DÍAS DE LUZ Y DE LUTO

Celia dio a luz a Nicole en septiembre con la misma calma con que recibió a Andrea dieciséis meses antes. Soportó un parto de diez horas sin un quejido, sostenida por Nico, mientras yo los observaba, pensando en que mi hijo ya no era el chiquillo que yo seguía tratando como si fuese mío, sino un hombre que asumía calmadamente la responsabilidad de una mujer y tres hijos. Celia, callada y pálida, paseaba entre cada contracción, sufriendo, ante nuestra mirada impotente. Cuando sintió que llegaba al final, se tendió en la cama cubierta de sudor, temblando, y dijo algo que nunca olvidaré: «No cambiaría este momento por nada». Nico la sostuvo cuando apareció la cabeza de la niña, seguida por los hombros y el resto del cuerpo. Mi nieta aterrizó en mis manos, mojada, resbalosa, ensangrentada, y volví a sentir la misma epifanía del día en que nació Andrea y de la noche inolvidable en que tú te fuiste para siempre. El nacimiento y la muerte se parecen mucho, hija, son momentos sagrados y misteriosos. La matrona me entregó las tijeras para cortar el grueso cordón umbilical y Nico puso a la niña en el pecho de su madre. Era una gorda de cemento armado, que se prendió al pezón con avidez, mientras Celia le hablaba en ese idioma único que las madres, aturdidas por el esfuerzo y el súbito amor, suelen emplear con los recién nacidos. Todos habíamos esperado a esa niña como un regalo; nos traía un soplo de redención y alegría, pura luz.

Nicole se echó a gritar apenas se dio cuenta de que ya no estaba dentro de su madre y no se calló durante seis meses. Sus aullidos descascaraban la pintura de las paredes y destrozaban los nervios a los vecinos. La Abuela Hilda, tu abuela postiza, que me había acompañado durante más de treinta años, y Ligia, una señora nicaragüense, que te había cuidado y a quien contraté para ayudarnos, acunaban a Nicole de día y de noche, única forma de que se callara por algunos minutos. Ligia había dejado a cinco hijos en su país y se había venido a trabajar a Estados Unidos para poder mantenerlos desde la distancia. Había pasado varios años sin verlos y no tenía esperanza de reunirse con ellos en un futuro cercano. Durante meses y meses, las buenas mujeres se instalaban con la chiquilla en un mecedor en mi oficina, mientras Celia y yo trabajábamos. Yo temía que de tanto menear a mi nieta se le desprendiera el cerebro y quedara alelada. Nicole se calmó apenas empezaron a darle leche en polvo y sopa, creo que la causa de su desespero era pura hambre. Entretanto, Andrea ordenaba compulsivamente sus juguetes y hablaba sola. Cuando se aburría, cogía su asqueroso «tuto», anunciaba que se iba para Venezuela, se acurrucaba dentro de un gabinete y cerraba la puerta. Tuvimos que taladrar un hueco en el mueble para que entrara un rayo de luz y algo de aire, porque mi nieta podía pasar medio día encerrada sin chistar en un espacio del tamaño de una jaula de gallina. Después de que la operaron por el estrabismo, debió usar lentes y un parche negro que se cambiaba cada semana de un ojo a otro. Para que no se arrancara los lentes, Nico ideó un armatoste de seis elásticos y otros tantos alfileres imperdibles que se cruzaban sobre la cabeza. Ella lo toleraba la mayor parte del tiempo, pero a veces le daban arrebatos de ira y tironeaba los elásticos hasta que lograba bajarlos a la altura de su pañal. A propósito, por un corto tiempo tuvimos tres niños en pañales, y ésos son muchos pañales. Los comprábamos al por mayor y el sistema más conveniente era cambiarlos a los tres simultáneamente, lo necesitaran o no. Celia o Nico alineaban los pañales abiertos en el suelo, colocaban a los chiquillos encima y les limpiaba el trasero en serie, como en una cadena de ensamblaje. Eran capaces de hacerlo con una mano mientras hablaban por teléfono con la otra, pero yo carecía de su habilidad y quedaba embetunada hasta las orejas. También les daban de comer y los bañaban con el mismo método en serie: Nico se introducía en la ducha con ellos, los enjabonaba, les lavaba el pelo, los enjuagaba y los iba soltando de a uno para que afuera Celia los recibiera con una toalla.

—Eres muy buena madre, Nico —le dije un día, admirada.

—No, mamá, soy buen padre —me contestó.

Pero yo nunca había visto a un padre como él y hasta ahora no me explico cómo aprendió el oficio.

Estaba dando los toques finales a mi libro Paula, las últimas páginas, que me costaron mucho. Terminaba con tu muerte, no podía tener otro final, pero yo no lograba recordar bien esa larga noche, que estaba envuelta en bruma. Creía que tu habitación se pobló de gente, me pareció ver a Ernesto con su traje blanco de aikido, a mis padres, a la Granny, tu abuela que tanto te quiso, muerta en Chile hacía muchos años, y a otros que no podían haberse hallado allí.

—Estabas muy cansada, mamá, no puedes acordarte de los detalles, ni yo mismo me acuerdo —me disculpó Nico.

—¿Y qué importan esos detalles? Escribe con el corazón. Tú viste lo que nosotros no podíamos ver. Tal vez es cierto que la pieza estaba llena de espíritus —agregó Willie.

Abría la urna de cerámica en la que nos entregaron tus cenizas, que mantenía siempre sobre la mesa de escribir, la misma mesa donde mi abuela conducía sus sesiones de espiritismo. A veces sacaba de dentro un par de cartas y algunas fotografías tuyas anteriores a tu desgracia, pero no tocaba otras en que apareces atada a tu silla de ruedas, inerte. Ésas no las he vuelto a tocar, Paula. Todavía hoy, tantos años después, no puedo verte en ese estado. Leía tus cartas, especialmente aquel testamento espiritual, con las disposiciones en caso de muerte, que escribiste en tu luna de miel. Entonces tenías sólo veintisiete años. ¿Por qué pensabas ya en la muerte? Escribí esa memoria con muchas, muchas lágrimas.

—¿Qué te pasa? —me preguntaba Andrea, en su media lengua, compungida, examinándome con su ojo de cíclope.

—Nada, sólo que echo de menos a Paula.

—¿Y por qué llora Nicole? —insistía.

—Porque es muy burra. —Era la mejor respuesta que se me ocurría.

Tal como había sucedido antes con Alejandro, a Andrea se le puso la idea en la cabeza de que ésa era la única razón válida para el llanto. Como sólo disponía de un ojo, su mundo no tenía profundidad, todo era plano, y solía darse unos costalazos casi mortales. Se levantaba del suelo chorreando sangre por la nariz, con los lentes torcidos, y explicaba entre sollozos que echaba de menos a su tía Paula.

Al terminar el libro comprendí que había recorrido un camino tortuoso y llegaba al final limpia y desnuda. En esas páginas estaba tu vida luminosa y la trayectoria de nuestra familia. La terrible confusión de ese año de tormento se disipó: tenía claro que mi pérdida no era excepcional, sino la de millones de madres, el sufrimiento más antiguo y común de la humanidad. Mandé el manuscrito a quienes aparecían mencionados, porque me pareció que debía darles la oportunidad de revisar lo que había escrito sobre ellos. No eran muchos, porque omití en el libro a varias personas que estuvieron cerca de ti pero que no eran esenciales para la historia. Después de leerlo, todos respondieron de inmediato, conmovidos y entusiasmados, menos mi mejor amigo en Venezuela, Ildemaro, quien te quería mucho y pensó que no te gustaría verte expuesta de esa manera. Yo también tenía esa duda, porque una cosa es escribir como catarsis, para honrar a la hija perdida, y otra es compartir el duelo con el público. «Pueden acusarte de exhibicionista, o de utilizar esta tragedia para ganar dinero, ya sabes lo mal pensada que es la gente», me advirtió mi madre, preocupada, aunque estaba convencida de que el libro debía publicarse. Para evitar cualquier sospecha de ese tipo, decidí que no tocaría ni un peso de los ingresos, si los había; ya encontraría un destino altruista para darles, un destino que tú aprobarías.

Ernesto estaba viviendo en Nueva Jersey, donde trabajaba en la misma compañía multinacional que lo había empleado en España. Cuando te trajimos a mi casa, él pidió un traslado para estar cerca de ti, pero no había un puesto disponible en California y tuvo que aceptar el que le ofrecieron en Nueva Jersey. De todos modos la distancia era menor que desde Madrid. Al recibir el primer descosido borrador del libro, me llamó llorando. Hacía un año que estaba viudo, pero todavía no podía mencionar tu nombre sin que se le quebrara la voz. Me alentó con el argumento caritativo de que a ti te gustaría que esa memoria se publicara, porque podría consolar a otras personas de sus pérdidas y dolores, pero agregó que casi no te reconocía en esas páginas. La historia estaba narrada desde mi angosta perspectiva. Como madre, yo ignoraba algunos aspectos de tu personalidad y tu vida. ¿Dónde estaba Paula, la amante impulsiva y juguetona, la esposa majadera y mandona, la amiga incondicional, la crítica mordaz? «Voy a hacer algo que si Paula supiera, me mataría», me anunció, y tres días más tarde el correo me trajo una caja grande con la apasionada correspondencia de amor que ustedes mantuvieron durante más de un año antes de casarse. Fue un regalo extraordinario, que me permitió conocerte mejor. Con permiso de Ernesto pude incorporar al libro frases textuales escritas por ti en esas cartas.

Mientras yo pulía la versión final, Celia se hizo cargo por completo de la oficina, con los botones de la blusa a medio desabrochar, lista para amamantar a Nicole a toda hora. No sé cómo podía trabajar, porque corría con tres niños, estaba debilitada y cargaba con una pena muy honda. Su abuela había muerto en Venezuela y ella no pudo ir a despedirse porque su visa no le permitía salir del país y volver a ingresar. Esa abuela, brusca con todo el mundo menos con ella, la había criado, porque cuando la niña tenía pocos meses sus padres se fueron por tres años a estudiar sendos doctorados en geología a Estados Unidos. Cuando regresaron, Celia apenas reconoció a esas personas a quienes de pronto debía llamar «mamá» y «papá»; el norte de su infancia era su abuela, con ella había dormido siempre, a ella le confiaba sus secretos, sólo con ella se sentía segura. Después nacieron un hermano y una hermana. Celia continuó muy unida a su abuela, que vivía en un agregado construido junto a la casa principal de sus padres. Su infancia en una familia y un colegio del más estricto catolicismo, no pudo haber sido fácil, dado su carácter rebelde y desafiante, pero se sometió hasta el punto de que en la adolescencia se internó en una residencia del Opus Dei, donde la penitencia incluía autoflagelación y cilicios de puntas metálicas. Celia asegura que nunca llegó a tales extremos, pero debía aceptar otras reglas para domar la carne: obediencia ciega, evitar el contacto con el sexo opuesto, ayunar, dormir sobre una tabla, pasar horas de rodillas y otras mortificaciones, que eran más frecuentes y severas para las mujeres, ya que ellas encarnan, desde los tiempos de Eva, el pecado y la tentación.

Entre los miles de jóvenes disponibles en la universidad, Celia se enamoró de Nico, quien era justamente lo opuesto de lo que sus padres hubieran deseado como yerno: chileno, inmigrante y agnóstico. Nico se educó en un colegio jesuita, pero al día siguiente de hacer su Primera Comunión anunció que no volvería a poner los pies en una iglesia. Me reuní con el rector para explicarle que debía retirar al chiquillo del colegio, pero el cura se echó a reír. «No es necesario, señora, aquí no vamos a obligarlo a ir a misa. Este mocoso puede cambiar de opinión, ¿no cree?» Tuve que admitir que no lo creía, porque conozco muy bien a mi hijo: no es de los que toman resoluciones precipitadas. Nico terminó su educación en el San Ignacio y cumplió su palabra de no pisar una iglesia con pocas excepciones: su matrimonio religioso con Celia y algunas catedrales que ha visitado como turista.

Celia no pudo acompañar a su abuela en sus últimos momentos ni llorar su muerte porque la verdad es que tú no dejaste espacio para otros duelos, Paula. Nico y yo no captamos la magnitud de su pena en parte porque no conocíamos los detalles de su infancia y en parte porque ella, haciendo alarde de fortaleza, la disimuló. Enterró el recuerdo para llorarla más tarde, mientras seguía cumpliendo con las mil tareas de la maternidad, el matrimonio, el trabajo, aprender inglés y sobrevivir en la nueva tierra que había escogido. En los pocos años que habíamos compartido, aprendí a quererla, a pesar de nuestras diferencias, y después que te fuiste me aferré a ella como a otra hija. Su aspecto me preocupaba, tenía mal color y estaba desganada; además, seguía con náuseas, como en los peores meses del embarazo. La médica de la familia, Cheri Forrester, quien te atendió, aunque no puedes saberlo, dijo que Celia estaba agotada por haber tenido tres niños seguidos, pero que no había causa física para los vómitos, seguramente era una respuesta emocional, tal vez temía que la porfiria se repitiera en algunos de sus hijos. «Si esto continúa, habrá que internarla en una clínica», nos advirtió. Celia siguió vomitando, pero callada y a escondidas.