UNA PAREJA BURGUESA

En febrero de 2004, el alcalde de San Francisco cometió un error político al tratar de legalizar las uniones de homosexuales, porque galvanizó a la derecha cristiana en defensa de los «valores de la familia». Impedir el matrimonio de los gays se convirtió en el estandarte político de los republicanos para la reelección de Bush ese mismo año; es asombroso que eso pesara más a la hora de votar que la guerra en Irak. El país no estaba maduro para una iniciativa como la del alcalde. La llevó a cabo durante un fin de semana, cuando los tribunales estaban cerrados, para que ningún juez alcanzara a impedirlo. Apenas anunciaron la noticia, se presentaron cientos de parejas ante el Registro Civil, una fila interminable bajo la lluvia. En las horas siguientes llegaron de muchas partes mensajes de felicitación y ramos de flores, que alfombraron la calle. Las primeras en casarse fueron dos ancianas de ochenta y tantos, feministas de cabello blanco, que habían vivido juntas más de cincuenta años; les seguían dos hombres que se presentaron con un bebé cada uno colgado de una bolsa al pecho, mellizos adoptados. La gente en esa larga cola deseaba tener una vida normal, criar hijos, comprar una casa a medias, heredar, acompañarse en la hora de la muerte. Nada de los valores de la familia, por lo visto. Celia y Sally no formaron parte de esa multitud porque pensaron que la iniciativa del alcalde sería declarada ilegal muy pronto, como de hecho sucedió.

Ya hacía mucho tiempo que Sally y el hermano de Celia se habían divorciado. Con la martingala de casarse, él obtuvo su visa americana, pero no la usó por mucho tiempo, ya que decidió regresar a Venezuela, donde por último se casó con una linda joven, mandona y divertida, tuvo un niño encantador y encontró el destino que se le escabullía en Estados Unidos. Eso les permitió a Sally y Celia unirse legalmente en una «sociedad doméstica». Imagino que debió de ser un poco complicado dilucidar ante las autoridades que Sally se había «casado» con dos personas del mismo apellido pero de diferente sexo. A los niños, que habían visto la foto de boda de ella con su tío, no hubo que darles demasiadas explicaciones: entendieron desde el comienzo que fue un favor que Sally le hizo a él; creo que ningún enredo familiar asusta a mis nietos.

Celia y Sally se han convertido en un viejo matrimonio, tan cómodas y burguesas que cuesta reconocerlas como las atrevidas muchachas que años antes desafiaron a la sociedad para amarse. Les gusta ir a restaurantes o quedarse en la cama viendo su programa favorito de televisión, suelen organizar fiestas en su minúscula casa, donde se las arreglan para recibir a cien personas con comida, música y baile. Una es noctámbula y la otra se duerme a las ocho de la noche, así es que sus horarios no calzan.

—Debemos hacer citas a mediodía, con la agenda en la mano, o viviríamos como camaradas en vez de como amantes. Encontrar momentos de intimidad cuando hay tanto trabajo y tres niños es todo un proyecto —me confesó Celia, riéndose.

—Es más información de la que necesito, Celia.

Terminaron de remodelar su casa, convirtieron el garaje en un cuarto de televisión y pieza para Alejandro, que ya está en edad de contar con privacidad. Tienen un perro llamado Poncho, negro, manso y enorme, como el Barrabás de mi primera novela, que duerme en las camas de los niños por turnos, una noche con cada uno. Su llegada espantó a los dos gatos cascarrabias, que escaparon por los tejados y no volvieron a aparecer. Cuando mis nietos se van a pasar la semana en casa de su padre, el infeliz Poncho se echa al pie de la escalera con los ojos mustios esperando el próximo lunes.

Celia descubrió la pasión de su vida: la bicicleta de montaña. Aunque ya tiene más de cuarenta años, gana premios en carreras de largo aliento, compitiendo con jóvenes de veinte, y armó una pequeña empresa de excursiones en bicicleta: Mountain Biking Marin. Hay fanáticos que vienen de lejanos lugares a seguirla cerro abierto hacia las alturas.

Me parece que estas dos mujeres están contentas. Trabajan para mantenerse, pero no se matan por juntar dinero, y coinciden en que su prioridad son los niños, al menos hasta que crezcan y se independicen. Recuerdo los tiempos en que Celia vomitaba a escondidas porque estaba atrapada en una existencia que no le correspondía. Tienen la suerte de vivir en California, en los albores del siglo XXI; en otro sitio y en otro tiempo habrían enfrentado implacables prejuicios. Aquí, ni siquiera en el colegio católico de las niñas es un problema que sean gays; no es eso lo que las define. La mayoría de sus amigos son parejas, padres de otros niños, familias comunes y corrientes. Sally asumió el papel de dueña de la casa, mientras que Celia suele comportarse como la caricatura de un marido latinoamericano.

—¿Cómo la aguantas, Sally? —le pregunté una vez, cuando la vi cocinando y ayudando a Nicole con su tarea de matemáticas, mientras Celia, vestida con unos pantalones indecentes y un casco de loca, andaba pedaleando por senderos de montaña con unos turistas.

—Porque nos divertimos mucho juntas —me respondió, revolviendo la olla.

En esta aventura de formar pareja hay mucho de azar, pero también de intención. Muchas veces, en las entrevistas, algún periodista me pregunta «el secreto» de la notable relación que Willie y yo tenemos. No sé qué contestar, porque no conozco la fórmula, si es que existe, pero siempre recuerdo algo que aprendí de un compositor que nos visitó con su mujer. Tenían alrededor de sesenta años, pero se veían jóvenes, fuertes y llenos de entusiasmo. El músico nos explicó que se habían casado —o mejor dicho, habían renovado el compromiso— siete veces durante su largo amor. Se conocieron cuando eran estudiantes en la universidad, se enamoraron a primera vista y han estado juntos por más de cuatro décadas. Pasaron por varias etapas y en cada una cambiaron y estuvieron a punto de separarse, pero optaron por revisar la relación. Después de cada crisis decidieron permanecer casados un tiempo más, porque descubrieron que seguían queriéndose, aunque ya no eran los mismos de antes. «En total, hemos pasado por siete matrimonios y seguramente nos faltan varios más. No es lo mismo ser pareja cuando uno está criando niños, sin dinero y sin tiempo libre, que cuando uno está en la madurez, ya realizados en la profesión y esperando al primer nieto», dijo. Nos contó, por ejemplo, que en los años sesenta, en plena locura hippie, vivían en una comuna con veinte jóvenes ociosos, donde él era el único que trabajaba; los demás pasaban el día en una nube de marihuana, tocando la guitarra y recitando en sánscrito. Un día se cansó de mantenerlos y los sacó a puntapiés de la casa. Ése fue un momento crucial en que debió ajustar las reglas del juego con su mujer. Luego vino la etapa materialista de los años ochenta, que casi destruyó su amor porque los dos andaban corriendo detrás del éxito. También en esa ocasión optaron por hacer cambios fundamentales y volver a comenzar. Y así, una y otra vez. Me parece una fórmula muy acertada, que Willie y yo hemos debido poner en práctica en más de una ocasión.