STRIPTEASE

Willie y Lori han trabajado juntos en el burdel de Sausalito durante años, compartiendo incluso el baño. Es divertido observar la relación de ese par de personas que ya no pueden ser más diferentes. Al desorden, el apuro y las maldiciones de Willie, Lori opone calma, orden, precisión y finura. A mediodía él se come unas longanizas picantes que pueden perforar los intestinos de un rinoceronte y dejan el ambiente perfumado a ajo, y Lori picotea ensalada macrobiótica con tofu. Él entra a la oficina con botas de obrero metalúrgico embarradas, porque viene de caminar con la perra, y Lori amablemente limpia la escalera, para evitar que algún cliente se resbale y se rompa la crisma. Willie junta montañas de papeles sobre su escritorio, desde documentos legales hasta servilletas usadas de papel, y cada cierto tiempo Lori hace una pasada rápida y se los bota a la basura; él ni cuenta se da, o tal vez lo nota, pero no patalea. Ambos comparten el vicio de la fotografía y de los viajes. Se consultan todo y se celebran mutuamente, sin muestras obvias de sentimentalismo: ella siempre eficiente y tranquila, él siempre apurado y gruñón. Ella le arregla la computadora, le mantiene al día la página web y le prepara albóndigas con la receta de su abuela; él comparte con ella lo que compra al por mayor, desde papel para el baño hasta papayas, y la quiere más que a nadie en esta familia, excepto a mí… tal vez.

Willie se burla de ella, por supuesto, pero también aguanta sus bromas. Una vez Lori hizo con primor un letrero engomado y se lo pegó en el parachoques trasero del coche. Decía: PAREZCO MUY MACHO, PERO USO CALZONES DE MUJER. Willie manejó durante un par de semanas con el letrero, sin entender por qué tantos hombres le hacían señales desde otros coches. Considerando que vivimos en el lugar del mundo donde posiblemente hay más homosexuales per cápita, no era de extrañar. Cuando descubrió el letrero casi le da una apoplejía.

De vez en cuando la alarma del burdel se dispara sola, sin provocación alguna, lo que suele producir inconvenientes, como aquella vez en que Willie llegó a tiempo para oír el ruido atronador de la alarma y entró rápidamente por la cocina —en el piso de abajo— para apagarla. Era por la tarde, en invierno, y estaba más o menos oscuro. En ese momento descendió por la escalera un policía, que había entrado a patadas por la puerta principal, con lentes de sol y una pistola en la mano, y lo conminó a grito pelado a poner las manos en alto. «Calma, hombre, soy el dueño», trató de explicarle mi marido, pero el otro le ordenó que se callara. Era joven e inexperto, se puso nervioso y siguió aullando y pidiendo refuerzos por su teléfono, mientras el caballero de pelo blanco, con la cara aplastada contra la pared, hervía de rabia. El incidente se disolvió sin consecuencias cuando llegaron otros agentes armados como para un combate y, después de cachear a Willie, atendieron a sus razones. Esto causó una interminable retahíla de maldiciones de Willie y verdaderos ataques de risa de Lori, aunque se hubiera reído menos si la víctima hubiera sido ella. Una semana más tarde estábamos todos trabajando y empezaron a llegar algunos amigos de Lori, que también son muy amigos nuestros. Me pareció un poco raro, pero estaba en el teléfono con un periodista de Grecia y me limité a saludarlos de lejos con un gesto. Terminé de hablar justamente cuando entraba un agente de policía, alto, joven, rubio y muy guapo, con lentes de sol y pistola al cinto, que pidió hablar con el señor Gordon. Lori llamó a Willie y él bajó desde el segundo piso dispuesto a decirle a ese uniformado que si lo seguían jorobando iba a meterle juicio al Departamento de Policía. Los amigos se instalaron en la escalera a observar el espectáculo.

El guapo agente de policía enarboló un atado de papeles y le dijo a Willie que se sentara porque tenía que llenar unos formularios. De malas pulgas, mi marido obedeció. Entonces oímos una música árabe y el hombre empezó a danzar como una enorme odalisca y a quitarse la gorra primero, las botas después, enseguida la pistola, la chaqueta y los pantalones, ante el horror absoluto de Willie, que retrocedió, rojo como cangrejo cocido, seguro de que estaba ante un enfermo mental escapado de un sanatorio. Las carcajadas del público, que observaba desde la escalera, le dieron la clave de que se trataba de un actor contratado por Lori, pero para entonces el bailarín no tenía encima más que los lentes de sol y una mínima tanga que no cubría del todo sus partes íntimas.

Considerando que trabajamos en el mismo local, manejamos el bufete de Willie, la fundación y mi oficina entre todos, nos vemos casi a diario, vamos juntos de vacaciones a los confines del planeta y vivimos en un radio de seis cuadras, es sorprendente que nos llevemos tan bien. Milagro, diría yo. Terapia, diría Nico.