6
Sacha Mendel no es precisamente lo que llamaríamos una «nariz». Aunque es aficionado al vino, es totalmente incapaz de distinguir los aromas de mora o cuero que puede desprender tal o tal caldo, del mismo modo que no sabría decir qué perfume exactamente atufa el ascensor que lo lleva a su casa. A primera vista, los efluvios que le llegan son más bien frescos e inspiran inmediatamente una sensación de bienestar y placer. Se perciben los cítricos del Mediterráneo, o tal vez la hierba cortada. Pero rápidamente le irrita las fosas nasales una segunda nota, agresiva y embriagadora, muy especiada, picante, casi azufrada. Es el perfume de un hombre. Un perfume de dos caras. Y aunque Sacha no tenga un olfato muy aguzado, no le falta intuición de sabueso. Y lo que su intuición le dice es que huele mal. Muy mal.
Cuando, unos minutos antes, su mujer lo telefoneó para notificarle que tenía una visita, Sacha pensó de inmediato que los investigadores de la IGPN habían decidido presentarse en su casa. Y aunque no tuviera nada que pudiera comprometerlo en su domicilio, no se hizo de rogar para volver a casa, por miedo de que Marion metiese la pata. Condujo hasta su piso con el miedo en el cuerpo, pero eso no era nada en comparación con la creciente angustia que experimente en este momento.
Él conoce este olor. Un perfume carísimo, un objeto de lujo para quien tiene los medios… No el agua de colonia barata de un poli, no, ni siquiera de la IGPN, sino el perfume de un hombre peligroso, y Mendel no contaba con cruzárselo en su camino tan pronto.
Nada más meter la llave en la cerradura se abrió la puerta y Sacha se topó con una Marion sonriente y haciendo piruetas.
—¡Por fin estás aquí!
¡Menudo recibimiento! Hacía ya mucho tiempo que no se esforzaba tanto por mostrarse encantadora en su presencia. Pero evidentemente no es él la razón de su empeño por agradar, sino el invitado sorpresa. El hombre está cómodamente sentado en una butaca, con el gatito Watson sobre las rodillas y una copa de vino en la mano.
—Strano.
—Mendel.
El traficante inclina ligeramente la cabeza para saludarlo.
—Disculpa mi mala educación, pero me resulta imposible quitarme de encima a un gato que me ha escogido como cojín. Soy un hombre de gatos. ¿Ves? Habría pensado que a un hombre como tú le atraían más los perros… Tu lado extrovertido, evidente, un poco loco… En todo caso es la imagen que das; dicho esto, no hay que fiarse de las apariencias, ¿no es así?
Sacha crispa ligeramente la mandíbula, no con la suficiente discreción como para que Strano no se divierta. Sacha se dirige hacia el siciliano sin decir palabra y coge con delicadeza al gatito, que posa un poco más allá.
—¿Qué haces aquí?
El hombre se levanta y se sacude el traje para quitarse los pelos. Va vestido de blanco de los pies a la cabeza. Pantalones elásticos, suéter fino sin nada debajo y zapatos de cuero mate realzados con un ligero ribete rojo. También lleva un gran pañuelo bordado con hilo de oro y cuyos extremos caen a ambos lados de su busto. Sólo le falta la tiara. Y lo peor, piensa Mendel, es que le queda perfectamente. Cualquier hombre que se vistiera así parecería disfrazado o ridículo, pero no Gabriel Strano. Parece un ángel caído del cielo, un ángel bronceado de sonrisa irresistible. Si fuera homosexual, Sacha piensa que seguramente lo encandilaría con su encanto, como a su mujer o a todas y todos los que se cruzan en el camino del siciliano, porque más allá de su belleza casi felina, hay en este hombre un verdadero misterio. Un misterio que resulta de la curiosa coexistencia en él de la insolencia y la sensatez. Cuando Strano te mira, parece desafiarte e inducirte a superarte a ti mismo, a salirte de los caminos trillados para no seguir viviendo según normas que él desprecia. Cuando Strano te mira, te habla en silencio, te provoca, te desprecia y te mide.
Sacha nunca ha estado cómodo con el silencio. Lejos de calmarlo, le angustia. Es como los lugares demasiado ordenados: lo que al final le estresa es el vacío, la nada, la idea de la muerte que esto le produce. No ser capaz de soportar el silencio es una debilidad, de no poder dejarlo transcurrir con la misma certeza que el tiempo. Pero él es así, si el silencio se instala, Sacha necesita romperlo, como para demostrarse a sí mismo que no es definitivo, que todavía no está muerto.
—¿Qué coño haces aquí? —repite.
—Como hacía tiempo que ya no tenía noticias, quise asegurarme de que todo iba bien…
—Ahora que lo has hecho, no te retengo más.
—¡Sacha! —lo abronca Marion.
—No, no pasa nada —responde el mafioso—. Tenemos algunas discrepancias… Pero cuento con esta cena para resolverlas.
—¡¿No irás a quedarte aquí?!
—¡Claro que sí! —replica su mujer—. De hecho, Gabriel hasta se ha ofrecido para hacernos su especialidad: ¡pasta a la carbonara!
—Sí, pero la de verdad, ¿eh? ¡No como las que hacéis aquí en Francia con nata y tacos de beicon envasado! He traído la panceta y el queso parmesano de verdad de Chez Luigi, mi tienda de comida preparada, y voy a hacer que toquéis el cielo con las manos… Éste es el tipo de comida con el que, a continuación, podemos morir en paz…
La amenaza es casi explícita. Seguro que Strano tiene a sus chicos rodeando el edificio. Sacha tiene las manos atadas.
—No sabía que eras amigo de los chicos de la IGS —se regocija Marion.
—IGPN —corrige Sacha.
Strano sonríe. Ha notado el cambio de actitud de Mendel. La velada puede comenzar. Se dirige a la cocina americana y le sirve un vaso de vino.
—Un gran reserva siciliano. Vas a ver, es maravilloso. Propongo un brindis por la amistad entre departamento. ¿Qué os parece?
—Con mucho gusto —dice con afectación Marion—. ¡Por la amistad!
—Por que la nuestra dure mucho tiempo, Sacha.
Pero detrás de la sonrisa afable, la mirada de Strano es fría, dura. Es una advertencia para Mendel, a quien mata mil veces durante el silencio que sigue. Aunque Sacha no es impresionable, siente escalofríos.
—Pruébalo —le dice el siciliano.
—¿Por qué, está envenenado?
Por toda respuesta, Strano estalla en una risa y le da un buen trago antes de ponerse a cocinar.
—La pasta a la carbonara es la que más te gusta, ¿verdad?
—¡Qué fuerte! —confirma la mujer de Mendel.
—¡Es fácil, lo sé todo de mi amigo el comandante! Ya sabe lo que se dice, querida Marion: mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca…
—¡Pero vosotros sois amigos! —corrige ella.
—¡Oh, entre nuestros departamentos siempre andamos un poco en guerra! Amigo o no, si Sacha cruzara la línea, yo lo enviaría a chirona sin dudarlo, como haría cada uno de mis colegas. Bueno, desde luego, la vida de un poli en prisión no es precisamente un camino de rosas y no hay que deseárselo…
Strano lanza un guiño a la esposa de Sacha. Al mismo tiempo que se atarea con las cacerolas, flirtea, la piropea y demuestra hasta qué punto conoce su vida, como si se la hubiera contado el propio Mendel. Ella parece completamente hipnotizada por los seguros y cautivadores gestos del hombre, su voz profunda y cálida, su carismática sonrisa. Ella bromea y sonríe, se pasa la mano por el pelo, busca el contacto físico. «Mi querido Gabriel» por aquí, «déjeme ayudarlo» por allá… Lo roza para coger un utensilio, le toca el hombro en señal de complicidad. Ni siquiera con Philippe se comporta de esa manera, observa Sacha.
—¡Y aquí está! —exclama Strano sirviendo su plato—. ¡Ya me diréis qué os parece!
—¡Hummm, está delicioso! —se extasía Marion.
Sacha la encuentra ridícula. Exagera tantísimo que casi se diría que tiene un orgasmo. La mira con dureza y desprecio, aunque ella no lo ve, tan ocupada como está en atraer la atención de su invitado.
Pero Strano sí capta esa mirada de odio que el policía lanza a su esposa. Porque si bien tiene una extrema facilidad para seducir o desviar la atención, Gabriel Strano, a semejanza de los prestidigitadores, es un maestro en el arte de entretener para acercarse mejor a su presa. Habla, charla y seduce sin ni siquiera pensar en ello, como una segunda naturaleza a la que deja expresarse mientras todo su ser, su esencia, se concentran en el verdadero objetivo, en un silencio que los demás no oyen pero que le sirve más allá de lo imaginable. Gabriel Strano saca provecho del ruido que provoca para adormecer la desconfianza de sus interlocutores y perforarlos hasta lo más hondo de su mente, para sondear sus corazones y descubrir los secretos más oscuros. Y lo que Gabriel Strano comprende es que, si bien Sacha Mendel no es en absoluto el policía modélico que pretende ser, es la persona más infeliz que ha conocido nunca. Es un alma en carne viva que vaga y que intenta conocerse a sí misma. Y como el siciliano no cree en el azar, comprende también que está aquí para guiarlo hacia su camino. Clava sus ojos en los del poli, coge la cadena de oro que tiene alrededor del cuello y tira de ella hasta alcanzar la cruz, la besa y, sin apartar la vista del comandante, le sonríe, como un cura que está a punto de confesar a un niño. Sacha se estremece otra vez. Hay locura en los ojos de su enemigo.
—Bien, querida —dice Strano dirigiéndose a Marion—. Ya que ha acabado su plato, ahora tendrá que dejarnos a solas, entre hombres; tenemos cosas serias de que hablar.
Segura de que la atracción hacia él es recíproca, la mujer protesta con un mohín caprichoso.
—¡Después de dos botellas de vino nadie es serio, y además no me apetece abandonar una compañía tan agradable como la suya!
—Bueno, bueno… Comprendo perfectamente el problema, pero insisto en que nos deje solos. ¿Por qué no llama a Philippe para calmar su excitación?
Marion casi se atraganta con el vino y se pone del mismo color.
—Siguen siendo amantes, ¿no? —le pregunta a Sacha.
—¿Cómo te has atrevido a propagar rumores sobre mí?
Atónito, Sacha no responde. Está dividido entre la rabia por haber sido espiado hasta el punto de que eso ni siquiera sea un secreto, y una especie de alivio y hasta de regocijo al ver la reacción de su mujer. Pero Strano no tiene ninguna gana de reír.
—Marion, su habitación está por allí, si no me equivoco…
Desconcertada, la mujer se queda inmóvil durante unos segundos. Un alud de emociones afluyen a su cabeza. Cólera, frustración, decepción. ¿Para qué engatusarla de esa manera si luego la trata así? Seguro que es una jugarreta orquestada por su marido para humillarla. Siente cómo las lágrimas afloran a sus ojos, pero no permitirá que ni Strano ni su marido la vean llorar. Mientras gira sobre sus talones y cierra de un portazo su cuarto, escupe un torrente de exabruptos.
—Deberías decirle a tu mujer que no se me insulta impunemente… —amenaza el siciliano.
—¿Qué quieres?
Ahora que Marion se ha ido, por fin van a poder quitarse las máscaras.
—Coñac. ¿Tienes?
Strano se sienta en el sofá. Mira la habitación y todo lo que le rodea, como para evaluarlo. Sacha obedece mientras echa miradas inquietas hacia el dormitorio conyugal.
—Relájate, estamos entre amigos.
—No creo.
—Casi diría entre hermanos.
—Aún menos.
—Sin embargo, tú y yo nos parecemos muchísimo…
Pero por más que Sacha lo escruta, Gabriel ve claramente que el poli no encuentra ningún punto en común. Deberá ayudarlo a que tome conciencia de todo lo que les une.
—Tu mujer… Lo que no soportas de ella es que te haya traicionado. No hablo sólo de su amante. Creo más bien que no te mostró su verdadera cara cuando la conociste y que te sentiste como en una trampa. La odias por haberte mentido, manipulado. Y te odias aún más por haberte casado con ella, por haber contribuido tú mismo a convertir tu vida en un infierno, por haberte traicionado a ti mismo. ¿Ves? Tenemos eso en común, no soportamos la traición…
Strano moja sus labios en el coñac y clava sus ojos en los del policía. A su manera, él también lo traicionó, haciéndose pasar por un barman un tanto codicioso cuando sólo estaba ahí para capturarlo. Como si leyera los pensamientos de Sacha, el siciliano continúa.
—Hasta el punto de ser capaces de ejecutar a un traidor a sangre fría.
—Si quiere matarme…
—¡Oh, no, no seas vulgar! ¡Y por favor, no me trates de usted! ¡No me estropees el placer de este buen coñac degustado en presencia de un amigo! Porque soy tu amigo, no lo dudes. El mejor que puedes tener en este momento, sobre todo tras la llamada telefónica que han recibido tus colegas de la IGPN —ironiza.
Entonces fue Strano quien lo denunció. ¿Por qué? ¿Por darse el gusto de destruir a un poli que sólo hacía su trabajo vigilándolo?
—Una simple denuncia no basta para destruir a alguien. Y no puede usted probar nada.
Aunque haya simulado que eran amigos delante de Marion, Sacha no va a seguir tuteando a este cabrón.
—¿Ah, sí? ¿Cuánto te juegas a que antes de este fin de semana encuentro testigos oculares creíbles y sin antecedentes que puedan reconocerte formalmente?
—¿Qué quiere? ¿Tumbar a un poli? ¿Es eso?
—En absoluto. Me gustan mucho los polis, sobre todo cuando están de mi parte. Vale, de acuerdo, al principio no supe quién eras. De hecho, empecé a tener la mosca detrás de la oreja cuando Lionel me reveló su pequeño secreto…
Efectivamente, el propio capitán Petitjean había propuesto un arreglo a Strano. Reorientaría la investigación hacia otro lado e informaría al mafioso sobre las sospechas o pruebas sobre él a cambio de considerables cantidades de dinero para ganar un dinero extra. Pero su traición terminaba ahí. Nunca vendió a Mendel.
—Claro que él no me dijo que también eras poli, pero como aparecisteis casi al mismo tiempo… No había que ser muy listo para entenderlo… De modo que os vigilé a los dos. E incluso os rastreé hasta el solar en el decimotercer distrito gracias a las emisoras de radio de los coches que os había prestado. Comprenderás mi sorpresa cuando descubrí que un poli tan íntegro como tú se había cargado a su colega…
—¿Qué quiere?
—Pues, verás… me sería muy útil tener un aliado en la policía. En este mismo momento, hay un objeto que me convendría que desapareciera de vuestra sala de incautaciones… Eso haría que olvidara tu traición.
Para agradecérselo, Strano pediría también a uno de sus chicos que se confesase autor del asesinato de Petitjean.
—De eso ni hablar.
—Creo que deberías pensártelo, créeme. Los de Asuntos Internos están detrás de ti y han hecho avances sustanciales.
—¿Y cómo sabe usted eso?
—¡Eso no importa, amigo mío! Fíjate que incluso han consultado a un psiquiatra. El tipo estudió tu perfil y encuentra perfectamente plausible que hayas matado a Lionel.
—Está mintiendo.
—Siempre según el psiquiatra —retoma imperturbable Strano—, hay dos posibilidades: o bien has pasado demasiado tiempo en ese ambiente, y la inmersión total, los problemas con tu mujer, todo ello ha podido hacer que perdieras el norte y ya no sabes distinguir claramente entre el bien y el mal…
—¡Gilipolleces!
—… o bien crees ser un justiciero, y como sabes que las redes de la justicia son un poco anchas en ocasiones, has decidido ocuparte personalmente de ciertos maleantes… Dime, ¿saben lo chalado que estás, Sacha? Oh, sí, eres un policía excepcional. Con instinto e inteligencia, y una memoria prodigiosa. Pero demasiada inteligencia y una sensibilidad a flor de piel no suelen hacer buena pareja. ¡Eres una olla a presión y ni siquiera tu mujer, un auténtico coñazo, te procura el descanso del guerrero! ¿Cuántas veces has pensado en matarla también? Por cierto, ¿ella sabe que tienes fotos suyas en la cama con su amante en tu ordenador? ¿Sabe que guardas eso para el divorcio, para no pasarle ni un euro?
Si Strano dice la verdad —y algo le dice que es así—, Sacha está efectivamente en un buen aprieto. Pero de ahí a currar para este imbécil, no. Porque no le engaña. Este pequeño servicio sólo sería el primero de una larga lista que lo alienaría más que cualquier otra cosa. Y si realmente es el hombre ávido de justicia que describe el psiquiatra de la IGPN, está fuera de discusión que se ponga al servicio de un traficante de droga. Y menos aún de Strano.
—Lárgate de aquí.
—¡Ah! ¡Por fin me tuteas!
—Fuera de mi vista.
Strano estalla en una gran carcajada. Es evidente que se lo está pasando en grande. Con una caricia al gatito que ronronea tranquilamente en el sofá y un beso en la mejilla del policía, que tiembla de rabia, se dirige a la salida.
—Te doy un tiempo para que te lo pienses…
—No hay nada que pensar. No cederé ni a su chantaje ni a sus cartas anónimas.
—¿Qué cartas anónimas? ¡Vamos, de momento no ha habido ninguna, amigo mío!
Strano se pone guantes blancos y saca de los pantalones una hoja que deja sobre la consola, al lado de la puerta.
—Quedamos así. Ahí están todos los detalles del paquete que debes recuperar para mí. Evidentemente, no es mi letra ni tampoco hay huella alguna. Arrivederci!
El hombre cierra la puerta muy despacio y, silbando, baja rápidamente las escaleras. Con el impulso, choca a la altura de los buzones con una anciana, que le lanza una mirada furiosa, dispuesta a plantarle cara.
—¡Venga, abuela, que no son horas de andar paseándose por las escaleras! ¡Suba a tomarse su tisana y váyase a la cama!
A Gabriel le encantan las ancianas aficionadas a las broncas, pero la velada ha sido agotadora. Sale del edificio sin esperar su respuesta.
En su piso, Sacha coge el papel que le ha dado Strano y suelta un largo suspiro. Cierra los ojos un instante y, cuando los abre, ve a su mujer. Está en el salón, con la mirada llena de odio y una sonrisa torva.
—Quiero que borres las fotos de las que hablaba. Las que guardas en tu ordenador. Ah, y ya que estamos, nunca te concederé el divorcio. Y menos después de lo que he sabido esta noche, espero que seas consciente.