasado… No es más que una ilusión. Tarde o temprano acabamos pagando la cuenta.
Algo cambió sensiblemente en la mirada de Nicolas. De provocador, se convirtió casi en amenazante.
—¿De qué estás hablando?
—Lo sabes perfectamente.
David palidece. Sí, sabe perfectamente a qué se refiere su hermano. Pero no sembrará el caos en su vida bien ordenada sacando los cadáveres del armario, ni hablar… No se lo permitirá… Si Nicolas le reprocha que no lo conoce, Nicolas tampoco lo conoce a él: David ya no es el crío que no se sentía bien consigo mismo y que se dejaba dominar por su hermano pequeño. Hoy, nada ni nadie le pone trabas en su camino durante mucho tiempo y si Nicolas lo intenta pagará las consecuencias.
—Bueno, dime: ¿no habrás venido para volver a poner «eso» sobre el tapete?
—¿No crees que «eso» podría estar relacionado con la desaparición de mi mujer, David? No me digas que la idea no se te ha pasado por la cabeza…
—¡Gilipolleces!
—Piénsalo, David… Todos acabamos pagando nuestros pecados, tanto tú como yo.
—Yo no tengo nada que pagar. ¡Yo no hice nada!
—Sabes que sí. Dudo que lo que hicimos prescriba.
Fuera de sí, David coge a su hermano por el cuello de la cazadora y lo empuja contra la pared. De repente, ya no es el hombre encantador de sonrisa impecable al que nada afecta, sino un lobo feroz de ojos exorbitados dispuesto a todo para proteger su secreto.
—Te repito que no tengo nada que reprocharme, y si vuelves a mencionar esta historia una sola vez más te echo de casa junto a tu pequeña. ¿Te queda claro?
La mirada de David no puede ser más clara, sus ojos centellean de rabia, la de un hombre capaz de todo para preservar su carrera, a su pareja y su vida.
—¡Vale, vale! Tienes razón, no he dicho nada…
Nicolas Pennac vuelve a meter el pequeño nudo de papel en su bolsillo, aspira con fuerza su cigarrillo y sonríe con la mirada perdida.
Las cosas parece que no han cambiado tanto: siempre sabe qué teclas tocar con David.