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Déborah Pennac lleva una vida sin misterio. Siempre con el mismo humor, una ligera sonrisa plantada en los labios, la espalda bien recta, camina por la calle como una reina de visita en su reino, con paso firme y decidido y la mirada al acecho. Aunque nunca parece en representación inspira una cierta idea de la perfección. A los treinta años, su rostro carece de la menor arruga y su piel, clara y tersa, se extiende sobre una frente tan grande que parece casi desproporcionada, confiriéndole ese aspecto extraño y evanescente que recuerda al de los extraterrestres en las películas de ciencia ficción. No busca esconderla, ni siquiera suavizarla, pese a los insistentes consejos de su peluquero, que le cortaría gustosamente un flequillo que la disimulara.
—Eso redistribuiría mejor las proporciones de tu rostro, querida…
—¿De verdad crees que tengo un aire tan duro?
Bien mirado, no. Al contrario, el conjunto es incluso armonioso. Sin embargo, por separado cada uno de sus rasgos, la más pequeña de sus características, ofrece un aspecto singular. Y no es sólo esa amplia frente, están también esos ojos inmensos, redondos como canicas, de un dorado casi amarillo, incandescente. Unos ojos que te fascinan cuando se clavan en los tuyos, hechizándote cuando se tornan de terciopelo. La nariz y la boca, minúsculas y carnosas a la vez, aportan carácter a un mentón de gatita, de chiquilla, de muñeca. Su larga melena es del incierto color llamado «rubio veneciano». Sus reflejos rojizo desvaído podrían quitar la gracia a su rostro de porcelana, pero lo aclaran aún más, como rindiendo homenaje a su belleza turbadora y luminosa, pues Déborah posee un encanto atípico, insolente. Hay en ella una parte sublime que uno desearía tocar o apropiarse, pero uno no se atreve a acercarse y se contenta con admirar de lejos.
Quien la observa en este preciso instante es Frederika Migneault, su vecina, joven y dinámica cuarentona que dejó su Canadá natal hace casi quince años para seguir a su marido francés, corroído por la morriña. De su unión nació el pequeño Joachim, quien, si bien se convirtió en el centro de sus preocupaciones, no impidió que su madre montara su empresa de comunicación como freelance. Como todas las mujeres activas, Frederika corre contra el tiempo. Le falta para ella, para su marido, para su hijo, para sus amigos. Seguramente no es la mujer o la madre ideal, pero, en cierto modo, esto le ofrece la posibilidad de mejorar. Y si hay una cualidad que posee, es la compasión. Frederika muestra una lealtad inquebrantable hacia los suyos. Es una amiga apreciada y una confidente tan indulgente que incluso la propia Déborah ha terminado por abrirse a ella. Lo que ya es decir.
Aunque Déborah Pennac lleve una vida sin misterio, resulta un enigma para su entorno. Extremadamente reservada, casi arisca, no se confía con facilidad. Si uno la escucha, todo es siempre maravilloso, perfecto: su vida, su casa, su marido… Muchos la envidian secretamente y desearían estar en su lugar. Sin embargo, David no está muy presente. Cabe decir que ejerce una profesión absorbente que le exige estar constantemente en la carretera. Déborah dejó de trabajar cuando se instalaron en el barrio, hace ya siete años, pese a que aún no tienen hijos. Frederika se ha preguntado desde hace tiempo a qué dedicará los días su vecina, sola en esa gran casa. En su lugar, ella seguramente se aburriría. Pero todo —tanto el aburrimiento como todo lo demás— parece resbalar sobre la joven, como la lluvia que ahora mismo cae sobre ella. Su paso no ha cambiado, su espalda no se encorva para mantener un poco de calor, su cabeza sigue erguida: podría parecer que no siente las gotas heladas. De hecho, Déborah no va lo bastante protegida para un mes de abril. Ha debido de dejarse engañar por el sol matinal que iluminaba los brotes del barrio, dando al día un falso aire primaveral…
De todas formas, hay una cierta ingenuidad en su joven vecina, y es precisamente este candor el que, combinado con su carácter reservado, la protege de los celos malintencionados de las demás mujeres. El sexo débil está hecho de forma que cuando una falda un poco demasiado insinuante se agita en los alrededores, se siente en peligro y muerde…
Pero Déborah Pennac no es ostentosa. Luce su feminidad con prendas clásicas con los colores del otoño. Debe de medir alrededor del metro sesenta, aunque es difícil de determinar con precisión: siempre está encaramada a tacones vertiginosos que contonean sus andares en una danza hipnótica para quien tiene la suerte de ir detrás de ella y contemplar el encantador balanceo de sus nalgas. Pero ningún hombre del barrio osaría pasar de ciertas miradas a hurtadillas. Ni una palabra, y mucho menos un piropo. Como si alabar su belleza pudiera mancillarla. Y además, no es ese tipo de mujer: es demasiado recatada como para alentar los halagos. Está demasiado enamorada también.
Si Déborah ha salido sin que le preocupara el tiempo que hacía, eso quiere decir que David está a punto de llegar. Ella interrumpe de inmediato sus actividades personales en cuanto él está cerca. Nada más cuenta excepto él y sus deseos, por pequeños que sean. Evidentemente, esto saca de quicio a Frederika, quien, como buena canadiense feminista, nunca ha podido acostumbrarse a las actitudes machistas de algunos franceses. Y aunque ha intentado por todos los medios buscar los mejores argumentos para convencer a Déborah de emanciparse un poco, hasta ahora siempre ha caído en saco roto. Pero no ha dicho su última palabra.
—¡Oye! ¿Quieres cogerte un gripazo o qué?
Frederika, resguardada bajo un inmenso paraguas, se precipita al encuentro de su vecina. Cuando llega a su altura, lo pone con autoridad sobre la cabeza de Déborah.
—¡No es más que un poco de agua, nada de lo que preocuparse! —ríe la joven.
—Pues tú sí que ofreces un aspecto preocupante. ¿No miraste el parte meteorológico antes de salir?
—No, David vuelve antes de lo previsto y tenía que hacer unos recados… Salí de casa con prisas.
—Lo que me había imaginado…
Frederika contiene un suspiro. No sirve de nada atosigar a su amiga. La acompaña hasta la puerta de casa y, cuando se dispone a regresar a la suya, Déborah la retiene.
—¿Te apetece tomar un té? Tengo un poco de tiempo libre.
—¡Con mucho gusto!
Pese a la inminente llegada de su maravilloso David, Déborah Pennac tomándose un tiempo para ella, ¡eso no pasa todos los días! De repente, Frederika recobra la esperanza: después de todo, ¿quizá su vecina no esté totalmente perdida para la causa de las mujeres?
Déborah pone el hervidor al fuego y comienza a ordenar las bolsas de la compra.
—¿No podrías dejar eso hasta que te seques el pelo?
—¡Oh, no! No me gustaría que la nata se estropeara. Esta noche haré un risotto con trufas para David.
—Entonces te puedo ayudar a recoger —se ofrece Frederika, levantándose.
—¡Faltaría más! Tú no sabes dónde coloco la comida. ¡Cada cosa en su sitio, como dice David! Adora que todo esté en orden.
—¿Y si alguna vez no lo estuviera? —se aventura la canadiense.
—Le disgustaría… Y no quiero disgustar a mi marido. ¿Por qué, está mal?
Frederika tiene la sensación de andar pisando huevos. La respuesta de su amiga ha sido un pelín demasiado agresiva para no ocultar nada. La canadiense sabe bien que David es un machista además de un tirano doméstico. ¿Cuántas veces ha sorprendido los ojos llorosos de su vecina cuando se ha encontrado con ella casualmente por el barrio? ¿Cuántas veces ha notado sus temblores cuando Déborah habla de «disgustar» a su marido? Esta vez, Frederika no contiene el suspiro, pero ya no es de irritación, sino de pena.
—Claro que no, no hay nada malo en ello, querida. Ninguna mujer quiere disgustar al hombre al que ama.
—¿Sabes? Es alguien maravilloso de verdad.
—Evidentemente… sé que lo amas… pero…
—¡No hay pero que valga! Él también me ama.
—Aun así me parece muy exigente…
—¡Sólo quiere sacar lo mejor de mí, me ayuda a progresar!
Esta vez Frederika debe contenerse para no protestar. ¿Cómo explicar a la joven que el amor no es eso? ¿Cómo demostrarle que las constantes humillaciones no tienen el propósito de ayudarla, sino de hundirla, de hacerle perder toda la confianza en sí misma, con el fin de aislarla y controlarla mejor? En raras ocasiones, Déborah se abandonó a las confidencias. Ya le ha contado su miedo de hacer mal las cosas, la necesidad de cuidar su casa de manera obsesiva por temor a que David la obligue a fregarla a las tres de la madrugada. Frederika ve cómo se agita, cómo se desvive para complacer a su marido: todo gira a su alrededor, él es su único punto de referencia. Déborah está dominada por él, algo que Frederika ya ha comprendido, y no es la única. En una pequeña ciudad de las afueras, a las amas de casa les gusta discutir entre ellas. Y si no es para criticar a la vecina, un poco demasiado guapa, puede ser para recordar sus desgracias y así consolarse de sus propias miserias. Todas, sin excepción, están de acuerdo al decir que «ese hombre no se merece a esa mujer, ella podría escoger a alguien muchísimo mejor, ¡con lo guapa que es! ¡Y valiente además! Se lo supo hacer… Hay que reconocer que es encantador… como todos los perversos narcisistas».
El día que una de ellas lanzó esas dos palabras —que la mayoría ya conocía por haberlas visto en las revistas femeninas u oído en la radio— Frederika se sintió inmensamente aliviada. Por fin le había puesto nombre al problema y, por lo tanto, quedaban justificados sus temores, aunque al mismo tiempo esto despertó en ella una mayor compasión. Se prometió a sí misma que jamás abandonaría a su amiga y poco a poco conseguiría abrirle los ojos. Así que aguanta, no pierde la paciencia y, sobre todo, está presente, a la espera de que Déborah tenga una revelación.
—Tú ya estás bien como estás, no veo cómo podrías estar mejor —responde Frederika dándole un beso en la mejilla.
—Tú no puedes entenderlo… Tú trabajas, eres el ejemplo del éxito.
—Podrías retomar tu carrera.
—No. Para David es importante cubrir nuestras necesidades él solo, y nos apañamos bastante bien, ¿no crees? ¡Es gracias a él que vivimos en esta preciosa casa! —dice embalándose—. ¡Es gracias a él que llevo este tren de vida! ¡Es gracias a él que me siento como una princesa!
Diciendo esto, Déborah sabe perfectamente qué imagen ofrece de su pareja, y sobre todo de sí misma, la de una esposa completamente sumisa, que ha abdicado de su personalidad, que ha renunciado a lo que era por amor. Pero le trae sin cuidado que los demás la consideren una mujer débil e influenciable. Entonces, para convencerse a sí misma más que para persuadir a su vecina, clava sus ojos dorados en los de Frederika y le repite hasta qué punto su marido tiene todo lo que ella desea. La martillea una y otra vez. Hasta el exceso. Hasta la sobredosis. Hasta el momento en que la canadiense renuncia a llevarle la contraria y decide irse a casa, dejándola sola en su inmensa casa de muñecas poblada por sueños de niña.
—Gracias por compartir este té conmigo… y por tu comprensión —suelta Déborah con aire quejumbroso, acompañándola a la puerta.
Frederika finge no darse cuenta del velo de tristeza que cubre los ojos de la joven. La toma amablemente en sus brazos y la invita a que venga a su casa en otra ocasión; después cruza el patio, cierra la cancela del portal a su espalda y se gira para saludarla, con el corazón en un puño y una bola en el estómago, como cuando uno tiene el presentimiento de que podría ocurrir un drama sin que uno pueda hacer nada para evitarlo.
Déborah agita suavemente una mano y sonríe a su vecina, persuadida de que logró encontrar las palabras justas para convencerla, y luego se refugia en su casa perfecta a la espera de su marido perfecto. Lo que ignora es que más allá de la atractiva fachada y la aparente robustez de la construcción, los cimientos se desmoronan, corroídos por una voraz enfermedad. Por mucho que intente convencerse de que controla perfectamente su entorno y que las cosas irán inevitablemente en la dirección que ella desea, el gusano pronto infectará la fruta y la devorará hasta el corazón.
Sí, Déborah Pennac está lejos de imaginar que de aquí a algunas semanas, todo lo que ella creía seguro se derrumbará y que pronto habrá perdido su belleza, todas sus esperanzas y puede que incluso la vida.