8
Sacha Mendel se siente como si hubiera pasado por una centrifugadora. Como si hubiera franqueado en un segundo la frontera entre el paraíso y el infierno, conduce a toda velocidad en dirección al Quai des Orfèvres, sin prestar mucha atención a la carretera.
Cuando Déborah vio el envoltorio que le tendía Emma, le entró una rabia tan súbita como incomprensible. Incapaz de controlarse, la joven, completamente desnuda, se abalanzó sobre la niña, espantada, y se puso a darle voces zarandeándola con tanta fuerza que le cortó la respiración.
—¡Cállate! ¿Me oyes? ¡Quiero que te calles!
—¡Para, Déborah, la estás aterrorizando!
—¡Me da igual! ¡Quiero que se calle! ¿Ves? ¿Ves cómo intenta sacarme de mis casillas? ¡No me quiere! ¡Quiere que él vuelva!
Sacha se vio obligado a poner a la niña a salvo llevándola a su habitación, para protegerla de su tía. Aunque sepa que el miedo a veces hace que la gente se sienta acorralada y les hace adoptar comportamientos aberrantes, detestaba lo que había visto en ella. Ya no era la encantadora y frágil sílfide de la cual se había enamorado, sino una arpía de pechos puntiagudos cuyo rostro deformado por el odio le recordaba el de su mujer. Nada. Sacha ya no reconocía nada en ella. Necesitó varios minutos para quitarse esta visión de encima y acudir en ayuda de la joven. Para empezar, le soltó un magistral tortazo que la detuvo en seco.
—¡Él ya no está aquí, lo he comprobado, cálmate!
Dio un paso hacia ella para abrazarla, pero lo rechazó con brusquedad.
—Él estuvo aquí. ¡Dejó ese envoltorio a propósito!
—¿Y no podría ser que ya estuviera aquí desde antes de todo este asunto y que Emma lo hubiera encontrado por casualidad?
—Imposible. Limpié todo de arriba abajo, lo habría visto. ¡Te digo que está aquí! No puedo quedarme aquí… Tengo que irme…
—¿Tienes algún sitio donde ir?
—Lo encontraré… Quiero ir lo más lejos posible. Dime que es posible…
—Claro que sí, preciosa, claro que sí…
Tranquilizada, la joven aceptó calmarse y se acurrucó contra él. Volvía a ser la dulce Déborah, atemorizada y perseguida, la que confiaba plenamente en él.
—¿Sabes adónde podríamos ir?
—¿Podríamos?
—Tú y yo —respondió ella sonriendo—. Bueno, si quieres…
Déborah le proponía ni más ni menos que huyera con ella, que empezaran de cero en otro sitio. Le ofrecía aquello con lo que siempre había soñado: una mujer a la que amar y que le correspondiera. Una mujer a la que deseaba con tanta fuerza que nada podría jamás apagar el fuego que lo consumía en su presencia. Pero su proposición estaba más motivada por el miedo que por un verdadero amor. Puede que ella también estuviera enamorada, o puede que lo llegara a estar un día, pero ¿quién puede pretender huir con un hombre después de una única noche de pasión?
—Es tentador, por supuesto…
—¿Pero?
El cuerpo de la joven acababa de tensarse. Ya presentía las palabras de rechazo y que hacen daño… Y sólo esperaba la dolorosa confirmación.
—Pero estoy casado.
—¡Divorcio! —exclamó la joven recalcando su orden con un fogoso beso.
—Si logro divorciarme, preciosa, puedo asegurarte que no me volveré a enredar en un tiempo. Nada personal, ¿eh?…
—¿Nada personal? Pero ¿qué soy yo para ti?
—Aún no lo sé… Estoy enamorado de ti, eso está claro; aun así, no es suficiente para…
—¿No es suficiente? ¡Pero es suficiente para follar conmigo!
—¡Déborah, no te lo tomes así, no es lo que he dicho!
—¿Y cómo quieres que me lo tome? ¿No soy suficientemente buena para ti? ¿Sólo soy una pobre chica que no ha hecho nada en su vida… a la que se consuela con un polvo rápido y a la que se le da las gracias al día siguiente?
Desconcertado, Sacha no supo qué responder. Todo lo que alcanzó a repetir fue: «Lo siento». Sentía tener miedo de amar, sentía haberla encontrado fea en su rabia y haberla comparado con su mujer, sentía la incapacidad de decirle que era un sol y que se moriría si lo dejara…
—¿Lo sientes? No tanto como yo. Eres igual que todos los hombres, igual que David. Mientras interpreto el pequeño y amable rol que me has atribuido, todo va bien. En cuanto me salgo de la fila, muestras tu verdadera cara, la de un manipulador sin escrúpulos para quien no cuento. ¿Y la fase siguiente cuál es? ¿Vas a pegarme? ¿Humillarme para sentirte vivo?
—Para, Déborah. ¡No digas tonterías!
—¿Tonterías? Claro… ¿No ves en qué estado estoy, lo mucho que te necesito y que sólo vivo por nuestros encuentros?
La voz de la joven se quebró en un sollozo antes de recobrar una apariencia de dignidad.
—Decididamente —ironizó ella para no llorar—, no habrá ni un solo hombre que no me haya hecho daño.
El tono se había vuelto gélido, irrevocable. Como si de repente hubiera cerrado todas las puertas que tanto tiempo le había costado abrir, las puertas de su corazón, de su calidez, dejándolo fuera, helado y abandonado a su suerte. Con un gesto triste y sin mucha ilusión, Sacha levantó la mano a la altura de su mejilla para acariciarla y suplicarle que perdonara su cobardía, pero el sonido de su móvil se lo impidió. Era el comisario Toussaint. Sacha debía reunirse con él de inmediato. Alex no había dado más explicaciones.
—¡Más te vale que sea algo importante!
Sacha está furioso por haber tenido que dejar a Déborah en ese estado: si Nicolas ha reaparecido realmente, debe quedarse a su lado para protegerla. Con expresión seria, Toussaint asiente con la cabeza y lo acompaña hasta su despacho. Prévert y Sauvage, los chicos de la IGPN, lo esperan allí sin moverse. A Sacha esto no le gusta.
—¿Qué es lo que pasa ahora?
Prévert es quien toma la palabra, con una malévola sonrisa en su cara redonda mientras Sauvage mira fijamente a Sacha con gesto impotente.
—Ayer por la mañana un hombre se inculpó por el homicidio de Petitjean. En su lugar.
—¿Disculpe? Creo que no le he entendido bien…
—Lo ha entendido perfectamente. Interrogamos de nuevo a su mujer anoche mientras, como tiene por costumbre, usted dormía fuera de casa.
Mendel no logra contener los estremecimientos de su mandíbula. ¿Qué les habrá contado Marion?
—Tranquilícese, ella no lo denunció. Está demasiado aterrorizada para hacerlo… Pero no nos engaña —retoma el caniche.
—¿Y me han molestado para decirme esto? ¡Creía que el tema estaba zanjado!
—Me parece que en el marco de su trabajo, su sitio está aquí y no en casa de no sé qué prostituta —prosigue Prévert.
—Y me parece que la manera en que llevo mis investigaciones no les incumbe salvo en caso de problemas —replica el comandante.
—Ése es precisamente el caso. Desde el principio, su arrogancia y sus malos modales revelan su incapacidad para dominarse. Desde el principio, todo apunta a señalarlo como culpable y los falsos testimonios de uno o del otro no cambian en nada mi íntima convicción. Desde el principio, no lo trago, comandante Mendel.
—Y desde el principio tampoco yo le tengo ningún aprecio, Prévert.
Toussaint se aclara la garganta ruidosamente en una lastimosa tentativa de desviar la atención y de hacer entrar en razón a su amigo.
—¿Sabe lo que yo aprecio especialmente? —retoma el caniche con gesto de satisfacción—. Bajar del pedestal a los polis corruptos que se creen peces gordos.
Sacha está en un estado de tensión extremo. Sus ojos saltan de un Sauvage que se mantiene en un extraño segundo plano, casi como un espectador de la escena, a un Prévert que lo desafía con la mirada tamborileando con los dedos sobre la mesa y que ríe nerviosamente, como si esperara algo o a alguien. Sí, eso es: el caniche espera que el comandante Mendel pierda los papeles, quiere verlo fuera de sí, provocarlo para que le agreda y demostrar que es un perturbado. Pero Sacha no le dará ese gusto, eso no. Inspira profundamente y se arrellana en su asiento, sonriendo.
—Entonces le deseo que disfrute todo lo que pueda en sus próximas investigaciones.
La sonrisa de Prévert se congela, mientras que la de Sauvage asoma a sus labios, reflejando una cierta admiración por este hombre que, unos segundos antes, le parecía una olla a presión a punto de explotar. Decididamente, este poli le gusta… Lo menos que se puede decir de él es que tiene cojones… Justo como a él le gusta.
Tan pronto como se van los inspectores, Toussaint coge a Mendel y lo estrecha entre sus brazos.
—¡Joder, me asustaste!
Sacha está seguro de que el comisario le va a romper todas las costillas.
—Suéltame, cariño, o todo el mundo sabrá que estamos juntos —bromea.
Pero aunque Toussaint se despida riéndose, Sacha ríe de dientes afuera. Presiente que Prévert no ha terminado con él, y su número de funambulismo no va a cambiar gran cosa. Realmente necesita calmarse durante un tiempo, encontrar una válvula de escape, un deporte, cualquier cosa que le permita liberar un poco de presión, para ser un poli ejemplar durante unos cuantos meses.
Encima de su escritorio, un sobre le llama la atención. El matasellos azul no deja lugar a duda sobre la procedencia de la misiva: son los resultados del análisis que solicitó al laboratorio. Con el caso Pennac, Sacha casi se había olvidado de Strano, pero piensa que sería la primera buena noticia de verdad del día si por fin tuviera un principio de prueba que acusara al traficante. Desgarra el papel, lee las conclusiones y palidece. Arruga el papel con rabia, hace una bola y lo tira a la papelera. Y, por supuesto, ése es el momento que escoge Strano para llamarlo, en una perfecta sincronización que revela la presencia de polis en su nómina en el entorno de Sacha.
Strano está al volante de su descapotable, con un auricular bluetooth en el oído. Saborea las sensaciones que le proporcionan el viento en la cara y el sonido cristalino de su lector CD, donde suena Feeling Good, el éxito de Muse. Por el tono de voz de Sacha, intuye que está furioso.
—¿Decepcionado, amigo mío? Vamos, vamos… No hay por qué ponerse nervioso… Claro que no encontraste nada en el abrecartas… Pero sí, lo sabía… Sólo era una pequeña prueba para saber si con amenazarte bastaba para reclutarte. ¿Y sabes qué? ¡Ya tengo mi respuesta! No creerías que me iba a arriesgar tan fácilmente, ¿verdad? ¡Oh, casi me ofenderías!... ¡Ah, no, no se permiten insultos, amigo mío!… Bueno, eso lo dices porque estás un poco enfadado… Por lo menos podrías agradecerme lo del tipo que se ha denunciado en tu lugar, ¿no crees? ¡Cuánta ingratitud!
Strano prorrumpe en carcajadas, reduce una marcha, aminora ligeramente la velocidad y consulta su GPS. Llegará a su destino en trescientos metros.
—¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… Vi claramente que con amenazarte «a ti» no bastaba… En cambio, amenazar a tu amorcito…
Ya lo ha dicho. Gabriel Strano aparca y espera pacientemente la reacción de Mendel. Éste se queda desconcertado un momento, parece dudar y luego responde sin mucha convicción:
—Deja a Marion al margen de esto.
—¡Humm, muy flojo… podrías ponerle más sentimiento! Eso dice mucho sobre tus sentimientos hacia ella. Aunque también es cierto que, visto el personaje, te comprendo… Pero bueno… No, no hablo de ella. Hablo de tu amorcito de verdad. A la que ves a escondidas de tu mujer…
¡Déborah! ¡Este cabronazo irá a por Déborah! Antes de que Strano pueda acabar su frase, Sacha ya ha colgado. Febril, sale precipitadamente del edificio y se mete corriendo en su coche, con la sirena ululando. Durante el trayecto a Montmorency le da tiempo a concebir los peores escenarios posibles, imaginándola herida, o muerta. ¡No, ella no, no puede volver a caer en las garras de semejante escoria! Cuanto más se acerca, más aterrorizado se siente, más se acuerda del estado de estrés en el que estaba David Pennac cuando se lanzó en persecución de su hermano. Ese tipo no actuaba como un culpable, sino como un hombre enamorado loco de angustia. Como lo está él en este momento, sintiéndose tan culpable como él por no haber sabido recibir el amor de la desdichada Déborah.
Sacha se arrepiente terriblemente de haberla rechazado esta mañana. También se arrepiente de haber mostrado cuánto le importaba el día que el siciliano se cruzó con ella en el Quai des Orfèvres. Así fue como seguramente empezó a interesarse por ella. Sin embargo, algo en su recuerdo del paso de Strano por comisaría le deja un sabor incompleto… Pero ¿el qué? Su cerebro funciona a toda velocidad, como excitado por la velocidad del coche, y rebobina una y otra vez la película de su hazaña. Recuerda la estupefacción de la teniente Ritoux al descubrir la verdadera identidad de su última conquista, la sonrisa irónica de Strano, su mirada que se enganchó un poco más de la cuenta con la de Déborah, como si… ¡No, no es posible! Y, sin embargo, juraría que ya se conocían. Pero ¿dónde habían podido cruzarse? Nicolas lleva mucho tiempo metido en los ambientes de la droga… ¿Podría ser que el misterioso cómplice que Déborah no quiere denunciar fuera Strano? ¿Strano se mancharía las manos en persona? No, eso no se sostiene. Sacha no lo sabe, ya no sabe… Pero eso no es lo que importa ahora mismo.
El policía llega delante de la casa y aparca sin quitar las llaves del contacto ni saludar a su colega, que vigila la casa. Llama como un loco furioso al portero automático, dispuesto a escalar la cancela si es necesario. Finalmente las verjas se abren ante la joven, que aún sigue encolerizada desde que él la dejara unas horas antes. ¡Qué razón tiene en guardarle rencor! ¿Cómo ha sido tan estúpido al rechazarla? ¡Y qué feliz está de verla sana y salva! Aliviado, la estrecha con fuerza entre sus brazos, la besa, le pide perdón.
—Estaba muerto de preocupación. ¡Te amo, Déborah! ¡No soy más que un imbécil! Quiero pasar mi vida contigo, protegerte…
Pero no se encuentra más que con el silencio de la joven, rápidamente interrumpido por el sonido del móvil. Strano. Sacha descuelga.
—Déborah Pennac: mis hombres estaban en lo cierto con la información que me proporcionaron, pero, ya sabes, quería tener la confirmación. Preciosa casa para una preciosa mujer…
Sacha se vuelve y ve al mafioso apoyado en su descapotable, al otro lado de la calle. El comandante sale precipitadamente del patio, rápidamente comprueba que el policía del coche encargado de la vigilancia de Déborah ha sido neutralizado, y cruza la calle corriendo. Strano alza la mano izquierda, como para saludarlo. Pero en lugar de saludos, acaba de dar luz verde a sus sicarios.
Dos matones salen de su coche con una sorprendente agilidad y placan a Sacha. Mendel apenas tiene tiempo de entender que acaba de ser arrojado al suelo con una violencia proporcional a la corpulencia de sus adversarios. Los dos se abalanzan sobre él sin darle ninguna posibilidad de replicar, y lo muelen a palos. Uno de ellos tiene un puño americano. Sacha siente cómo sus cejas se parten y sangran bajo el duro metal, cómo se rompen sus costillas por las patadas. Pierde la noción del tiempo, del dolor, se olvida de toda voluntad de defenderse. Déborah es lo único que importa. Se aferra con todas sus fuerzas a la idea de que, mientras le dan la paliza a él, no la tocarán, que tendrá tiempo de encerrarse en su casa echando la llave y llamar a la policía. Que él recibirá lo suyo, pero ella estará sana y salva…
Al otro lado de la calle, justo detrás de la cancela entreabierta, Déborah asiste, boquiabierta, a la somanta de palos instigada por Strano. El hombre no se ha movido ni un ápice y parece disfrutar del espectáculo. Incrédula, lo mira intensamente. Gabriel deja de mirar la escena por un momento y la saluda con un movimiento de cabeza, que ella le devuelve imperceptiblemente, casi a su pesar. Es como si el tiempo pasara a cámara lenta. Déborah parece fascinada, incapaz de reaccionar como debería. Strano sonríe y hace un segundo gesto a sus esbirros, sin dejar de mirar a la joven.
Uno de los hombres coge una barra de hierro. Déborah entiende que aún no han acabado con Sacha. ¡No, él no puede morir ahora! Sacude la cabeza, sus labios pronuncian un «No», pero de su boca no sale sonido alguno. Entonces coge su teléfono y marca lentamente un número, sin lograr, ella tampoco, apartar los ojos de los de Gabriel. Entendiendo lo que está haciendo, el mafioso llama a sus chicos, le guiña un ojo, a lo que ella responde con un pequeño gesto de la mano y desaparece con la misma rapidez con la que llegó.
—Ha llamado a la policía…
—Sí, un hombre acaba de ser agredido delante de mi casa. Dos hombres lo han atacado y está inconsciente. Es el comandante Sacha Mendel.
Déborah se queda unos segundos inmóvil y mira el coche de Strano alejarse, hasta que no es más que un punto en el horizonte. Al otro lado de la calle yace el cuerpo inerte de su amante, ese cuerpo que esa noche la hizo vibrar como ningún otro lo había hecho antes. El cuerpo del hombre que la rechazó esta misma mañana. Podría correr hacia él, espantada, gritar su nombre, rezar para que salga de ésta y decirle cuánto lo quiere…
Pero Déborah cierra los ojos por un momento, inspira con fuerza, pone una mano en la cancela, que empuja de un golpe seco para cerrarla completamente y se da media vuelta.