LORI ENTRA POR LA PUERTA ANCHA
Ésa fue una época de muchos ajustes en las relaciones de la familia. Creo que mi necesidad de crear y mantener una familia o, mejor dicho, una pequeña tribu, existió en mí desde que me casé a los veinte años; se agudizó al salir de Chile, ya que cuando llegamos a Venezuela con mi primer marido y los niños no teníamos amigos ni parientes excepto mis padres, que también buscaron asilo en Caracas, y se consolidó definitivamente cuando me convertí en inmigrante en Estados Unidos. Antes de que yo llegara a su destino, Willie no tenía idea de lo que era una familia; perdió a su padre a los seis años, su madre se retiró a un mundo espiritual privado al que él no tuvo acceso, sus dos primeros matrimonios fracasaron y sus hijos se lanzaron muy temprano al camino de las drogas. Al comienzo, a Willie le costó entender mi obsesión por reunirme con mis hijos, vivir lo más cerca posible de ellos y agregar a ese pequeño grupo a otras personas para formar la familia grande y unida con que siempre soñé. Willie lo consideraba una fantasía romántica, imposible de llevar a la práctica, pero en los años que llevamos juntos no sólo se dio cuenta de que ésta es la manera de coexistir en la mayor parte del mundo, sino que le tomó el gusto. La tribu tiene inconvenientes, pero también muchas ventajas. Yo la prefiero mil veces al sueño americano de absoluta libertad individual, que si bien ayuda a salir adelante en este mundo, trae consigo alienación y soledad. Por estas razones y por todo lo que habíamos compartido con Celia, perderla fue un golpe duro. Nos había herido a todos, es cierto, y había desquiciado por completo a la familia que con tanto esfuerzo habíamos reunido, pero igual yo la echaba de menos.
Nico trataba de mantener a Celia a distancia, no sólo porque es lo normal entre personas que se divorcian, sino porque sentía que ella invadía su territorio. Yo no supe calibrar sus sentimientos, no consideré necesario elegir entre los dos, pensé que mi amistad con Celia no tenía nada que ver con él. No le di el apoyo incondicional que, como madre, le debía. Se sintió traicionado por mí e imagino cuánto le debe haber dolido. No podíamos hablar con franqueza porque yo evitaba la verdad y a él se le llenaban los ojos de lágrimas y no le salían las palabras. Nos queríamos mucho y no sabíamos manejar una situación en la que inevitablemente nos heríamos. Nico me escribió varias cartas. A solas con la página él lograba expresarse y yo podía oírlo. ¡Qué falta nos hiciste entonces, Paula! Siempre tuviste el don de la claridad. Por último decidimos ir juntos a terapia, donde podíamos hablar y llorar, tomarnos de la mano y perdonarnos.
Mientras tu hermano y yo procurábamos profundizar en nuestra relación, indagando en el pasado y en la verdad de cada uno, Lori se encargó de curarlo de las heridas que le dejó el divorcio; lo hizo sentirse amado y deseado, y eso lo transformó. Daban largas caminatas, iban a museos, teatros y buen cine, le presentó a sus amigos, casi todos artistas, y lo interesó en viajar, como ella había hecho desde muy joven. A los niños les dio un hogar sereno, tal como Sally hacía en la otra casa. Andrea escribió en una composición de la escuela que «tener tres madres era mejor que una sola».
En cuestión de un año o dos, la oficina de Lori dejó de ser rentable. Los clientes creyeron que la visión del artista podía reemplazarse por un programa de computación y miles de diseñadores se quedaron sin empleo. Lori era una de las mejores. Había hecho un trabajo tan notable con mi libro Afrodita que mis editores en más de veinte países usaron el mismo diseño y las ilustraciones que ella escogió. Por eso, y no por el contenido, el libro llamó la atención. No era un tema como para tomarlo en serio y, además, acababan de lanzar al mercado una droga nueva que prometía acabar con la impotencia masculina. ¿Para qué estudiar mi ridículo manual y servir ostras en camisón transparente si bastaba con una pildorita azul? El tono de las cartas de algunos lectores que me llegaron por Afrodita difería notablemente de las que recibí por Paula. Un caballero de setenta y siete años me invitó a participar en horas de intenso placer con él y su esclava sexual, y un joven libanés me mandó treinta páginas sobre las ventajas de un harén. Todo esto mientras en Estados Unidos sólo se hablaba del escándalo del presidente Bill Clinton con una regordeta empleada de la Casa Blanca que logró opacar los éxitos de su gobierno y más tarde costaría la elección a los demócratas. Un vestido o unos calzones manchados llegaron a tener más peso en la política americana que la destacada gestión económica, política e internacional de uno de los presidentes más brillantes que ha tenido el país. Esto provocó una pesquisa legal digna de la Inquisición, que costó la friolera de cincuenta y un millones de dólares a los contribuyentes. Me tocó asistir a un programa en directo por radio en que se recibían llamadas de los oyentes. Alguien me preguntó qué pensaba de ese asunto, y dije que era la chupada de pito más cara de la Historia. Esa frase habría de perseguirme por muchos años. Fue imposible ocultar a los niños lo que estaba sucediendo, porque los detalles más escabrosos salían publicados.
—¿Qué es sexo oral? —preguntó Nicole, término que había escuchado hasta la saciedad por televisión.
—¿Oral? Es cuando uno habla de eso —replicó Andrea, que posee el vasto vocabulario de toda buena lectora.
En esos días una revista decidió destacar mi libro con un reportaje en nuestra casa, y a Lori le tocó supervisarlo, porque yo no entendí qué diablos pretendían. Tres días antes aparecieron dos artistas a medir la luz, hacer muestras de colores y tomar medidas y fotos polaroid. Para el reportaje vinieron siete personas en dos camionetas con catorce cajones llenos de objetos diversos, desde cuchillos hasta un colador de té. Estas invasiones me ocurren con alguna frecuencia, pero nunca me acostumbraré. En este caso el equipo incluía a una estilista y dos chefs, que se apoderaron de la cocina para preparar un menú inspirado en mi libro. Elaboraban los platos con pasmosa lentitud, porque colocaban cada hoja de lechuga como la pluma de un sombrero, en el ángulo exacto entre el tomate y el espárrago. Willie se puso tan nervioso que se fue de la casa, pero Lori parecía comprender la importancia de la maldita lechuga. Entretanto, la estilista reemplazó las flores del jardín, que Willie había plantado con sus propias manos, por otras más coloridas. Nada de esto apareció en la revista, porque las fotos eran detalles en primer plano: media almeja y un trocito de limón. Pregunté para qué habían traído las servilletas japonesas, los cucharones de concha de tortuga y los faroles venecianos, pero Lori me lanzó una mirada significativa para que me callara. Esto duró el día entero, y como no podíamos atacar la comida antes de que fuese fotografiada, nos empinamos cinco botellas de vino blanco y tres de tinto con el estómago vacío. Al final hasta la estilista andaba a tropezones. Lori, quien sólo bebió té de jazmín, tuvo que cargar los catorce cajones de vuelta en las camionetas.
Lori se mantuvo a flote más tiempo que otros diseñadores, pero llegó un día en que no fue posible ignorar los números rojos en su libro de contabilidad. Entonces le propuse que se hiciera cargo por completo de la fundación que yo había creado a mi regreso de la India, inspirada por aquella niña bajo la acacia, algo que ella había estado haciendo a medias durante un tiempo. Todos los años destino una parte sustancial de mis ingresos a la fundación, de acuerdo con ese divertido plan que se te ocurrió de hacer el bien, financiada por la venta de mis libros. En ese año que estuviste dormida me enseñaste mucho, hija; paralizada y muda seguiste siendo mi maestra, tal como lo fuiste durante los veintiocho años de tu vida. Muy poca gente tiene la oportunidad que me diste de estar quieta y en silencio, recordando. Pude revisar mi pasado, darme cuenta de quién soy en esencia, una vez que me desprendo de la vanidad, y decidir cómo deseo ser en los años que me quedan en este mundo. Me apropié de tu lema: «Sólo se tiene lo que se da» y descubrí, sorprendida, que es la piedra fundamental de mi contento. Lori posee tu misma integridad y compasión; podría cumplir el propósito de «Dar hasta que duela», como solías decir. Nos instalamos ante la mesa mágica de mi abuela a conversar durante días, hasta que se fue perfilando una misión clara: apoyar a las mujeres más pobres por cualquier medio que estuviera a nuestro alcance. Las sociedades más atrasadas y miserables son aquellas en las que las mujeres están sometidas. Si se ayuda a una mujer, sus hijos no se mueren de hambre, y si las familias progresan, se beneficia la aldea, pero esta verdad tan evidente es ignorada en el mundo de la filantropía, donde por cada dólar que se destina a programas de mujeres, se entregan veinte a los de hombres.
Le conté a Lori de la mujer que había visto llorando, tapada con una bolsa de basura en la Quinta Avenida, y la reciente experiencia de Tabra, quien había regresado de Bangladesh, donde mi fundación mantenía escuelas para niñas en aldeas remotas y una pequeña clínica para mujeres. Tabra fue con una higienista dental amiga suya, quien deseaba ofrecer sus servicios durante un par de semanas en la clínica. Llenaron las maletas de remedios, jeringas, cepillos y cuanta ayuda consiguieron de amigos dentistas. Apenas llegaron a la aldea vieron que ya había una fila de pacientes en la puerta del local, un recinto caliente e invadido de mosquitos, donde aparte de las paredes había muy poco más. La primera mujer tenía varios molares podridos y estaba enloquecida por el suplicio persistente de meses. Tabra sirvió de ayudante, mientras su amiga, que nunca había arrancado dientes, le anestesiaba la boca con pulso tembloroso y luego procedió a extraerle las piezas malas procurando no desmayarse en la operación. Cuando terminó, la infeliz le besó las manos, agradecida y aliviada. Ese día atendieron a quince pacientes y sacaron nueve muelas y varios dientes, mientras los hombres de la comunidad, en estrecho círculo, observaban y comentaban. A la mañana siguiente Tabra y la higienista dental llegaron temprano a la improvisada clínica y encontraron a la primera paciente del día anterior con la cara hinchada como una sandía. La acompañaba su marido, quien vociferaba indignado que le habían arruinado a la esposa, y ya se estaban juntando los varones del pueblo para vengarse. Aterrada, la higienista administró antibióticos y calmantes a la mujer, rogando al cielo que no hubiese consecuencias fatales. «¿Qué he hecho? ¡Está deforme!», gimió cuando la pareja se fue. «No es por la operación. El marido la agarró a bofetones anoche porque no llegó a tiempo a prepararle la comida», le explicó la persona que traducía.
—Así es la vida de la mayoría de las mujeres, Lori. Son siempre las más pobres de los pobres; hacen dos terceras partes del trabajo en el mundo, pero poseen menos del uno por ciento de los bienes —le expliqué.
Hasta entonces la fundación había repartido dinero obedeciendo a impulsos o cediendo a la presión de una causa justa, pero gracias a Lori establecimos prioridades: educación, el primer paso a la independencia en todo sentido; protección, porque hay demasiadas mujeres atrapadas en el miedo; y salud, sin la cual lo anterior sirve de poco. Agregué control de la natalidad, que para mí ha sido esencial, porque si no hubiese podido decidir algo tan básico como el número de hijos que tendría, no habría podido hacer nada de lo que he hecho. Por fortuna se inventó la píldora anticonceptiva, de lo contrario yo habría tenido una docena de chiquillos.
Lori se apasionó con la labor de la fundación y en el proceso demostró que había nacido para ese trabajo. Tiene idealismo, es organizada, se fija hasta en el menor detalle y no le hace el quite al esfuerzo, que en este caso es mucho. Me hizo ver que no era cosa de repartir dinero con ventilador, había que evaluar los resultados y apoyar a los programas durante años; ésa es la única forma de que la ayuda sirva de algo. También teníamos que concentrarnos, no se podía poner parches en sitios remotos que nadie supervisaba o abarcar más de lo posible, era mejor dar más a menos organizaciones. En un año Lori cambió la fisonomía de la fundación y pude delegar todo en ella; sólo me pide que firme los cheques. Ha cumplido de manera tan notable, que no sólo multiplicó la ayuda que damos, sino también el capital, y ahora maneja más dinero del que nunca imaginamos. Todo se destina a la misión que nos hemos propuesto, cumpliendo así tu plan, Paula.