UNA TRIBU MUY VAPULEADA
En los primeros tiempos yo hablaba por teléfono escondida en el baño para concertar citas clandestinas con Celia. Willie me oía cuchichear y empezó a sospechar que yo tenía un amante, nada más halagador, porque bastaba verme desnuda para comprender que no mostraría mis carnes a nadie más que a él. Pero en realidad a mi marido no le alcanzaban las fuerzas para ataques de celos. En esa época tenía más casos legales que nunca entre las manos y todavía no se daba por vencido con el de Jovito Pacheco, aquel mexicano que se cayó de un andamio en un edificio en construcción de San Francisco. Cuando la compañía de seguros le negó una indemnización, Willie entabló juicio. La selección del jurado era fundamental, como me explicó, porque existía una creciente hostilidad contra los inmigrantes latinos y era casi imposible conseguir un jurado benevolente. En su larga experiencia como abogado había aprendido a descartar del jurado a personas obesas, que por alguna razón siempre votaban contra él, y a los racistas y xenófobos, que siempre existían, pero que aumentaban día a día. La hostilidad entre anglos y mexicanos en California es muy antigua, pero en 1994 se aprobó una ley, la Proposición 187, que hizo explotar ese sentimiento. A los estadounidenses les encanta la idea de la inmigración, es el fundamento del sueño americano —un pobre diablo que llega a estas orillas con una maleta de cartón puede convertirse en millonario—, pero detestan a los inmigrantes. Ese odio, que sufrieron escandinavos, irlandeses, italianos, judíos, árabes y otros inmigrantes, es peor contra la gente de color y en especial contra los hispanos, porque son muchos y no hay forma de detenerlos. Willie viajó a México, alquiló un coche y, siguiendo las complicadas indicaciones que le habían dado por carta, anduvo durante tres días culebreando por huellas polvorientas hasta llegar a una aldea remota con casitas de barro. Llevaba una fotografía amarillenta de la familia Pacheco, que le sirvió para identificar a sus clientes: una abuela de hierro, una viuda tímida y cuatro niños sin padre, entre ellos uno ciego. Nunca habían usado zapatos, carecían de agua potable y electricidad, y dormían en jergones en el suelo.
Willie convenció a la abuela, quien dirigía con mano firme a la familia, de que debían acompañarlo a California para presentarse en el juicio y le aseguró que le mandaría los medios para hacerlo. Cuando quiso regresar a Ciudad de México, se dio cuenta de que la autopista pasaba a quinientos metros del villorrio, pero ninguno de sus clientes la había usado jamás; por eso sus instrucciones sólo indicaban los senderos de mulas. Pudo hacer el camino de vuelta en cuatro horas. Se las arregló para conseguir visas para una breve visita de los Pacheco a Estados Unidos, los metió en un avión y los trajo, mudos de espanto ante la perspectiva de elevarse en un pajarraco metálico. En San Francisco descubrió que en ningún motel, por modesto que fuese, la familia se sentía a gusto: no sabían de platos ni cubiertos —comían tortillas— y nunca habían visto un excusado. Willie tuvo que hacerles una demostración, que produjo ataques de risa de los niños y perplejidad en las dos mujeres. Los intimidaba esa inmensa ciudad de cemento, ese torrente de tráfico y esa gente que hablaba una jerigonza incomprensible. Por último los amparó otra familia mexicana. Los niños se instalaron frente a la televisión, incrédulos ante tal prodigio, mientras Willie procuraba explicar a la abuela y la viuda en qué consistía un juicio en Estados Unidos.
El día señalado se presentó con los Pacheco en el tribunal: la abuela delante, envuelta en su rebozo y con unas chancletas que apenas podía sostener en sus anchos pies de campesina, sin comprender nada de inglés, y atrás la viuda con los niños. En el alegato final, Willie acuñó una frase de la que nos hemos burlado por años: «Señores del jurado, ¿van a permitir que el abogado de la defensa arroje a esta pobre familia en el basural de la historia?». Pero ni eso logró conmoverlos. No les dieron nada a los Pacheco. «Esto jamás le habría pasado a un blanco», comentó Willie mientras se preparaba para apelar ante un tribunal superior. Estaba indignado por el resultado del juicio, pero la familia lo tomó con la indiferencia de la gente acostumbrada a la desgracia. Esperaban muy poco de la vida y no entendían por qué ese abogado de ojos azules se había dado el trabajo de ir a buscarlos a su aldea para mostrarles cómo funcionaba un excusado.
Para paliar la frustración de haberles fallado, Willie decidió llevarlos de paseo a Disneylandia, en Los Ángeles, con el fin de que al menos les quedara un buen recuerdo del viaje.
—¿Para qué crearles a esos niños expectativas que nunca podrán satisfacer? —le pregunté.
—Deben saber lo que ofrece el mundo, para que prosperen. Yo salí del gueto miserable donde me crié porque me di cuenta de que podía aspirar a más —fue su respuesta.
—Tú eres un hombre blanco, Willie. Y, tal como tú mismo dices, los blancos llevan ventaja.
Mis nietos se acostumbraron a la rutina de cambiar de hogar cada semana y a ver a su madre en pareja con la tía Sally. No era un arreglo inusitado en California, donde en materia de relaciones domésticas hay para regodearse. Celia y Nico fueron al colegio de los críos a explicar lo que había ocurrido y las maestras les dijeron que no se preocuparan, porque cuando los niños llegaran al cuarto grado, el ochenta por ciento de sus compañeros tendría madrastras o padrastros y a menudo habría tres del mismo sexo, tendrían hermanos adoptados de otras razas, o estarían viviendo con los abuelos. La familia de los libros de cuentos ya no existía.
Sally había visto nacer a los niños y los quería tanto que, años más tarde, cuando le pregunté si no pensaba tener hijos propios, me contestó que para qué, si ya tenía tres. Asumió el papel de madre con el corazón abierto, lo que yo nunca pude hacer con mis hijastros, y nada más que por eso nunca dejé de estimarla. Sin embargo, una vez tuve la maldad de acusarla de haber seducido a la mitad de mi familia. ¿Cómo pude decir semejante estupidez? Ella no era la sirena que atraía a sus víctimas para estrellarlas en las rocas; cada uno fue responsable de sus actos y sentimientos. Además, yo no tengo autoridad moral para juzgar a nadie; en mi vida he hecho varias locuras por amor y quién sabe si haré algunas más antes de morirme. El amor es un rayo que nos golpea de súbito y nos cambia. Así me pasó con Willie. Cómo no voy a entender lo de Celia y Sally.
En esos días recibí una carta de la madre de Celia en que me acusaba de haber pervertido a su hija con mis ideas satánicas y de «haber manchado a su bella familia, en la que el error siempre se llamó error y al pecado, pecado», lo contrario a lo que yo transmitía en mis libros y en mi conducta. Supongo que no se puso en el caso de que Celia era gay; el problema fue que la muchacha no lo sabía, se casó y tuvo tres niños antes de poder admitirlo. ¿Qué razón tendría yo para inducir a mi nuera a herir a mi familia? Me pareció extraordinario que alguien me atribuyera tanto poder.
—¡Qué suerte! Ya no tenemos que hablarle nunca más a esta señora —fue lo primero que dijo Willie cuando leyó la carta.
—Visto desde fuera, damos la impresión de ser muy decadentes, Willie.
—Tú no sabes lo que sucede a puerta cerrada en otras familias. La diferencia es que en la nuestra todo sale a la luz.
Me tranquilicé un poco respecto a los nietos porque contaban con la dedicación de sus padres, en ambas casas existían más o menos las mismas reglas de convivencia y la escuela les daba estabilidad. No terminarían traumatizados, sino demasiado consentidos. Había tanta franqueza para explicarles las cosas que a veces los chiquillos preferían no preguntar porque la respuesta podía ir más lejos de lo que deseaban oír. Desde el comienzo establecí el hábito de verlos casi a diario cuando estaban con Nico y una vez por semana en casa de Celia y Sally. Nico era firme y consistente, sus reglas eran claras, pero también prodigaba una gran ternura y paciencia con sus hijos. Muchos domingos lo sorprendí en la mañana durmiendo con todos los críos en su cama, y nada me conmovía tanto como verlo llegar con las dos chicas en brazos y Alejandro colgado de sus piernas. En casa de Celia había un ambiente relajado, desorden, música y dos gatos ariscos que pelechaban sobre los muebles. Solían improvisar una carpa con frazadas en la sala, donde acampaban durante la semana entera. Creo que Sally mantenía firmes las costuras de esa familia, sin ella Celia habría naufragado en esa época de tanta perturbación; Sally poseía un instinto certero con los niños, adivinaba los problemas antes de que sucedieran y los vigilaba con discreción, sin apabullarlos.
Reservé «días especiales» con cada nieto por separado, en que ellos escogían la actividad. Así es como tuve que calarme la película animada de Tarzán trece veces y otra que se llamaba Mulan diecisiete; podía recitar los diálogos de atrás para adelante. Siempre querían lo mismo en el día especial: pizza, helados y cine, excepto una vez que Alejandro manifestó interés en ver a los hombres vestidos de monja que habían anunciado por televisión. Un grupo de homosexuales, gente de teatro, se disfrazaba de monjas con las caras pintadas y se pavoneaba pidiendo dinero para obras de caridad. El desatino era que lo hacían en Semana Santa. Salió en el noticiario porque la iglesia católica ordenó a sus feligreses que no visitaran San Francisco, para sabotear el turismo de esa ciudad que, como Sodoma y Gomorra, vivía en pecado mortal. Llevé a Alejandro a ver Tarzán una vez más.
Nico se había vuelto muy callado y tenía una dureza nueva en la mirada. La rabia lo había cerrado como una ostra, no compartía sus sentimientos con nadie. No fue el único que sufrió, a cada uno le tocó su parte, pero él y Jason se quedaron solos. Me aferré al consuelo de que nadie actuó con perfidia, fue una de esas tormentas en que se pierde el control del timón. ¿Qué pasó a puerta cerrada entre Celia y él? ¿Qué papel desempeñó Sally? Ha sido inútil sondearlo, siempre me responde con un beso en la frente y alguna frase neutra para distraerme, pero no pierdo la esperanza de averiguarlo en mi hora final, cuando no se atreva a negarle un último deseo a su madre moribunda. La existencia de Nico se redujo al trabajo y a ocuparse de sus hijos. Nunca fue muy sociable, sus amistades habían sido aportadas por Celia y él no intentó mantenerlas. Se aisló.
En esos días vino a limpiar los vidrios de nuestra casa un psiquiatra con pinta de actor de cine y aspiraciones de novelista que ganaba más limpiando ventanas ajenas que escuchando las quejas latosas de sus pacientes. En realidad, el trabajo no lo hacía él, sino una o dos holandesas espléndidas que no me explicó dónde pescaba, siempre diferentes, bronceadas por el sol californiano, con melenas platinadas y pantaloncitos cortos. Las bellas trepaban por las escaleras de mano con trapos y baldes, mientras él se sentaba en la cocina a contarme el argumento de su próxima novela. Me daba rabia, no sólo por las rubias tontas que hacían la labor pesada, que después él cobraba, sino porque ese hombre no era ni sombra de Nico y disponía de cuanta mujer se le antojara. Le pregunté cómo lo hacía y me dijo: «Prestándoles oído, les gusta que las escuchen». Decidí pasarle el dato a Nico. A pesar de su arrogancia, el psiquiatra era mejor que el hippie viejo que lo precedió en la limpieza de vidrios, quien antes de aceptar una taza de té revisaba la tetera minuciosamente para cerciorarse de que no tuviese plomo, hablaba en susurros y una vez perdió quince minutos tratando de sacar un insecto de la ventana sin machucarlo. Casi se cae de la escalera cuando le ofrecí un matamoscas.
Yo vivía pendiente de Nico y nos veíamos casi a diario, pero se había vuelto un desconocido para mí, cada día más retraído y distante, aunque siempre hizo gala de la misma impecable cortesía. Esa delicadeza llegó a molestarme; hubiera preferido que nos haláramos el pelo mutuamente. A los dos o tres meses ya no pude más y decidí que no podíamos seguir postergando una conversación franca. Los enfrentamientos son muy raros entre nosotros, en parte porque nos llevamos bien sin proclamas sentimentales y en parte porque así somos por carácter y hábito. Durante los veinticinco años de mi primer matrimonio, nunca nadie levantó la voz, mis hijos se acostumbraron a una absurda urbanidad británica. Además, partimos con buenos propósitos y suponemos que si hay ofensa es por error u omisión, no por ánimo de herirnos. Por primera vez le hice chantaje a mi hijo y, con la voz quebrada, le recordé mi amor incondicional y lo que había hecho por él y sus niños desde que nacieron, le reproché su alejamiento y rechazo… en fin, un discurso patético. Tuve que admitir, eso sí, que él siempre se había portado como un príncipe conmigo, salvo cuando me hizo la broma pesada de ahorcarse, a los doce años. Te acordarás que tu hermano se colgó de un arnés en el umbral de una puerta y cuando lo vi, con la lengua fuera y una gruesa cuerda al cuello, casi me despacho a mejor vida. ¡Jamás se lo perdonaré! «¿Por qué no vamos al grano, vieja?», me preguntó amablemente al cabo de un buen rato de oírme, cuando ya no pudo evitar que la mirada se le fuera al techo. Entonces nos lanzamos al ataque frontal. Llegamos a un acuerdo civilizado: él haría un esfuerzo por estar más presente en mi vida y yo haría un esfuerzo por estar más ausente en la suya. O sea, ni calvo ni con dos pelucas, como dicen en Venezuela. No pensaba cumplir mi parte del trato, como se vio enseguida cuando le sugerí que tratara de conocer mujeres porque a su edad no convenía el celibato: órgano que no se usa, se atrofia.
—Supe que en una fiesta de tu oficina estuviste conversando con una muchacha muy agradable, ¿quién es? —le pregunté.
—¿Cómo lo sabes? —contestó, alarmado.
—Tengo mis fuentes de información. ¿Piensas llamarla?
—Me basta con tres niños, mamá. No me sobra tiempo para el romance. —Y se rió.
Estaba segura de que Nico podía atraer a quien quisiese: tenía facha de noble del Renacimiento italiano, era de buena índole, en eso salió a su padre, y no tenía nada de tonto, en eso salió a mí, pero si no se ponía las pilas iba a acabar en un monasterio trapense. Le conté del psiquiatra con su corte de holandesas que limpiaban las ventanas de nuestra casa, pero no manifestó el menor interés. «No te metas», volvió a decirme Willie, como siempre. Por supuesto que iba a meterme, pero debía darle un poco de tiempo a Nico para que se lamiera las heridas.