UN PEÑASCO ENORME
Celia y Willie discutían a gritos con igual pasión tanto por tonterías como por asuntos de fondo.
—Ponte el cinturón de seguridad, Celia —le decía él en el coche.
—No es obligatorio usarlo en el asiento de atrás.
—Sí es.
—¡No!
—¡Me importa un bledo si es obligatorio o no! ¡Éste es mi automóvil y yo voy manejando! ¡Ponte el cinturón o te bajas! —bufaba Willie, rojo de ira.
—¡Coño! ¡Entonces me bajo!
Desde niña se había rebelado contra la autoridad masculina, y Willie, que también salta a la menor provocación, la acusaba de ser una chiquilla malcriada. A menudo se ponía furioso con ella, pero todo quedaba perdonado apenas cogía la guitarra. Nico y yo procurábamos mantenerlos separados, aunque no siempre nos resultaba. La Abuela Hilda no opinaba; lo más que me dijo una vez fue que Celia no estaba acostumbrada a recibir cariño, pero que con el tiempo agacharía el moño.
A Tabra la operaron para quitarle las pelotas de fútbol y colocarle unos senos normales, unas bolsas con una solución menos letal que la silicona. A propósito, el médico que se las puso originalmente llegó a ser uno de los cirujanos plásticos más famosos de Costa Rica, así es que la experiencia adquirida con mi amiga no fue inútil. Supongo que ahora debe de ser un anciano y ni siquiera recuerda a la joven estadounidense que fue su primer experimento. Tabra estuvo seis horas en el quirófano, debieron rasparle de las costillas la silicona fosilizada, y cuando salió de la clínica estaba tan aporreada que la instalamos en nuestra casa para cuidarla hasta que pudiera valerse sola. Se le inflamaron los ganglios, no podía mover los brazos y tuvo una reacción a la anestesia que la dejó con náuseas por una semana. Sólo toleraba sopas aguadas y pan tostado. Esto coincidió con que Jason ya había partido a Nueva York a estudiar y Sally se había mudado a un piso que compartía con una amiga en San Francisco, pero la Abuela Hilda, Nico, Celia y los tres niños vivían temporalmente con nosotros. La buhardilla de Sausalito se les hizo chica y estábamos en los trámites finales de comprarles una casa, que quedaba un poco lejos y había que arreglarla, pero tenía piscina, era amplia y lindaba con cerros silvestres, perfecta para criar a los niños. La nuestra estaba llena y en general reinaba un ambiente de fiesta a pesar de lo mal que se sentía Tabra, salvo cuando a Celia o a Willie se les encabritaba el ánimo; entonces la menor chispa provocaba una pelea. Ese día estalló por un asunto de oficina bastante grave, porque Celia acusó a Willie de no ser claro con el dinero y él se puso como un energúmeno. Se batieron a insultos destemplados y no pude aplacarles ni conseguir que bajaran la voz para razonar y buscar soluciones. En pocos minutos el tono se elevó a un alboroto de arrabal que Nico finalmente detuvo con el único grito que le hemos escuchado en su vida y que nos paralizó por la sorpresa. Willie se fue con un portazo que por poco echa abajo las paredes. En una de las habitaciones, Tabra, todavía atontada por los efectos de la operación y los calmantes para el dolor, oía los gritos y creía estar soñando. La Abuela Hilda y Sally desaparecieron con los niños, creo que se escondieron en el sótano, entre las calaveras de yeso y las covachas de los zorrillos.
La intención de Celia fue protegerme y yo no reaccioné para defender a mi marido, de manera que la sospecha que ella soltó en el aire quedó flotando sin resolverse. Tampoco imaginé que esa discusión iba a traer tan largas consecuencias. Willie se sintió herido de bala, no por Celia, sino por mí. Cuando por fin pudimos hablar, me dijo que yo formaba un círculo impenetrable con mi familia y lo dejaba fuera, que ni siquiera confiaba en él. Traté de deshacer el entuerto, pero fue imposible. Habíamos descendido muy bajo. Quedamos resentidos por semanas. Esta vez yo no podía salir escapando, porque tenía a Tabra convaleciente y a mi familia completa en la casa. Willie levantó un muro a su alrededor, mudo, furioso, ausente. Se iba muy temprano a la oficina y regresaba tarde; se instalaba a ver la televisión solo y ya no cocinaba para nosotros. Comíamos arroz con huevos fritos a diario. Ni siquiera los niños lograban conmoverlo, andaban de puntillas y se cansaron de acercársele con diversos pretextos; el abuelo se había convertido en un viejo gruñón. Sin embargo, mantuvimos el pacto de no mencionar la palabra divorcio y creo que, a pesar de las apariencias, los dos sabíamos que no habíamos llegado al final, que todavía nos quedaba mucha cuerda. Por las noches nos dormíamos cada uno en su rincón de la cama, pero amanecíamos siempre abrazados. A la larga, eso nos ayudó a reconciliarnos.
Tal vez en este relato te he dado la impresión de que Willie y yo no hacíamos más que discutir. Por supuesto que no era así, hija. Excepto cuando yo me iba a dormir donde Tabra, es decir, en los momentos más álgidos de nuestras escaramuzas, andábamos de la mano. En el auto, en la calle, en todas partes, siempre de la mano. Así fue desde el principio, pero esa costumbre se convirtió en una necesidad a las dos semanas de conocernos, por un asunto de zapatos. Dada mi estatura, siempre he usado tacones altos, pero Willie insistió en que yo debía andar cómoda y no como las concubinas chinas de la antigüedad, con unos pies de lástima. Me regaló un par de zapatillas deportivas que todavía, dieciocho años más tarde, están nuevas en su caja.
Para darle gusto me compré unas sandalias que vi en la televisión. Mostraban a unas espigadas modelos jugando al baloncesto en traje de cóctel y con tacones altos, justo lo que yo necesitaba. Me deshice del calzado que había traído de Venezuela y lo reemplacé por aquellas sandalias prodigiosas. No resultaron: se me salían de los pies y tan a menudo fui a dar de narices al suelo que, por razones de seguridad elemental, Willie me ha llevado siempre bien agarrada de la mano. Además, nos tenemos simpatía y eso ayuda en cualquier relación. A mí me gusta Willie y se lo manifiesto de variadas maneras. Me ha rogado que no traduzca al inglés las palabras de amor que le digo en español, porque suenan sospechosas. Le recuerdo siempre que nadie lo ha querido más que yo, ni su propia madre, y que si me muero él acabaría abandonado en una residencia geriátrica, así es que más vale que me mime y me celebre. Este hombre no es de los que prodigan frases románticas, pero si ha vivido conmigo durante tantos años sin estrangularme, debe de ser que también le gusto un poco. ¿Cuál es el secreto de un buen matrimonio? No lo sé, cada pareja es diferente. A nosotros nos unen ideas, una manera similar de ver el mundo, camaradería, lealtad, humor. Nos cuidamos mutuamente. Tenemos el mismo horario, a veces usamos el mismo cepillo de dientes y nos gustan las mismas películas. Willie dice que cuando estamos juntos nuestra energía se multiplica, que tenemos aquella «conexión espiritual» que él sintió al conocerme. Tal vez. A mí me da placer dormir con él.
En vista de las dificultades, decidimos hacer terapia individual. Willie consiguió un psiquiatra, con quien se avino desde el comienzo, un oso grande y barbudo que yo percibí como mi enemigo declarado pero que con el tiempo tendría un papel fundamental en nuestras vidas. No sé lo que Willie trató de resolver en su terapia, supongo que lo más urgente era su relación con sus hijos. En la mía comencé a escarbar en la memoria y a darme cuenta de que andaba con un cargamento muy pesado. Debí enfrentarme a silencios antiguos, admitir que el abandono de mi padre me había marcado a los tres años y esa cicatriz todavía era visible, que eso determinó mi posición feminista y mi relación con los hombres, desde mi abuelo y el tío Ramón, contra quienes me rebelé siempre, hasta Nico, a quien trataba como si fuese un niño, y ni qué decir de los amantes y maridos, a quienes nunca me había entregado por completo. En una sesión, el terapeuta del té verde trató de hipnotizarme. No lo logró, pero al menos me relajé y pude ver dentro de mi corazón un trozo enorme de granito negro. Supe entonces que mi tarea sería librarme de eso; tendría que picarlo en pedacitos, poco a poco.
Para deshacerme de aquella oscura roca, además de la terapia y las caminatas en el bosque diáfano de tus cenizas, tomé clases de yoga y multipliqué las tranquilas sesiones de acupuntura con el doctor Shima, tanto por el beneficio de su ciencia, como por el de su presencia. Reposando en su camilla con agujas por todas partes, meditaba y me evadía a otras dimensiones. Te buscaba, hija. Pensaba en tu alma, atrapada en un cuerpo inmóvil durante aquel largo año de 1992. A veces sentía una garra en la garganta y apenas podía aspirar aire, o me agobiaba el peso de un saco de arena en el pecho y me sentía enterrada en un hoyo, pero pronto me acordaba de dirigir la respiración al sitio del dolor, con calma, como se supone que se debe hacer durante el parto, y de inmediato disminuía la angustia. Entonces visualizaba una escalera que me permitía salir del hoyo y subir a la claridad del día, al cielo abierto. El miedo es inevitable, debo aceptarlo, pero no puedo permitir que me paralice. Una vez dije —o escribí en alguna parte— que después de tu muerte ya no tengo miedo de nada, pero eso no es verdad, Paula. Temo perder o ver sufrir a las personas que amo, temo el deterioro de la vejez, temo la creciente pobreza, violencia y corrupción en el mundo. En estos años sin ti he aprendido a manejar la tristeza, a hacerla mi aliada. Poco a poco tu ausencia y otras pérdidas de mi vida se van convirtiendo en una dulce nostalgia. Eso es lo que pretendo en mi tambaleante práctica espiritual: deshacerme de los sentimientos negativos que impiden caminar con soltura. Quiero transformar la rabia en energía creativa y la culpa en una burlona aceptación de mis fallas; quiero barrer hacia fuera la arrogancia y la vanidad. No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el desprendimiento absoluto, la auténtica compasión o el estado de éxtasis de los iluminados, parece que no tengo huesos de santa, pero puedo aspirar a las migas: menos ataduras, algo de cariño hacia los demás, la alegría de una conciencia limpia.
Es una lástima que no pudieras apreciar a Miki Shima durante esos meses en que te visitaba con frecuencia para hacerte acupuntura y darte yerbas chinas. Te habrías enamorado de él, como nos enamoramos mi madre y yo. Usa trajes de duque, camisas almidonadas, gemelos de oro, corbatas de seda. Lo conocí con el pelo negro, pero unos años más tarde ya tenía algunas canas, aunque todavía se mantiene sin una sola arruga, con la piel sonrosada de un infante, gracias a sus ungüentos prodigiosos. Me contó que sus padres vivieron juntos durante sesenta años, detestándose sin disimulo. En el hogar, el marido no hablaba y la mujer hablaba sin tregua para molestarlo, pero lo servía como una esposa japonesa de antaño: le preparaba el baño, le cepillaba la espalda, le daba la comida en la boca, lo abanicaba en los días de verano, «para que él nunca pudiese decir que ella había fallado en sus deberes», del mismo modo que él pagaba las cuentas y dormía cada noche en la casa, «para que ella no dijese que él era un desalmado». Un día la señora se murió, a pesar de que él era mucho mayor y en justicia le correspondía un cáncer de pulmón, pues fumaba como locomotora. Ella, que era fuerte e incansable en su odio, se despachó en dos minutos de un ataque al corazón. El padre de Miki nunca había hervido agua para hacer té, mucho menos había lavado sus calcetas o enrollado la esterilla donde dormía. Los hijos creyeron que se moriría de inanición, pero Miki le recetó unas yerbas y pronto empezó a engordar, a enderezarse, a reír y conversar por primera vez en años. Ahora se levanta al alba, come una pelota de arroz con tofu y las famosas yerbas, medita, entona cánticos, hace ejercicios de taichi y se va a pescar truchas con tres paquetes de cigarrillos en el bolsillo. La caminata al río le toma un par de horas. Vuelve con un pez que él mismo cocina, aderezado con polvos mágicos de Miki, y termina la jornada con un baño muy caliente y otra ceremonia para honrar a sus antepasados y, de paso, insultar la memoria de su mujer. «Tiene ochenta y nueve años y está como un pimpollo», me contó Miki. Decidí que si esos misteriosos remedios chinos habían devuelto la juventud a ese abuelo japonés, también podían quitarme del corazón aquella roca de pesadumbre.