LAS AGUAS MÁS OSCURAS
En la segunda semana de diciembre de 1992, apenas cesó la lluvia, fuimos en familia a esparcir tus cenizas, Paula, cumpliendo con las instrucciones que dejaste en una carta, escrita mucho antes de caer enferma. Apenas les avisamos de lo que había ocurrido, tu marido, Ernesto, se vino de Nueva Jersey y tu padre de Chile. Alcanzaron a despedirse de ti, que reposabas envuelta en una sábana blanca, antes de llevarte para ser cremada. Después nos reunimos en una iglesia para oír misa y llorar juntos. Tu padre debía regresar a Chile, pero esperó a que escampara, y dos días más tarde, cuando por fin asomó un tímido reflejo del sol, fuimos toda la familia, en tres coches, a un bosque. Tu padre iba delante, guiándonos. No conoce esta región, pero la había recorrido en los días previos buscando el sitio más adecuado, el que tú hubieras preferido. Hay muchos lugares para escoger, aquí la naturaleza es pródiga, pero por una de esas coincidencias, que ya son habituales en lo que se refiere a ti, hija, nos condujo directamente al bosque donde yo iba a menudo a caminar para mitigar la rabia y el dolor cuando estabas enferma, el mismo donde Willie me llevó de picnic cuando recién nos conocimos, el mismo donde tú y Ernesto solían pasear de la mano cuando venían a vernos a California. Tu padre entró al parque, recorrió una parte del camino, estacionó el coche y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Nos llevó al sitio exacto que yo habría elegido, porque había ido allí muchas veces a rogar por ti: un arroyo rodeado de altas secuoyas, cuyas copas forman la cúpula de una catedral verde. Había una ligera niebla que difuminaba los contornos de la realidad; la luz pasaba apenas entre los árboles, pero las hojas brillaban, mojadas por el invierno. De la tierra se desprendía un aroma intenso de humus y eneldo. Nos detuvimos en torno a una minúscula laguna, hecha con rocas y troncos caídos. Ernesto, serio, demacrado, pero ya sin lágrimas, porque las había vertido todas, sostenía la urna de cerámica con tus cenizas. Yo había guardado unas pocas en una cajita de porcelana para tenerlas siempre en mi altar. Tu hermano, Nico, tenía a Alejandro en brazos, y tu cuñada, Celia, iba con Andrea, que todavía era un bebé, tapada con chales y prendida del pezón. Yo llevaba un ramo de rosas, que lancé, una a una, al agua. Después, todos nosotros, incluso Alejandro, de tres años, sacamos un puñado de cenizas de la urna y las dejamos caer sobre el agua. Algunas flotaron brevemente entre las rosas, pero la mayoría se fue al fondo, como arenilla blanca.
—¿Qué es esto? —preguntó Alejandro.
—Tu tía Paula —le dijo mi madre, sollozando.
—No parece —comentó, confundido.
Empezaré a contarte lo que nos ha pasado desde 1993, cuando te fuiste, y me limitaré a la familia, que es lo que te interesa. Tendré que omitir a dos hijos de Willie: Lindsay, a quien casi no conozco, sólo lo he visto una docena de veces y nunca hemos pasado de los saludos esenciales de cortesía, y Scott, porque él no quiere aparecer en estas páginas. Tú le tenías mucho cariño a ese mocoso solitario y flaco, con anteojos gruesos y pelos desgreñados. Ahora es un hombre de veintiocho años, parecido a Willie, que se llama Harleigh; él se puso Scott a los cinco años, porque le gustaba ese nombre, y lo usó por mucho tiempo, pero en la adolescencia recuperó el suyo.
La primera persona que me viene a la mente y al corazón es Jennifer, la única hija de Willie, quien a comienzos de ese año acababa de fugarse por tercera vez de un hospital, donde habían ido a parar sus huesos por una infección más, entre las muchas que había soportado en su corta vida. La policía no hizo el amago de buscarla, había demasiados casos como ése, y esa vez los contactos de Willie con la ley no sirvieron de nada. El médico, un filipino alto y discreto que la había salvado a golpe de perseverancia cuando llegó al hospital volada de fiebre, y que ya la conocía porque le había tocado atenderla en un par de ocasiones anteriores, le explicó a Willie que debía encontrar a su hija pronto o se moriría. Con dosis masivas de antibióticos durante varias semanas podría salvarse, dijo, pero había que evitar una recaída, que sería mortal. Estábamos en una sala de paredes amarillas, con sillas de plástico, afiches de mamografías y exámenes de sida, llena de pacientes esperando su turno para ser atendidos de urgencia. El médico se quitó los lentes redondos de marco metálico, los limpió con un pañuelo de papel y respondió a nuestras preguntas con prudencia. No sentía simpatía por Willie ni por mí, a quien tal vez confundía con la madre de Jennifer. A sus ojos éramos culpables, la habíamos descuidado, y ahora, demasiado tarde, acudíamos a él compungidos. Evitó darnos detalles, porque era información confidencial, pero Willie pudo averiguar que además de los huesos convertidos en astillas y de múltiples infecciones, su hija tenía el corazón a punto de reventar. Hacía nueve años que Jennifer se empeñaba en torear a la muerte.
La habíamos visto en el hospital durante las semanas anteriores, atada de las muñecas para que no se arrancara las sondas en los delirios de la fiebre. Era adicta a casi todas las drogas conocidas, desde el tabaco hasta la heroína; no sé cómo su cuerpo resistía tanto abuso. Como no lograron encontrar una vena sana para inyectar los medicamentos, optaron por colocarle una sonda en una arteria del pecho. A la semana sacaron a Jennifer de la unidad de cuidados intensivos y la llevaron a una sala de tres camas, que compartía con otras pacientes, donde ya no estaba amarrada y no la vigilaban como antes. Comencé a visitarla a diario y le llevaba lo que me pedía, perfumes, camisas de dormir, música, pero todo desaparecía. Supongo que sus compinches acudían a horas intempestivas para abastecerla de drogas, que ella pagaba con mis regalos, a falta de dinero. Como parte del tratamiento, le administraban metadona para ayudarla a soportar la abstinencia, pero ella además se inyectaba en la sonda cuanto sus proveedores le llevaban de contrabando. Algunas veces me tocó lavarla. Tenía los tobillos y los pies hinchados, el cuerpo sembrado de machucones, marcas de agujas infectadas, cicatrices y un costurón de pirata en la espalda. «Una cuchillada», fue su lacónica explicación.
La hija de Willie fue una muchacha rubia, de grandes ojos azules, como los de su padre, pero se habían salvado pocas fotografías del pasado y ya nadie la recordaba como había sido, la mejor alumna de su clase, obediente y pulcra. Parecía etérea. La conocí en 1988, al poco tiempo de instalarme en California para vivir con Willie, cuando ella todavía era bella, aunque ya tenía la mirada esquiva y esa niebla engañosa que la envolvía como un oscuro halo. Exaltada por mi amor recién estrenado con Willie, no me sorprendió que un domingo invernal él me llevara a una cárcel, al este de la bahía de San Francisco. Aguardamos largo rato en un patio inhóspito haciendo fila con otros visitantes, la mayoría negros y latinos, hasta que abrieron las rejas y nos permitieron entrar a un lúgubre edificio. Separaron a los pocos hombres de las muchas mujeres y niños. No sé cuál fue la experiencia de Willie, pero a mí una matrona en uniforme me confiscó la cartera, me empujó detrás de una cortina y me metió las manos por donde nadie se había atrevido, con más brusquedad de la necesaria, tal vez porque mi acento me hacía sospechosa. Por suerte, una campesina salvadoreña, visitante como yo, me había advertido en la cola que no hiciera bulla, porque lo pasaría peor. Finalmente Willie y yo nos encontramos en un tráiler acondicionado para las visitas de las presas, un espacio largo y angosto, dividido por una reja de gallinero, detrás de la cual estaba Jennifer. Llevaba un par de meses en la cárcel; limpia y bien alimentada, parecía una escolar en día domingo, en contraste con el aspecto tosco de las otras reclusas. Recibió a su padre con insoportable tristeza. En los años siguientes comprobé que siempre lloraba cuando estaba con Willie, no sé si por vergüenza o por rencor. Willie me presentó brevemente como «una amiga», aunque estábamos viviendo juntos desde hacía cierto tiempo, y se quedó de pie frente a la reja de gallinero, con los brazos cruzados y la vista clavada en el suelo. Yo los observaba a corta distancia, oyendo pedazos del diálogo entre los murmullos de otras voces.
—¿Por qué esta vez?
—Ya lo sabes, ¿para qué me lo preguntas? Sácame de aquí, papá.
—No puedo.
—¿Acaso no eres abogado?
—La última vez te advertí que no volvería a ayudarte. Si has escogido esta vida, paga las consecuencias.
Ella se limpió las lágrimas con la manga, pero siguieron cayéndole por las mejillas mientras preguntaba por sus hermanos y su madre. Pronto se despidieron y ella salió escoltada por la misma mujer de uniforme que me había requisado la cartera. Entonces aún le quedaba un rescoldo de inocencia, pero seis años más tarde, cuando escapó de los cuidados del médico filipino en el hospital, ya nada había de la muchacha que conocí en esa cárcel. A los veintiséis años parecía una mujer de sesenta.
Al salir estaba lloviendo y Willie y yo corrimos, empapados, las dos cuadras que nos separaban del estacionamiento donde habíamos dejado el coche. Le pregunté por qué trataba a su hija con tanta frialdad, por qué no la ponía en un programa de rehabilitación, en vez de dejarla entre rejas.
—Está más segura allí —replicó.
—¿No puedes hacer nada? ¡Tiene que haber algún tratamiento!
—Es inútil, nunca ha querido aceptar ayuda y ya no puedo obligarla, es mayor de edad.
—Si fuera mi hija, movería cielo y tierra para salvarla.
—No es tu hija —me dijo con una especie de sordo resentimiento.
En esa época rondaba a Jennifer un joven cristiano, uno de esos alcohólicos redimidos por el mensaje de Jesús que ponen en la religión el mismo fervor que antes dedicaban a la botella. Lo vimos en algunas ocasiones en la cárcel, los días de visita, siempre con su Biblia en la mano y la sonrisa beatífica de los escogidos de Dios. Nos saludaba con la compasión reservada a quienes viven en las tinieblas del error, lo que ponía frenético a Willie, pero en mí lograba el efecto deseado: me avergonzaba. Se requiere muy poco para que yo me sienta culpable. A veces me llevaba aparte para hablarme y mientras él citaba el Nuevo Testamento —«Jesús dijo a quienes iban a lapidar a la mujer adúltera: “Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra”.»— yo observaba fascinada su mala dentadura y procuraba protegerme de las salpicaduras de saliva. No sé qué edad tenía. Si estaba callado parecía muy joven, por su facha de grillo y su piel pecosa, pero esa impresión se esfumaba apenas empezaba a predicar con voz chillona y gestos ampulosos. Al principio quiso atraer a Jennifer a las filas de los justos mediante la lógica de su fe, a la que ella era inmune. Luego optó por modestos regalos, que daban mejor resultado: por un puñado de cigarrillos ella podía calarse un rato de lecturas evangélicas. Cuando Jennifer salió en libertad, él la estaba esperando en la puerta, vestido con camisa limpia y rociado de perfume. Solía llamarnos por teléfono a horas tardías para darnos noticias de su protegida y conminar a Willie a que se arrepintiera de sus pecados y aceptara al Señor en su corazón, pues entonces podría recibir el bautismo de los elegidos y reunirse con su hija bajo el amparo del amor divino. No sabía con quién trataba: Willie es hijo de un predicador extravagante, se crió en una carpa donde su padre, con una culebra gorda y mansa enrollada en la cintura, imponía a los creyentes su religión inventada; por eso cualquier cosa que huela a sermón lo incita a escapar rajado. El evangélico estaba obsesionado con Jennifer, ciego por ella como una polilla ante una lámpara. Se debatía entre su fervor místico y la pasión carnal, entre salvar el alma de aquella Magdalena, o gozar de su cuerpo, algo estropeado pero todavía excitante, como nos confesó con tal candor, que no pudimos burlarnos de él. «No caeré en el delirio de la lujuria, sino que me casaré con ella», nos aseguró con ese extraño vocabulario que empleaba y enseguida nos dio una perorata sobre la castidad en el matrimonio, que nos dejó azorados. «Este tío es tonto o maricón», fue el comentario de Willie, pero de todos modos se aferró a la idea del casamiento, porque aquel infeliz de buenas intenciones podía rescatar a su hija. Sin embargo, cuando el galán se lo propuso a Jennifer, rodilla en tierra, ella le respondió con una risotada. Al predicador lo mataron de una paliza brutal en un bar del puerto, donde fue una noche a propagar el mensaje apacible de Jesús entre marineros y estibadores que no estaban de humor para el cristianismo. No volvimos a despertarnos a medianoche con sus discursos mesiánicos.
Jennifer pasó su infancia disimulada en los rincones, solapada, mientras su hermano Lindsay, dos años mayor, acaparaba la atención de los adultos, que no podían controlarlo. Era una niña de buenos modales, misteriosa, con un sentido del humor demasiado sofisticado para su edad. Se reía de sí misma con una carcajada clara y contagiosa. Nadie sospechaba que de noche se escapaba por una ventana, hasta que fue arrestada en uno de los barrios más sórdidos de San Francisco, donde la policía teme aventurarse de noche, a muchas millas de su casa. Tenía quince años. Sus padres llevaban varios años divorciados; cada uno vivía ocupado en lo suyo y tal vez no calibraron la gravedad del problema. A Willie le costó reconocer a la muchacha maquillada a brochazos, incapaz de tenerse de pie o articular palabra, que yacía tiritando en una celda de la comisaría. Horas más tarde, a salvo en su cama y con la mente algo más despejada, Jennifer le prometió a su padre que se enmendaría y nunca volvería a cometer una tontería como aquélla. Él la creyó. Todos los jóvenes tropiezan y caen; él mismo se había metido en problemas con la ley cuando era un muchacho. Eso fue en Los Ángeles, cuando él tenía trece años, y sus líos eran robar helados y fumar marihuana con los chiquillos mexicanos del barrio. A los catorce se dio cuenta de que si no se enderezaba por sí solo se quedaría torcido, porque no había nadie que pudiese ayudarlo, entonces se alejó de los pandilleros y decidió terminar la escuela, trabajar para pagar la universidad y convertirse en abogado.
Después de que huyó del hospital y de los cuidados del médico filipino, Jennifer sobrevivió porque era muy fuerte, a pesar de su aparente fragilidad, y no supimos de ella por un tiempo. Un día de invierno oímos el vago rumor de que estaba embarazada, pero lo descartamos por imposible; ella misma nos había dicho que no podía tener hijos, había abusado demasiado de su cuerpo. Tres meses más tarde llegó a la oficina de Willie a pedirle dinero, lo que rara vez hacía: prefería arreglarse sola, pues así no tenía que dar explicaciones. Sus ojos se movían desesperados buscando algo que no lograba hallar y le temblaban las manos, pero su tono era firme.
—Estoy encinta —le anunció a su padre.
—¡No puede ser! —exclamó Willie.
—Eso creía yo, pero mira… —Se abrió la camisa de hombre que la cubría hasta las rodillas y le mostró una protuberancia del tamaño de un pomelo—. Será una niña y nacerá en el verano. La llamaré Sabrina. Siempre me ha gustado ese nombre.