REFLEXIONES
En el año 2006 comencé estas páginas. Mi ritual del 8 de enero se ha complicado con los años, porque ya no tengo la arrogante certeza de la juventud. Lanzarme con otro libro es tan grave como enamorarme, un impulso alocado que exige dedicación fanática. Con cada uno, como ante un nuevo amor, me pregunto si me alcanzarán las fuerzas para escribirlo y si acaso semejante proyecto vale la pena: hay demasiadas páginas inútiles, demasiados amoríos frustrados. Antes me sumergía en la escritura —y en el amor— con la temeridad de quien ignora los riesgos, pero ahora transcurren varias semanas antes de que pierda el respeto a la pantalla en blanco de la computadora. ¿Qué clase de libro será éste? ¿Podré llegar hasta el final? No me hago esas preguntas respecto al amor, porque llevo más de dieciocho años con el mismo amante y ya superé las dudas; ahora quiero a Willie día a día, sin cuestionar qué clase de amor es éste ni cómo concluirá. Quiero pensar que es un amor elegante y que no tendrá un final vulgar. Tal vez es cierto lo que él dice: que seguiremos de la mano al otro lado de la muerte. Sólo espero que ninguno de los dos se extravíe en la senilidad, y el otro tenga que cuidar su cuerpo decrépito. Vivir juntos y lúcidos hasta el último día, ése sería el ideal.
Como siempre hago al empezar un libro, limpié a fondo mi cuchitril, ventilé, cambié las velas del altar, que mis nietos llaman «de los antepasados» y me desprendí de cajas repletas de textos y documentos empleados en la investigación del proyecto del año pasado. En los anaqueles que cubren las paredes sólo quedaron mis primeras ediciones en apretadas filas y los retratos de los vivos y los muertos que siempre me acompañan. Saqué lo que puede embrollar la inspiración o distraerme de esta memoria, que exige un espacio claro para definirse. Comenzaba para mí el tiempo de la soledad y el silencio. Siempre me demoro en echar a andar, al principio la escritura avanza a estertores, es una máquina oxidada y sé que han de transcurrir varias semanas antes de que la historia empiece a perfilarse. Cualquier distracción espanta a la musa de la imaginación. ¿De qué se nutre la imaginación? De lo que he experimentado, los recuerdos, el vasto mundo, la gente que conozco y también de los seres y voces que llevo por dentro y que me ayudan en el viaje de vivir y escribir. Mi abuela decía que el espacio está lleno de presencias, de lo que ha sido, es y será. En ese ámbito transparente habitan mis personajes, pero sólo puedo oírlos si estoy callada. Hacia la mitad del libro, cuando ya no soy yo, la mujer, sino otra, la narradora, también puedo verlos. Surgen de las sombras y se me aparecen de cuerpo entero, con sus voces y su olor, me asaltan en mi cuchitril, invaden mis sueños, ocupan mis días y hasta me persiguen en la calle. No es lo mismo en el caso de una memoria, en la que los protagonistas son personas de mi familia, vivos, llenos de opiniones y conflictos. En este caso el argumento no es un ejercicio de imaginación, sino un intento de acercarse a la verdad.
Había un sentimiento de frustración, que ya se arrastraba por mucho tiempo, para la mayoría del país: el futuro del mundo se veía denso y oscuro como el alquitrán. La escalada de violencia en Oriente Próximo era pavorosa y la condena internacional contra los americanos era unánime, pero el presidente Bush no prestaba oídos, divagaba como un loco, desprendido de la realidad y rodeado de sicofantes. Ya no se podía ocultar el descalabro de la guerra en Irak, a pesar de que hasta entonces la prensa sólo mostraba imágenes asépticas de lo que estaba ocurriendo: tanques, luces verdes en el horizonte, soldados corriendo en aldeas desocupadas y a veces una explosión en un mercado, donde se suponía que las víctimas eran iraquíes, porque no las veíamos de cerca. Nada de sangre ni niños desmembrados. Los corresponsales debían seguir a las tropas y filtrar la información a través del aparato militar, pero en internet cualquiera que quisiera informarse podía ver la prensa del resto del mundo, incluso la televisión árabe. Algunos periodistas valientes —y todos los humoristas— denunciaban la incompetencia del gobierno. Las imágenes de la prisión de Abu Ghraib dieron la vuelta al mundo y en Guantánamo los prisioneros, detenidos indefinidamente sin cargos, morían misteriosamente, se suicidaban o agonizaban en huelga de hambre, alimentados a la fuerza por un grueso tubo hasta el estómago. Sucedió lo que nadie podía haber imaginado poco antes en Estados Unidos, que se considera la antorcha de la democracia y la justicia: se suspendió el derecho a hábeas corpus de los detenidos y se legalizó la tortura. Imaginé que la población reaccionaría en masa, pero casi nadie le dio la importancia que merecía. Vengo de Chile, donde por dieciséis años la tortura estuvo institucionalizada; conozco el daño irreparable que eso deja en el alma de las víctimas, los victimarios y el resto de la población, convertida en cómplice. Según Willie, Estados Unidos no había estado tan dividido desde la guerra del Vietnam. Los republicanos lo controlaban todo, y si los demócratas no ganaban en las elecciones parlamentarias de noviembre, estábamos jodidos. «¿Cómo no van a ganar —me preguntaba yo—, si la popularidad de Bush ha descendido a las cifras de Nixon en sus peores tiempos?»
La más angustiada era Tabra. De joven se había expatriado porque no pudo soportar la guerra del Vietnam; ahora estaba dispuesta a hacer lo mismo, incluso a renunciar a su ciudadanía estadounidense. Su sueño era terminar sus días en Costa Rica, pero muchos extranjeros habían tenido la misma idea y los precios de las propiedades se habían encumbrado por encima de sus posibilidades. Entonces decidió trasladarse a Bali, donde podría continuar su negocio con los orfebres y artesanos locales. Dejaría un par de representantes de ventas en Estados Unidos y el resto podría hacerse por internet. No hablábamos de otros temas en nuestras caminatas. Ella percibía signos fatalistas en todos lados, desde en el noticiario de la televisión hasta en el mercurio de los salmones.
—¿Crees que en Bali sería diferente? —le pregunté—. Adonde vayas, los salmones tendrán mercurio, Tabra. No se puede escapar.
—Por lo menos allí no seré cómplice de los crímenes de este país. Tú te fuiste de Chile porque no querías vivir en una dictadura. ¿Cómo no entiendes que yo no quiera vivir aquí?
—Esto no es una dictadura.
—Pero puede llegar a serlo más pronto de lo que piensas. Lo que me dijo tu tío Ramón es cierto: los pueblos eligen el gobierno que merecen. Ése es el inconveniente de la democracia. Tú deberías irte también, antes de que sea tarde.
—Aquí está mi familia. Me ha costado mucho reunirla, Tabra, y quiero gozarla, porque sé que no durará mucho. La vida tiende a separarnos y hay que hacer un gran esfuerzo para mantenernos juntos. En todo caso, no creo que hayamos llegado al punto en que sea necesario irse de este país. Todavía podemos cambiar la situación. Bush no será eterno.
—Buena suerte, entonces. En cuanto a mí, voy a instalarme en un lugar pacífico, adonde puedas llegar con tu familia cuando lo necesites.
Empecé a despedirme mientras ella desmantelaba el taller que le había costado tantos años poner en pie; le ayudaba su hijo Tongi, quien dejó su trabajo para acompañarla en los últimos meses. Despidió uno a uno a los refugiados con quienes había trabajado por mucho tiempo, preocupada por ellos, porque sabía que para algunos sería muy difícil encontrar otro empleo. Se deshizo de la mayor parte de sus colecciones de arte, salvo algunos cuadros valiosos que guardó en mi casa. No podía cortar lazos con Estados Unidos, tendría que volver por lo menos un par de veces al año a ver a su hijo y supervisar su negocios, porque sus joyas requieren un mercado más grande que las playas para turistas de un paraíso en Asia. Le aseguré que siempre dispondría de espacio en nuestro hogar; entonces vació su casa de muebles y la arregló para venderla.
Estos preparativos y las tristes caminatas con Tabra me contagiaban su delirio de incertidumbre. Llegaba a la casa a abrazarme a Willie, perturbada. Tal vez no era mala idea invertir nuestros ahorros en monedas de oro, coserlas en el ruedo de la falda y prepararnos para huir. «¿De qué monedas de oro me estás hablando?», me preguntaba Willie.