VIENTOS ADVERSOS

El colapso de la familia no sucedió de un día para otro, demoró varios meses en que Nico, Celia y Sally se debatieron en la incertidumbre, pero nunca perdieron de vista a los niños. Trataron de protegerlos lo mejor posible, a pesar del caos. Se esmeraron en darles mucho afecto, pero en estos dramas el sufrimiento es inevitable. «No importa, lo resolverán más tarde en terapia», me tranquilizó Willie. Celia y Nico siguieron juntos en la misma casa por un tiempo porque no tenían adónde ir, mientras Sally entraba y salía en su calidad de tía. «Esto parece una película francesa, yo prefiero no venir más», anunció Tabra, escandalizada. A mí tampoco me alcanzaba la tolerancia para tanto y preferí no visitarlos más, aunque cada día que pasaba sin ver a mis nietos era un día fúnebre.

Mientras procuraba mantenerme cerca de Nico, quien no me daba mucha entrada, mi relación con Celia pasaba del llanto y los abrazos a las recriminaciones. Me acusó de que yo no entendía lo que pasaba, era de mente cerrada y me metía en todo. ¿Por qué diablos no los dejaba en paz? Me ofendía con su carácter explosivo y modales bruscos, pero a las dos horas me llamaba para pedir disculpas y nos reconciliábamos, hasta que el ciclo se repetía. Me daba una lástima inmensa verla sufrir. La decisión que había tomado tenía un precio muy alto y toda la pasión del mundo no la salvaría de pagarlo. Celia se preguntaba si no habría algo perverso en ella que la incitaba a destruir lo mejor que tenía, su hogar, sus hijos, una familia en la que estaba a salvo, cómoda, cuidada, querida. Su marido la adoraba y era un hombre bueno, sin embargo se sentía atrapada en esa relación, se aburría, no cabía en su piel, el corazón se le escapaba en anhelos que no sabía nombrar. Me contó que el edificio aparentemente perfecto de su vida se había venido abajo con el primer beso de Sally. Eso le bastó para comprender que no podría seguir con Nico, en ese instante su destino cambió de rumbo. Sabía que el rechazo contra ella sería implacable incluso en California, que se jacta de ser el lugar más liberal del planeta.

—¿Crees que soy anormal, Isabel? —me preguntó.

—No, Celia. Un porcentaje de la gente es gay. Lo malo es que te diste cuenta un poco tarde.

—Sé que voy a perder a todos los amigos y que mi familia no volverá a hablarme. Mis padres jamás entenderán esto, ya sabes de qué medio vengo.

—Si no pueden aceptarte tal como eres, por el momento no los necesitas. Hay otras prioridades, primero tus hijos.

Dejó de ir a mi oficina porque no quería depender de mí, como dijo, pero si no lo hubiese decidido ella, lo habría tenido que hacer yo. No podíamos continuar juntas. Reemplazarla fue casi imposible, tuve que contratar a tres personas para que hicieran el trabajo que ella hacía sola. Yo estaba acostumbrada a Celia, le tenía confianza ciega, y ella había aprendido a imitarme desde la firma hasta el estilo; bromeábamos con que algún día no muy lejano me escribiría los libros. Celia, Nico y Sally empezaron a ir a terapia, separados y juntos, para resolver los detalles. A Celia volvieron a recetarle antidepresivos y somníferos, andaba atontada por las pastillas.

En cuanto a Jason, nadie pensó mucho en él; había decidido quedarse en Nueva York después de graduarse. Ya nada lo atraía a California y no quería volver a ver a Sally ni a Celia. Se sintió solo, creyó que había perdido a su familia completa. Siguió perdiendo peso y cambió de aspecto, dejó de ser un muchacho remolón y se convirtió en un hombre furioso que pasaba buena parte de la noche vagando por las calles de Manhattan porque no podía dormir. No faltaban chicas noctámbulas a quienes les contaba su desgracia para que después lo consolaran en la cama. «Pasarían tres o cuatro años antes de que yo volviera a confiar en una mujer», me dijo mucho después, cuando pudimos hablar del asunto. También perdió la confianza en mí, porque no supe calibrar la parte de sufrimiento que a él le tocó. «Déjate de mariconerías», le contestó Willie la primera vez que lo mencionó, su frase favorita para resolver los conflictos emocionales de sus hijos.

¿Y yo? Me dediqué a cocinar y tejer. Me levantaba al alba cada día, preparaba ollas de comida y las llevaba a la casa de Nico, o se las dejaba en el techo de la camioneta a Celia, para que al menos no les faltara alimento. Tejía y tejía con lana gruesa una prenda informe e inmensa que según Willie era un chaleco para envolver la casa.

En medio de esta tragicomedia, mis padres llegaron de visita y aterrizaron justo en una de esas tormentas descomunales que suelen alterar el clima bendito del norte de California, como si la naturaleza quisiera ilustrar el estado de ánimo de nuestra familia. Mis padres viven en un departamento alegre en un apacible barrio residencial de Santiago, entre árboles nobles, donde al atardecer las empleadas de uniforme, todavía hoy, en pleno siglo XXI, pasean a ancianas quebradizas y perros peluqueados. Los atiende Berta, que ha trabajado con ellos por más de treinta años y es mucho más importante en sus vidas que los siete hijos que juntan entre los dos. Willie sugirió una vez que se instalaran en California a pasar el resto de su vejez cerca de nosotros, pero no hay dinero que pueda pagar en Estados Unidos la comodidad y compañía que gozan en Chile. Me consuelo de esta separación pensando en mi madre con su bigotudo profesor de pintura, con sus amigas en el té de los lunes, durmiendo la siesta entre sábanas de lino almidonadas, presidiendo la mesa en los banquetes preparados por Berta, en su hogar lleno de parientes y amigos. Aquí los viejos se quedan muy solos. Mi madre y el tío Ramón vienen a vernos al menos una vez al año, y yo voy dos o tres veces a Chile, además tenemos el contacto diario de las cartas y el teléfono. Es casi imposible ocultarles algo a ese par de viejos astutos, pero no les dije nada de lo ocurrido con Celia porque me aferré a la vana ilusión de que se resolvería en un tiempo prudente; tal vez era sólo un capricho de juventud. Por eso existe un vacío notorio en la correspondencia con mi madre durante esos meses; para reconstruir esta historia he tenido que interrogar por separado a los participantes y a varios testigos. Cada uno recuerda las cosas de manera diferente, pero al menos podemos hablar sin tapujos. Apenas mis padres pisaron San Francisco se dieron cuenta de que algo muy grave nos había sacudido y no quedó más remedio que contarles la verdad.

—Celia se enamoró de Sally, la novia de Jason —les solté de sopetón.

—Espero que esto no se sepa en Chile —murmuró mi madre cuando pudo reaccionar.

—Se sabrá, estas cosas no se pueden ocultar. Además, pasan en todas partes.

—Sí, pero en Chile no se ventilan.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó el tío Ramón.

—No sé. La familia entera está en terapia. Un ejército de psicólogos se está haciendo rico con nosotros.

—Si en algo podemos ayudar… —murmuró mi madre, siempre incondicional, aunque le temblaba la voz, y agregó que debíamos dejarlos que se arreglaran solos y ser discretos, porque los comentarios sólo agravarían la situación.

—Ponte a escribir, Isabel, así estarás ocupada. Será la única manera de que no te metas más de la cuenta —me aconsejó el tío Ramón.

—Lo mismo me dice Willie.