EL PODEROSO CÍRCULO DE LAS BRUJAS
Amaneció un sábado radiante. La primavera ya era verano en el bosque de Tabra, pero no quise ir con ella a caminar, como siempre hacíamos los fines de semana. En cambio, llamé por teléfono a las cinco mujeres que forman conmigo el círculo de las Hermanas del Perpetuo Desorden. Antes que yo me incorporara al grupo, ellas se juntaban desde hacía años a compartir sus vidas, meditar y orar por gente enferma o en apuros. Ahora que soy una de ellas, también intercambiamos maquillaje, bebemos champán, nos hartamos de bombones y a veces vamos a la ópera, porque la práctica espiritual a secas a mí me deprime un poco. Las había conocido hacía un año, el día en que los médicos en California me confirmaron tu diagnóstico sin esperanza, Paula, el mismo que me habían dado en España. No había nada que hacer, me dijeron, nunca te recuperarías. Me fui aullando en el auto y no sé cómo terminé en Book Passage, mi librería favorita, donde hago muchas entrevistas de prensa e incluso me han instalado una casilla de correo. Allí se me acercó una señora japonesa, con una sonrisa entrañable y tan baja como yo, quien me invitó a tomar una taza de té. Era Jean Shinoda Bolen, psiquiatra y autora de varios libros. Reconocí al punto su nombre porque acababa de leer su libro sobre las diosas que habitan en cada mujer y cómo esos arquetipos influyen en la personalidad. Así descubrí que en mí habita un revoltijo de deidades contradictorias que más vale no explorar. Sin haberla visto nunca antes, le conté lo que te pasaba. «Vamos a rezar por tu hija y por ti», me dijo. Un mes más tarde me invitó a su «círculo de oración», y así es como esas nuevas amigas me acompañaron durante tu agonía y tu muerte y siguen haciéndolo hasta ahora. Para mí es una hermandad sellada en el cielo. Todas las mujeres en este mundo deberían tener un círculo como éste. Cada una es testigo de las vidas de las otras, nos guardamos los secretos, nos ayudamos en las dificultades, compartimos experiencias y estamos en contacto casi diario por email. Por lejos que yo esté viajando, siempre tengo mi cable a tierra firme: mis amigas del desorden. Son alegres, sabias y curiosas. A veces la curiosidad es temeraria, como en el caso de la misma Jean, que en una ceremonia espiritual sintió un impulso incontrolable, se quitó los zapatos y caminó sobre carbón al rojo vivo. Pasó dos veces sobre el fuego y salió ilesa. Dijo que fue como andar sobre bolitas de plástico, sentía crujir las brasas y la textura áspera del carbón bajo sus pies.
Durante la noche larga en casa de Tabra, con el susurro de los árboles y el grito del búho, se me ocurrió que las hermanas del desorden podrían ayudarme. Nos reunimos a desayunar en un restaurante lleno de deportistas de fin de semana, unos con zapatillas de correr y otros disfrazados de marcianos para andar en bicicleta. Nos sentamos a una mesa redonda, respetando siempre la idea del círculo. Éramos seis brujas cincuentonas: dos cristianas, una budista auténtica, dos judías de origen pero medio budistas por elección, y yo, que todavía no me decidía, unidas por la misma filosofía, que puede resumirse en dos frases: «No hacer daño jamás y hacer el bien cuando se pueda». Entre sorbos de café, les conté lo que sucedía en mi familia y terminé con la frase de Tabra, que me había quedado sonando: «Sabrina necesita dos madres». «¿Dos madres? —repitió Pauline, una de las medio judía-budistas y abogada de profesión—. ¡Yo conozco a dos madres!» Se refería a Fu y Grace, dos mujeres que llevaban ocho años como pareja. Pauline partió al teléfono e hizo una llamada; en esa época todavía no existían los celulares. Al otro lado de la línea, Grace oyó la descripción de Sabrina. «Voy a hablar con Fu y te llamo en diez minutos», dijo. «Diez minutos… Hay que estar mal de la cabeza o tener el corazón ancho como un mar para decidir semejante cosa en diez minutos», pensé, pero antes de que se cumpliera el plazo sonó el teléfono del restaurante y Fu nos anunció que querían conocer a la niña.
Fui a buscarlas bordeando las cimas de las colinas en dirección al mar por un largo camino de curvas que me condujo a una poética finca. Disimuladas entre pinos y eucaliptos se alzaban varias construcciones de madera de estilo japonés: el Centro de Budismo Zen. Fu resultó ser alta, con un rostro inolvidable de facciones fuertes, una ceja levantada, que le daba una expresión interrogante, iba vestida con ropa informe de color oscuro y llevaba la cabeza afeitada como un recluta. Era monja budista, directora del centro. Vivía en una casita de muñecas con su compañera, Grace, una médica con cara de chiquilla traviesa y una simpatía irresistible. En el coche les conté el calvario que había sido la existencia de Jennifer, el daño de la niña y el pésimo pronóstico de los especialistas. No parecieron impresionadas. Recogimos a la madre de Jennifer, primera esposa de Willie, quien había conocido a Fu y Grace en el centro budista, y las cuatro nos dirigimos a la clínica.
En la sala de los recién nacidos encontramos a Odilia, la misma enfermera de las mil trencitas, con Sabrina en los brazos. Ya me había sugerido en una visita anterior que quería adoptarla. Grace estiró las manos y la mujer le pasó al bebé, que en esos días parecía haber perdido peso y tiritaba más que antes, pero estaba alerta. Los grandes ojos egipcios miraron largamente a Grace y luego se clavaron en Fu. No sé qué les dijo en esa primera mirada, pero fue definitivo. Sin consultarse, en una sola voz, las dos mujeres decidieron que Sabrina era la hija que ambas habían deseado toda la vida.
Hace muchos años que formo parte del círculo de las Hermanas del perpetuo Desorden y durante este tiempo he presenciado varios prodigios hechos por ellas, pero ninguno de tan largo alcance como el de Sabrina. No sólo consiguieron dos madres, sino que desenredaron la madeja burocrática para que Fu y Grace pudieran quedarse con la niña. Para entonces el juez había plantado su firma en los documentos pertinentes y Rebeca, la visitadora social, había dado el caso por concluido. Cuando fuimos a anunciarle que existía otra solución, nos informó de que Fu y Grace no tenían licencia, debían tomar clases y hacer un entrenamiento especial para poder ser madres adoptivas; además no eran una pareja convencional, vivían en otro condado y «el caso» no podía trasladarse. Aunque Jennifer había perdido la custodia de su hija, su opinión también contaba, agregó. «Lo lamento, no tengo tiempo para ocuparme más de algo que ya está resuelto», dijo. La lista de obstáculos seguía, pero no recuerdo los detalles, sólo que al final de la entrevista, cuando ya nos retirábamos, derrotadas, Pauline tomó a Rebeca firmemente de un brazo.
—Usted tiene una carga muy pesada, le pagan muy poco y siente que su trabajo es inútil, porque en los años que lleva en este empleo no ha podido salvar a los infelices niños que pasan por esta oficina —le dijo, sondeándole el fondo del alma—. Pero, créame Rebeca, usted puede ayudar a Sabrina. Tal vez sea su única oportunidad de hacer un milagro.
Al día siguiente Rebeca se las arregló para poner la burocracia patas arriba, recuperar los documentos, modificar lo necesario y convencer al juez de que firmara de nuevo, mover los archivos al otro condado y certificar a Fu y Grace como madres adoptivas en menos de un pestañeo. La misma mujer que el día anterior parecía indignada por nuestra insistencia, se convirtió en un radiante torbellino que barrió los inconvenientes y con un trazo de su pluma mágica decidió el destino de Sabrina.
—Se lo dije, esta niña es un alma antigua y poderosa. Ella toca a la gente y la cambia. Tiene mucha fuerza mental y sabe lo que quiere —comentó Odilia un par de semanas más tarde, cuando entregó a Sabrina a sus nuevas madres.
Así, de la manera más inesperada, se resolvió la pelea monumental entre Willie y yo. Nos perdonamos mutuamente, tanto mis dramáticas acusaciones, como el taimado silencio de él, pudimos abrazarnos y llorar de alegría porque aquella nieta había encontrado su nido. Entretanto, Fu y Grace se llevaron a ese ratoncito de grandes ojos sabios y el círculo de mis amigas puso en marcha el poderoso artilugio de sus mejores intenciones para ayudarla a vivir. En cada altar doméstico estaba la foto de la niña y no pasaba un solo día sin que alguien elevara un pensamiento por ella. Una hermana del desorden se fue a vivir a otra ciudad, entonces invitamos a Grace a reemplazarla en el grupo, después de comprobar que tenía suficiente sentido del humor. En el Centro de Budismo Zen había por lo menos cincuenta personas que rogaban por Sabrina en sus meditaciones y se turnaban para mecerla, mientras las dos madres luchaban con sus inacabables problemas de salud, que surgían a cada rato. Durante los primeros meses se requerían cinco horas para darle dos onzas de leche con un gotero. Fu aprendió a adivinar los síntomas de cada crisis antes de que se presentara, y Grace, como médica, contaba con más recursos que nadie.
—¿Estas mujeres son gays? —preguntó mi nuera, quien me había advertido varias veces que no podía estar bajo el mismo techo con alguien cuyas preferencias sexuales no calzaran con las suyas.
—Por supuesto, Celia.
—¡Pero una es monja!
—Budista. No tiene voto de celibato.
Celia no agregó más, pero estaba tan impresionada con Fu y Grace, a quienes llegó a conocer a fondo, que acabó por poner en tela de juicio sus propias ideas. Había renunciado a la religión hacía mucho tiempo y ya no temía las pailas del diablo, pero la homosexualidad era su tabú más fuerte. Por fin las llamó, les pidió perdón por los desaires del pasado y fue a visitarlas a menudo con sus niños y su guitarra para enseñarles los rudimentos del oficio de la maternidad y alegrarlas con canciones venezolanas. Cuidadosas del medioambiente, las nuevas madres pretendían criar a Sabrina con pañales de tela, pero antes de una semana tuvieron que aceptar los desechables que les regaló Celia. Había que estar demente para volver al sistema antiguo de cepillar pañales a mano. En el Centro de Budismo Zen no hay máquina de lavar, todo es orgánico y difícil. Se hicieron amigas y Celia empezó a mostrar interés por el budismo, lo que me alarmó, porque solía irse de un extremo a otro.
—Es una religión chévere, Isabel. Lo único raro de los budistas es que comen puros vegetales, como los burros.
—No quiero verte con el cráneo pelado y meditando en la posición del loto hasta que termines de criar a los niños —le advertí.