3

 

 

 

—¡Eh, oiga, sobre todo no se corte!

Una enorme africana con túnica se retuerce en su asiento plegable, apartando como puede la cabeza del bruto que la ha tomado por una almohada.

—¡El metro no está hecho para dormir, señor, hay camas para eso!

El hombre sale penosamente de lo que parecía más un coma etílico que una cabezadita. Con un esfuerzo casi sobrehumano, despega sus párpados y los abre sobre unas pupilas tan verdes que la mujer, fascinada, olvida su irritación por un momento. Es tan rubio como ella es negra, tan delgado como gorda ella. Todo se opone en ellos: sus culturas, sus orígenes, sus creencias, sus acentos. Están en las antípodas de aquello que la naturaleza puede producir en los humanos. Entre ambos dejan adivinar toda la paleta de físicos posibles. El contraste es impresionante, extrañamente bello en el mugriento y abarrotado vagón. Doisneau seguramente habría hecho un cuadro sublime.

—Disculpe, señora, debería haberme empujado.

La africana gesticula agitando una mano por delante de la nariz.

¡Buff! ¡Pero es que además te apesta el aliento, mi niño! ¡Has tenido una noche agitada, por lo que veo!

—¡Sí, señora, agitada pero buena! La noche estuvo bien…

Él le dirige una sonrisa de chico malo que inmediatamente despierta su instinto maternal. De hecho, podría ser su hijo… Le devuelve la sonrisa y lo sermonea un poco. Ya ha pasado la edad de irse así de juerga, ¿no? ¿No tiene trabajo ni una esposa que lo espere?

—Sí, señora.

—Entonces, ¿por qué te pasas las noches saliendo y bebiendo? Deberías rogar al Señor para que te dé un poco más de fuerza de voluntad. Un hombre que deambula por las calles en lugar de trabajar y estar con su mujer, ¡eso nunca trae nada bueno!

—Le prometo que lo haré.

Sacha Mendel se levanta con dificultad, se lleva una mano al corazón y se inclina para saludar a la pasajera. Por sus cejas enarcadas se da cuenta de que lo está creyendo a medias, pero poco importa. Se baja del vagón, se coloca unos auriculares en los oídos y pone música con el volumen a tope. Eso lo despierta, lo aísla y lo embriaga a la vez. De repente, a su alrededor, sobre un fondo de batería desatada y la voz de un cantante comprometido, todo el mundo se vuelve punk y se agita en un misterioso ballet. Sale de la estación de metro levantando el cuello de su chaquetón de lana, sopla ligeramente en sus largos dedos para hacer circular mejor la sangre y aprovecha para oler ese aliento que tanto incomodaba a su compañera de viaje. Hace una mueca: no se equivocaba. Sacha saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y, pese al viento y la lluvia, consigue encender uno. Aspirando largamente la primera calada, dejan que la nicotina haga su efecto. Joder, ¡cómo le gusta ese pequeño vértigo, esa sensación de despegar y a la vez echar raíces un poco más profundas en el asfalto!

Como si recuperara poco a poco la consciencia del mundo exterior, Sacha mira la hora en su móvil y acelera el paso, con la espalda encorvada y el ceño fruncido. Es de esos hombres que dan la impresión de disculparse todo el rato por ser tan altos. Pero es solo un espejismo. Sacha es más bien de tipo extrovertido. Generoso, expansivo, es de risa franca y broma fácil. Le gusta salir con sus colegas —quizá demasiado—, para olvidar la cotidianeidad alrededor de algunas copas. Sí, si uno se fija bien, se observa que sus ojos rezuman inteligencia, sus gestos son amplios y resueltos, la actitud, orgullosa, casi altiva. Pero eso no es lo más interesante. Lo que verdaderamente vale la pena ver de Sacha es lo que se trasluce cuando no se siente observado, cuando ya no está en escena y no está interpretando. Entonces se descubre a un hombre totalmente diferente, pese a algunos rasgos que, en el mejor de los casos, se considerarán banales y en el peor, no demasiado agraciados. Tiene una piel clara ligeramente sonrosada por el frío y arrugas marcadas para su edad. Sacha pronto cumplirá cuarenta y cuatro años, pero aparenta fácilmente cincuenta. El problema con los rostros expresivos es que rápidamente se pueblan de profundos surcos. Bueno, es un problema para quien le preocupe su imagen. Sacha, si bien siempre va aseado, no está inútilmente obsesionado por su físico. No es lo que podría llamarse un «tipo guapo», pero tiene un encanto irresistible que no envejecerá jamás. Tiene ese no sé qué que ilumina su cara cuando sonríe, un algo en su mirada que te envuelve y te rapta contra tu voluntad… Sacha Mendel no es guapo, es seductor sin necesidad de esforzarse. Se viste con sobriedad: vaqueros, jersey negro fino, zapatos de cuero. En verano cambia el jersey por una camiseta sin marca. En invierno se cubre con un abrigo largo, un chaquetón grueso y cálido cuya lana hace juego con sus ojos. De vez en cuando piensa en ponerse una gorra, como su padre y su abuelo, pero aún no se ha atrevido a dar el paso, por miedo a parecer definitivamente un viejo o a que lo acusen de parodiar a Sherlock Holmes. No obstante, eso escondería hábilmente una parte de esa gran frente plagada de arrugas que día tras día va comiendo terreno a unas greñas que Sacha nunca ha sabido realmente cómo disciplinar: una poblada pelambrera color miel, un poco rebelde. Su tez y su cabello rubio vienen de sus ancestros, judíos polacos en parte diezmados por el Holocausto. Quizá es esa triste herencia la que provoca su urgencia por vivir, por pasárselo bien, indisociable de la certeza de que todo es pantomima, que cualquier esperanza es vana y que la condición humana conduce irremediablemente a la decepción.

Sí, si sólo miramos a Sacha Mendel a hurtadillas, cuando al fin deja de ocultar su verdadero rostro, entonces podemos ver a un hombre triste y desengañado detrás del alborotador que se ríe un poco demasiado fuerte. Un hombre que se aburre porque ya no abriga esperanza. Un hombre que sufre por su lucidez y se la bebe apurándola, la ahoga hasta el olvido en los vapores de whisky. Y una vez que hemos visto el dolor y el hastío, podemos sumergirnos de nuevo en sus ojos, explorar más a fondo los meandros de una mirada demasiado velada. Y lo que encontramos es aún más sombrío que lo demás, razón por la cual sus salidas se han intensificado y ahora en cada una de sus borracheras termina tirado en la calle. Adivinamos la energía colosal que debe desplegar para escapar de recuerdos recurrentes, recuerdos tan terribles que nunca franquearán la barrera de sus labios. Recuerdos que no hacen otra cosa que golpear cada noche a la puerta de su alma. Noche tras noche, hasta el punto de tenerle miedo al mismo sueño, de provocarle insomnio hasta acabar desplomándose en el metro… Sin los codazos de la mujer con la túnica, quién sabe si no seguiría atrapado en las pesadillas que lo atormentan en cuanto se relaja un poco, con la nariz sumergida en el horror de la falta que cometió y que no sabe cómo expiar…

Cólera. Frustración. Miedo. Eso es lo que un observador experto podría notar en Sacha Mendel cuando baja la guardia. Pero Sacha la baja raras veces. O nunca. En todo caso, desde luego hoy no.

Ya ha llegado a la Île de la Cité. Bordea la hilera de vehículos aparcados en batería a un lado y otro de la pesada puerta de madera, apaga la música, se quita los auriculares y tira el segundo cigarrillo que ha encendido durante el trayecto, lamentando no poder guardarlo. Después penetra en el imponente edificio del 36 del Quai des Orfèvres, dirigiéndose a sus famosas escaleras negras y la mítica Brigada Criminal. Sacha Mendel tiene el corazón un poco acelerado y suda más de la cuenta. Inspira con fuerza para dominar su miedo y sube los peldaños de cuatro en cuatro, con aspecto casi ligero. Apenas ha llegado a su destino cuando el comisario de división lo recibe con tono de pocos amigos:

—¡Llegas tarde! ¡Llevamos esperándote veinte minutos!

Alex Toussaint le indica que lo siga y se dirige a su despacho con sus andares tan particulares. Porque Alex, en la cuarentena —de años y sobrepeso— no camina, sino que arroja las piernas estiradas ligeramente a un lado en un contoneo regular que le confiere aspecto de pingüino o de tentetieso. Pero que nadie se confunda con su aparente bonhomía: tras las redondeces anida una mente perspicaz y despierta, de un pragmatismo a prueba de bomba. Mendel lo sigue y entra en una habitación de muros amarillentos donde lo reciben fríamente dos funcionarios del IGPN.[1]

—Comandante Mendel, ya no lo esperábamos…

El que ha tomado la palabra encaja muy bien en el papel. Cuarenta y dos, cuarenta y tres años, bajito, pelo negro con raya a un lado cortado por un peluquero de barrio, gafitas tan redondas como su cara, el hombre pretende ofrecer una imagen joven con sus vaqueros y su cazadora de cuero, pero parece un chupatintas. Un pequeño funcionario sin imaginación ni ambición. El hombre se llama Paul Prévert.

—¿Como el poeta? —pregunta Sacha.

—Exactamente, pero no somos familia…

—Pues yo le veo un maldito punto en común: Prévert ya me tocaba los cojones en la escuela.

La sonrisa del hombre, asociada al efecto que produce habitualmente su prestigioso patronímico, se congela en un rictus que inspira lástima. Sus ojos, que por otro lado no resultan nada atractivos, se endurecen tras los cristales de hipermétrope. Prévert adopta una expresión afectada. Toussaint lanza una mirada afligida a Mendel, como diciéndole: «¡Haz un esfuerzo, cojones!». Pero, evidentemente, Sacha no está por la labor. Que le den a Prévert si no tiene sentido del humor.

El otro tipo carraspea. No es que se sienta molesto por la ocurrencia de Mendel, pero quiere dejar clara su autoridad. Es de mayor rango que Prévert y será él quien dirija el interrogatorio. Alto, enorme, debió de ser deportista en una vida anterior. Tal vez jugador de rugby. En cualquier caso, parece un armario empotrado. Hoy, seguramente va al gimnasio y levanta pesas tontamente para tener la ilusión de que sigue estando fuerte. En la cincuentena, con un aire animal en su poderosa mandíbula, parece un rottweiler, de esos que nunca sueltan su presa. Y para coronarlo todo, se llama Christian Sauvage. Algo así no se puede inventar. Sacha sonríe y observa a los dos hombres. El poeta es un caniche sin interés; es al rottweiler al que debe convencer…

—Antes que nada —le informa Sauvage—, quiero precisar que el interrogatorio será transcrito en su totalidad, enviado y archivado por nosotros en el IGPN, en el marco del caso Strano. En consecuencia, comandante Mendel, le pediría que se ajuste a los hechos y sea lo más preciso posible, además de decirnos toda la verdad. ¿Tiene alguna pregunta que hacer antes de comenzar?

—No.

—De acuerdo. ¿Podemos entonces contar con su entera cooperación?

—Afirmativo.

Los dos hombres parecen satisfechos. Sin embargo, Mendel acaba de soltarles su primera mentira.

Juego de apariencias
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