EL VERANO

Llegó el verano con su escándalo habitual de abejas y ardillas; el jardín estaba en su apogeo y también las alergias de Willie, quien no renunciará jamás a contar los pétalos de cada rosa. Las alergias no le impiden afanarse con unos asados monumentales en los que Lori también participa, porque dejó su larga práctica vegetariana cuando el doctor Miki Shima, tan vegetariano como ella, la convenció de que necesitaba más proteínas. La piscina tibia atraía a hordas de niños y visitantes; los días se estiraban al sol, largos, lentos, sin reloj, como en el Caribe. Tabra era la única ausente, porque estaba en Bali, donde fabrican algunas de las piezas que usa en sus joyas. Lagarto Emplumado la acompañó por una semana, pero tuvo que regresar a California porque no soportó el terror a las víboras y las levas de perros sarnosos y hambrientos. Parece que estaba abriendo la puerta de su pieza y una culebrita verde pasó rozándole la mano. Era de las más letales que existen. Esa misma noche cayó del techo algo caliente, húmedo y peludo, que aterrizó encima de ellos y salió corriendo. No alcanzaron a encender la luz a tiempo para verlo. Tabra dijo que seguramente se trataba de un rabopelado, se acomodó en la almohada y siguió durmiendo; él permaneció el resto de la noche vigilando, con las luces encendidas y su cuchillo de matarife en la mano, sin tener la menor idea de lo que era un rabopelado.

Juliette y sus hijos pasaban semanas con nosotros. Aristóteles es la persona más gentil y considerada de la familia. Nació con cierta tendencia a la tragedia, como todo griego que se respete, y desde muy joven asumió el papel de protector de su madre y su hermano, pero el contacto con los otros niños le aligeró la carga y se puso muy cómico. Creo que tiene vocación de actor, porque además de ser histriónico y guapo, es siempre el protagonista principal de las obras teatrales del colegio. Aquiles seguía siendo un angelote pródigo en sonrisas y besos, muy mimado. Aprendió a nadar como una anguila y podía pasar doce horas en el agua. Lo rescatábamos arrugado y rojo de sol para obligarlo a ir al baño. No quiero pensar en lo que contiene esa agua. «No se preocupe, señora, tiene tanto cloro que podría haber un cadáver adentro y no sería problema», me aseguró el técnico en mantenimiento cuando le planteé mis dudas.

Los niños cambiaban día a día. Willie siempre dijo que Andrea tenía las facciones de Alejandro pero desordenadas, y que un día se le acomodarían en su sitio. Por lo visto, así estaba ocurriendo, aunque ni cuenta se daba, porque vivía desprendida, soñando, con la nariz en sus libros, extraviada en aventuras imposibles. Nicole resultó muy lista y buena alumna, además de sociable, amistosa y coqueta, la única con esa virtud en una tribu matriarcal, donde las mujeres no se desviven por seducir a nadie. Su instinto estético puede demoler con una mirada crítica la confianza en un vestido de cualquier mujer a su alrededor, menos de Andrea, que es impermeable a la moda y sigue disfrazada, como siempre anduvo en su infancia. Durante meses vimos a Nicole ir y venir con una misteriosa caja negra, y tanto insistimos, que un día nos mostró el contenido. Era un violín; lo había pedido prestado en el colegio porque quiere formar parte de la orquesta. Se lo puso al hombro, tomó el arco, cerró los ojos y nos dejó pasmados con un breve e impecable concierto de canciones que jamás le habíamos oído ensayar. A Alejandro se le alargó el esqueleto de un tirón justo a tiempo, porque yo pretendía que le dieran hormonas de crecimiento, como a las vacas, para que no se quedara petizo. Temía que fuese el único de mis descendientes con la indeseable herencia de mis genes, pero ese año comprobamos, aliviados, que se había salvado. Aunque ya se le notaba la sombra de un bigotillo, seguía comportándose como un saltimbanqui, haciendo morisquetas en los espejos y molestando con chistes inoportunos, resuelto a evitar a cualquier costo la zozobra de madurar y mandarse solo. Nos había anunciado que pensaba quedarse a vivir con sus padres, un pie en cada casa, hasta que se casara o lo echaran a patadas. «Apúrate en crecer antes que se nos acabe la paciencia», solíamos advertirle, cansados de sus payasadas. Las mellizas se bañaban en unas tortugas flotantes de plástico, observadas de lejos por Olivia, quien no perdía la esperanza de que se ahogaran. De todos los miedos que tenía esta perra cuando llegó a nuestra familia, le quedan dos: los paraguas y las mellizas. Estos chiquillos y la docena de sus amigos que nos visitaban muy seguido terminaban el verano tostados como africanos y con el pelo verde por los productos químicos de la piscina, tan letales que quemaban el césped. Donde los bañistas ponían los pies húmedos, no salía más pasto.

Mis nietos estaban en edad de descubrir el amor, menos Aquiles, que todavía no había superado la etapa de pedirle a su madre que se casara con él. Los chiquillos se escondían en los vericuetos de La Casa de los Espíritus para jugar en la oscuridad, y los diálogos en la piscina solían intranquilizar a los padres.

—¿No sabes que me has roto el corazón? —preguntó Aristóteles, resoplando a través de las gafas protectoras.

—Ya no quiero a Eric. Puedo volver contigo, si te parece —le propuso Nicole entre dos zambullidas.

—No sé, tengo que pensarlo. No puedo seguir sufriendo.

—Piensa rápido, porque si no voy a llamar a Peter.

—¡Si no me quieres, mejor me suicido hoy mismo!

—Vale, pero no en la piscina, Willie se enojaría.