EL DRAGÓN DE ORO
El auge del movimiento evangélico me dio el tema del segundo volumen de la trilogía. La derecha cristiana, que los republicanos movilizaron en el año 2000 con mucho éxito para ganar las elecciones presidenciales, siempre ha sido muy numerosa, pero no había determinado la política de este país, que tiene una sólida vocación secular. Durante la presidencia de George W. Bush los evangélicos lograron menos de lo que tenían en su agenda, pero de todos modos los cambios eran notables. En muchas instituciones educacionales ya no se menciona la teoría de la evolución, sino la del «diseño inteligente», eufemismo para la explicación bíblica de la Creación. Dicen que el mundo tiene diez mil años de antigüedad y cualquier evidencia de lo contrario es herejía. Los guías en el cañón del Colorado deben ser prudentes al informar a los turistas de que se pueden leer dos billones de años de historia natural en las capas geológicas. Si se descubren en Noruega veinte fósiles de animales marinos del tamaño de un bus, anteriores a los dinosaurios, los creyentes lo atribuyen a una conspiración de ateos y liberales. Se oponen al aborto y cualquier forma de control de la natalidad, salvo la abstinencia, pero no se movilizan contra la pena de muerte o la guerra. Varios predicadores bautistas insisten en el sometimiento de la mujer al hombre, borrando de un brochazo un siglo de lucha feminista. Millares de familias educan a sus hijos en el hogar para evitar que se contaminen con ideas seculares en las escuelas públicas, y después esos jóvenes asisten a universidades cristianas. El setenta por ciento de los internos en la Casa Blanca durante la administración de Bush provienen de esas universidades. Espero que no se conviertan en los dirigentes políticos del futuro.
Mis nietos viven en la burbuja de California, donde todo esto es una curiosidad, como la poligamia de algunos mormones en Utah, pero se enteran porque oyen hablar a los adultos en la familia. Los puse a pensar en una filosofía incluyente, una forma depurada de espiritualidad opuesta al fundamentalismo de cualquier tendencia. No tenía ideas claras, pero las fui afinando en las conversaciones con ellos y las caminatas con Tabra, que en esos meses hacíamos casi a diario, porque ella todavía estaba pasando por la pena larga de haber perdido a su padre. Recordaba poesías completas y nombres de plantas y flores que él le había enseñado en la infancia.
—¿Por qué no lo veo como tú ves a Paula? —se preguntaba.
—No la veo, pero la siento dentro, imagino que me acompaña.
—Yo ni siquiera sueño con él…
Hablábamos de los libros que a él le gustaban y de otros que no pudo enseñar, por la censura, en el colegio donde trabajaba. Libros, siempre libros. Tabra se tragaba las lágrimas y se llenaba de entusiasmo cuando hablábamos de mi próxima novela. A ella se le ocurrió que el modelo para el país mítico que yo deseaba podía ser Bután, o el Reino del Dragón del Trueno, como lo llaman sus habitantes, que ella había visitado en su trayectoria de peregrina incansable. Le cambiamos el nombre, al Reino del Dragón de Oro y ella propuso que el dragón fuese una estatua mágica capaz de predecir el futuro. Me gustó la idea de que cada libro estuviera situado en una cultura y un continente distintos y para imaginar el lugar me inspiré en el viaje que hicimos a la India y otro a Nepal, cumpliendo una promesa que te hice hace años, Paula. Tú creías que la India es una experiencia psicodélica y en realidad lo fue. Me pasó lo mismo que en el Amazonas o en África: pensé que lo que había visto era tan ajeno a mi realidad que nunca podría utilizarlo en un libro, pero las semillas germinaron dentro de mí y los frutos aparecieron finalmente en la trilogía juvenil. Como dice Willie, todo se usa tarde o temprano. Si no hubiera estado en esa parte del mundo no habría podido crear el color, las ceremonias, la ropa, el paisaje, la gente, la comida, la religión o la forma de vida.
De nuevo la ayuda de mis nietos resultó muy valiosa. Inventamos una religión tomando ideas del budismo tibetano, del animismo y de libros de fantasía que ellos habían leído. Andrea y Nicole van a un colegio católico bastante liberal, en el que la búsqueda de la verdad, la transformación espiritual y el servicio al prójimo son más importantes que el dogma. Mis nietas aterrizaron allí sin ninguna instrucción religiosa. En la primera semana, a Nicole le tocó explicar el pecado original en una tarea.
—No tengo idea de lo que es eso —dijo.
—Te doy una clave, Nicole: viene de la historia de Adán y Eva —le ofreció Lori.
—¿Quiénes son ésos?
—Creo que el pecado tiene que ver con una manzana —interrumpió Andrea, sin mucha convicción.
—¿No se supone que las manzanas son buenas para la salud? —la rebatió Nicole.
Nos olvidamos del pecado original y nos sentamos a hablar del alma, y así se perfiló la espiritualidad del Reino del Dragón de Oro. A las niñas les atraía la idea de ceremonias, rituales, tradición, y a Alejandro la posibilidad de desarrollar capacidades paranormales, como telepatía y telequinesia. A partir de eso me lancé a escribir, y cada vez que me fallaba la inspiración, me acordaba de la ayahuasca y de mi propia infancia, o bien volvía donde Tabra y los niños. Andrea contribuyó a planear el argumento y Alejandro imaginó los obstáculos que protegían a la estatua del dragón: dédalo, venenos, serpientes, trampas, cuchillos y lanzas que caían del techo. Los yetis fueron creación de Nicole, quien siempre deseó conocer a uno de los supuestos gigantes de las nieves eternas, y Tabra aportó a los «hombres azules», una secta criminal de la que oyó hablar en un viaje al norte de la India.
Con mi notable equipo de colaboradores terminé la segunda novela juvenil en tres meses y decidí que en el tiempo sobrante afinaría un librito sobre Chile. El título, Mi país inventado, dejaba en claro que carecía de ecuanimidad científica, era mi visión subjetiva. Desde la distancia del tiempo y la geografía, mis recuerdos de Chile están cubiertos de una pátina dorada, como esos retablos antiguos de las iglesias coloniales. Mi madre, quien leyó la primera versión, temía que el tono irónico del libro cayera como un mazazo en Chile, donde en el mejor de los casos los críticos me descueran. «Éste es un país de tontos graves», me advirtió, pero yo sabía que no sería así. Una cosa son los literatos y otra somos los chilenos sin ínfulas intelectuales, que a lo largo de los siglos hemos desarrollado un perverso sentido del humor para sobrevivir en esa tierra de cataclismos. En mi época de periodista aprendí que nada nos divierte tanto a los chilenos como burlarnos de nosotros mismos, aunque jamás soportaríamos que lo hiciese un extranjero. No me equivoqué, porque un año más tarde se publicó mi libro sin que nadie me tirara tomates en público. Además, fue pirateado. Dos días después de su publicación aparecieron en las calles del centro de Santiago las pilas de la edición pirata, que se ofrecía a un cuarto del precio oficial, junto a montones de discos, videos e imitaciones de lentes y carteras de diseñadores. Desde el punto de vista moral y económico, el pirateo es un desastre para las editoriales y los autores, pero en cierta forma también es un honor, porque significa que hay muchos lectores interesados y que los pobres pueden comprar el libro. Chile está al día con el progreso. En Asia, los libros de Harry Potter se piratean de manera tan descarada que ya está en la calle un volumen que la autora todavía no ha imaginado. Es decir, hay una chinita en un desván polvoriento escribiendo como J. K. Rowling, pero sin gloria.
El Chile de mis amores es el de mi juventud, cuando tú y tu hermano eran chicos, cuando yo estaba enamorada de tu padre, trabajaba como periodista y vivíamos apretados en una casita prefabricada con paja en el techo. En esa época parecía que nuestro destino estaba bien planeado y que nada malo podía ocurrirnos. El país estaba cambiando. En 1970 Salvador Allende fue elegido presidente y hubo una explosión política y cultural, el pueblo salió a la calle con una sensación de poder que nunca había tenido, los jóvenes pintaban murales socialistas, el aire estaba lleno de canciones de protesta. Chile se dividió y las familias se dividieron también, como la nuestra. Tu Granny marchaba a la cabeza de las protestas contra Allende, aunque desviaba la columna de manifestantes para que no pasaran delante de nuestra casa a tirarnos piedras. Además, ésa fue la época de la revolución sexual y el feminismo, que afectaron a la sociedad casi más que la política y que para mí fueron fundamentales. Entonces ocurrió el golpe militar de 1973 y se desencadenó la violencia, destrozando el pequeño mundo en que nos sentíamos seguros. ¿Cómo habría sido nuestro destino sin ese golpe militar y los años de terror que siguieron? ¿Qué habría sucedido si nos hubiéramos quedado en el Chile de la dictadura? Nunca habríamos vivido en Venezuela, tú no habrías conocido a Ernesto ni Nico a Celia, tal vez yo no hubiera escrito libros, ni hubiera tenido oportunidad de enamorarme de Willie y hoy no estaría en California. Estos devaneos son inútiles. La vida se hace caminando sin mapa y no hay forma de volver atrás. Mi país inventado es un homenaje al territorio mágico del corazón y los recuerdos, al país pobretón y amigable donde tú y Nico pasaron los años más felices de la infancia.
El segundo tomo de la trilogía para jóvenes ya estaba en manos de varios traductores, pero no podía concentrarme en el libro sobre Chile porque un sueño recurrente no me dejaba en paz. Soñaba que había un bebé en un sótano laberíntico, cruzado por cañerías y cables, como el de la casa de mi abuelo, donde pasé tantas horas de mi infancia entretenida en juegos solitarios. Yo podía llegar hasta el infante, pero no podía sacarlo a la luz. Se lo conté a Willie y él me recordó que sólo sueño con bebés cuando estoy escribiendo, sin duda tenía que ver con el nuevo libro. Como temí que se refiriera a El Reino del Dragón de Oro, revisé una vez más el manuscrito, pero nada me llamó la atención. Ese sueño recurrente siguió molestándome durante semanas, hasta que me llegó la traducción al inglés y pude leerla separada por la distancia de otro idioma, entonces me di cuenta de que había un problema fatal con el argumento: yo había supuesto que los protagonistas, Alexander y Nadia, poseían cierta información que no tenían manera de haber obtenido y que determinaba el final. Debí pedir de vuelta el manuscrito de mis traductores y cambiar un capítulo. Sin aquel infante atrapado en un enmarañado subterráneo, que me fregó la paciencia noche tras noche, ese error se me habría pasado.