A CHINA TRAS EL AMOR
Tong aceptó una invitación social por primera vez en los treinta años que había trabajado como contador en la oficina de Willie. Nos habíamos resignado a no convidarlo, porque jamás aparecía, pero la boda de Nico y Lori era un acontecimiento importante incluso para un hombre tan introvertido como él. «¿Es obligación ir?», preguntó. Lori le contestó que sí, lo que nadie se había atrevido a hacer antes. Se presentó solo, porque por fin su mujer, después de años y años de dormir en la misma cama sin hablarse, le había pedido el divorcio. Pensé que en vista del éxito que obtuve con Nico y Lori, podría buscarle novia también a Tong, pero él me informó que deseaba una china, y en esa comunidad carezco de contactos. Tong tenía la ventaja de que Chinatown, en San Francisco, es el barrio chino más poblado y célebre del mundo occidental, pero cuando le sugerí que buscara allí me explicó que quería una mujer incontaminada por Estados Unidos. Soñaba con una esposa sumisa, con los ojos clavados en el suelo, que cocinara sus platos favoritos, le cortara las uñas, le diera un hijo varón y de paso sirviera como esclava a la suegra. No sé quién le había puesto en la cabeza esa fantasía, supongo que fue su madre, aquella diminuta anciana ante la que todos temblábamos. «¿Usted cree que quedan mujeres como ésas en este mundo, Tong?», le pregunté perpleja. Por toda respuesta me llevó a la pantalla de su computadora y me mostró una lista interminable de fotos y descripciones de mujeres dispuestas a casarse con un desconocido para huir de su país o de su familia. Estaban clasificadas por raza, nacionalidad, religión y, si uno es más exigente, hasta por el tamaño del sostén. Si yo hubiese sabido antes que existía ese supermercado de oferta femenina, no me habría angustiado tanto por Nico. Aunque, pensándolo bien, mejor era no saberlo; en esas listas jamás habría hallado a Lori.
La futura novia se convirtió en un largo y complicado proyecto de oficina. Para entonces nos repartíamos con ecuanimidad el burdel de Sausalito entre el bufete de Willie, mi oficina en el primer piso y Lori en el segundo, donde manejaba la fundación. El toque elegante de Lori también había cambiado esa vieja casa, que ahora lucía afiches enmarcados de mis libros, alfombras tibetanas, jarrones de porcelana blanca y azul para las plantas y una cocina completa donde nunca faltaba lo necesario para servir té como en el Savoy. Tong se dio a la tarea de seleccionar a las candidatas, que los demás criticábamos: ésta tiene ojos de mala, ésta es evangélica, ésta se maquilla como una ramera, etc. No permitimos que el contador se dejara impresionar por la apariencia, ya que las fotos mienten, como él sabía muy bien, puesto que Lori había mejorado mucho su retrato con la computadora, lo había hecho más alto, más joven y más blanco, lo que al parecer es un rasgo apreciado en China. La madre de Tong se instaló en la cocina a comparar signos astrales y cuando por fin surgió una joven enfermera de Cantón que a todos nos pareció ideal, la señora se fue a consultar a un sabio astrólogo en Chinatown, quien también dio su aprobación. En la fotografía sonreía una joven de mejillas rojas y ojos vivaces, un rostro que daban ganas de besar.
Después de una correspondencia formal, que duró varios meses, entre Tong y la novia hipotética, Willie anunció que irían juntos a China a conocerla. No pude ir con ellos porque tenía demasiado trabajo, aunque me moría de curiosidad. Le pedí a Tabra que se quedara conmigo, pues no me gusta dormir sola. Mi amiga había logrado poner en pie de nuevo su negocio. Ya no vivía con nosotros, encontró una casa pequeña, con un patio que daba a unas colinas doradas, donde podía crear la ilusión de aislamiento que tanto deseaba. La convivencia con nuestra tribu debió de ser un tormento para ella, que necesita soledad, pero aceptó acompañarme durante la ausencia de mi marido. Por un tiempo, Tabra dejó de buscar parejas en citas a ciegas porque trabajaba de día y de noche para salir de sus deudas, pero nunca dejó de esperar el regreso de Lagarto Emplumado, quien solía aparecer en el horizonte. De repente su voz grabada en el teléfono le ordenaba: «Son las cuatro y media de la tarde, llámame antes de las cinco o nunca más volverás a verme». Tabra llegaba a su casa a medianoche, extenuada, y se encontraba con este simpático mensaje, que la dejaba trastornada durante semanas. Por suerte su trabajo la obligaba a viajar y pasaba temporadas en Bali, la India y otros sitios lejanos, desde donde me enviaba deliciosas misivas, plenas de aventuras, escritas con esa ironía fluida que la caracteriza.
—Ponte a escribir un libro de viajes, Tabra —le rogué varias veces.
—Soy artista, no soy escritora —se defendió—. Pero si tú puedes hacer collares, supongo que yo puedo escribir un libro.
Willie llevó a China su pesada maleta de cámaras y volvió con algunas fotografías muy buenas, especialmente retratos de gente, que es lo que más le interesa. Como siempre, la foto más memorable es la que no alcanzó a tomar. En una aldea remota de Mongolia, donde fue a parar solo porque deseaba darle a Tong la oportunidad de pasar unos días con la muchacha sin tenerlo a él de testigo, vio a una señora de cien años con los pies vendados, como hacían antes con las niñas en esa parte del mundo. Se acercó a preguntarle por señas si podía tomar una foto de sus diminutos «lirios dorados» y la anciana escapó, con toda la prisa que sus patitas deformes le permitían, dando alaridos; nunca había visto a nadie de ojos azules y creyó que era la Muerte que venía a llevársela.
El viaje fue un éxito, según mi marido, porque la futura novia de Tong era perfecta, exactamente lo que su contador buscaba: tímida, dócil e ignorante de los derechos que disfrutan las mujeres en Estados Unidos. Parecía sana y fuerte, seguramente podría darle el tan deseado hijo varón. Su nombre era Lili y se ganaba el sustento como enfermera de quirófano, dieciséis horas al día, seis días a la semana, por un sueldo equivalente a doscientos dólares al mes. «Con razón quiere salir de allí», comentó Willie, como si vivir con Tong y su madre fuera más aliviado.