MAGIA PARA LOS NIETOS
Cuando terminé Retrato en sepia, me perseguía una promesa que ya no podía seguir postergando: escribir tres novelas de aventuras para Alejandro, Andrea y Nicole, una para cada uno. Tal como antes hice con mis hijos, desde que mis nietos nacieron les conté cuentos con un sistema afinado a la perfección: ellos me daban tres palabras, o tres temas, y yo disponía de diez segundos para inventar un cuento que los incluyera. Se ponían de acuerdo para proponerme las cosas más disparatadas y apostaban a que yo no sería capaz de juntarlas, pero mi entrenamiento —que había comenzado contigo, Paula, en 1963— era tan formidable como la inocencia de ellos, y jamás les fallé. El problema surgía a la semana siguiente, si me pedían, por ejemplo, que les repitiera palabra a palabra el mismo cuento de la hormiga inquieta que se metió en un tintero y descubrió por casualidad la escritura egipcia. Yo no tenía ni el menor recuerdo de aquel insecto letrado y me veía en duros aprietos cuando ellos me pedían que recurriera a mi computadora mental. «La suerte de las hormigas es un fastidio, puro trabajar y servir a la reina; mejor les cuento de un escorpión asesino», y me lanzaba antes de que tuviesen tiempo de reaccionar. Pero llegó un día en que ni eso dio resultado; entonces les prometí que escribiría tres libros con los temas que ellos me propusieran, tal como hacíamos con los cuentos improvisados en diez segundos a la hora de dormir.
Mis nietos me dieron el tema del primer libro, que ya se adivinaba en muchos de los cuentos que me habían pedido antes: la ecología.
La aventura de La Ciudad de las Bestias nació del viaje que hice al Amazonas. Ahora ya sé que cuando se me seque nuevamente el pozo de la inspiración, como me ocurrió después de tu muerte, Paula, puedo llenarlo en los viajes. La imaginación se me despierta al salir del ambiente conocido y confrontar otras formas de existencia, gentes diferentes, lenguas que no domino, vicisitudes imprevisibles. Compruebo que el pozo se va llenando porque se me alborotan los sueños. Las imágenes y las historias que acumulo en el viaje se transforman en sueños vívidos, a veces en violentas pesadillas, que me anuncian la llegada de las musas. En el Amazonas me sumergí en una naturaleza voraz, verde sobre verde, agua sobre agua, vi caimanes del tamaño de un bote, delfines rosados, mantarrayas flotando como alfombras en las aguas color té del río Negro, pirañas, monos, pájaros inverosímiles y serpientes de muchas clases, incluso una anaconda, muerta, pero anaconda de todos modos. Pensé que nada de eso podría utilizar, porque no calza en el tipo de libros que escribo, pero todo resultó valioso a la hora de plantearme una novela juvenil. Alejandro fue el modelo de Alexander Cold, el protagonista; su amiga, Nadia Santos, es una mezcla de Andrea y Nicole. En la novela Alexander va con su abuela Kate, escritora de viajes, al Amazonas, donde conoce a Nadia. Los chicos se pierden en la selva, viven con una tribu de «indios invisibles» y descubren a unas bestias prehistóricas que viven en el interior de un tepuy, esas extrañas formaciones geológicas de la región. La idea de las bestias surgió de una conversación que escuché en un restaurante en Manaos entre un grupo de científicos que comentaban el hallazgo de un gigantesco fósil de aspecto humano en la selva. Se preguntaban a qué tipo de animal correspondía, tal vez era de la familia de los monos o una especie de yeti tropical. Con esos datos era fácil imaginar a las bestias. Los indios invisibles existen, son tribus que viven en la Edad de Piedra y que para mimetizarse en su ambiente se pintan el cuerpo imitando la vegetación que los rodea y se mueven tan sigilosamente que pueden hallarse a tres metros de ti y no los ves. Muchos de los relatos que oí en el Amazonas sobre corrupción, codicia, tráfico ilegal, violencia y contrabando fueron la materia prima para el argumento, pero lo esencial fue la selva, que se convirtió en el escenario y determinó el tono del libro.
A las pocas semanas de haber comenzado el primer volumen de la trilogía, comprendí que era incapaz de echar a volar la imaginación con la audacia que el proyecto requería. Me costaba mucho introducirme bajo la piel de ese par de adolescentes, que vivirían una aventura prodigiosa ayudados por sus «animales espirituales», como en la tradición de algunas tribus indígenas. Recuerdo los terrores de mi propia infancia, cuando no tenía ningún control sobre mi vida o el mundo que me rodeaba. Temía cosas muy concretas, como que mi padre, desaparecido desde hacía tantos años que hasta su nombre se había perdido, viniera a reclamarme, o que se muriera mi madre y yo terminara en un lúgubre orfanato alimentada con sopa de col, pero mucho más temía a las criaturas que poblaban mi propia mente. Creía que el diablo se aparece de noche en los espejos; que los muertos salen del cementerio durante los temblores de tierra, que en Chile son muy comunes; que había vampiros en el entretecho de la casa, grandes sapos malévolos dentro de los armarios y ánimas en pena entre las cortinas del salón; que nuestra vecina era una bruja y que el óxido de las cañerías era sangre de sacrificios humanos. Estaba segura de que el fantasma de mi abuela me mandaba crípticos mensajes en las migas del pan o en las formas de las nubes, pero eso no me daba miedo, era una de mis pocas fantasías tranquilizadoras. El recuerdo de esa abuela etérea y divertida siempre ha sido un consuelo, incluso ahora, que tengo veinticinco años más de los que ella tenía cuando se murió. ¿Por qué no me rodeaba de hadas con alas de libélula o sirenas de colas enjoyadas? ¿Por qué todo era horrible? No sabría decirlo, tal vez la mayoría de los niños vive con un pie en esos universos de pesadilla.
Para escribir mis novelas juveniles no podía echar mano de mis macabras fantasías de entonces, ya que no se trataba de evocarlas, sino de sentirlas en los huesos, como se sienten en la infancia, con toda su carga emotiva. Necesitaba volver a ser la niña que fui una vez, esa niña silenciosa, torturada por su propia imaginación, que deambulaba como una sombra en la casa del abuelo. Debía demoler mis defensas racionales y abrir la mente y el corazón. Y para ello decidí someterme a la experiencia chamánica de la ayahuasca, un brebaje preparado con la planta trepadora Banisteriopsis, que usan los indios del Amazonas para producir visiones.
Willie no quiso que me arriesgara sola y, como en tantas ocasiones de nuestra vida en común, me acompañó a ciegas. Bebimos un té oscuro de sabor repugnante, apenas un tercio de taza, pero tan amargo y fétido que era casi imposible de tragar. Tal vez yo tengo una falla en la corteza cerebral —bien que mal siempre ando un poco volada—, porque la ayahuasca, que a otros les da un empujón hacia el mundo de los espíritus, a mí me lanzó de una sola patada tan lejos que no regresé hasta un par de días más tarde. A los quince minutos de haberla tomado, me falló el equilibrio y me acomodé en el suelo, de donde ya no pude moverme. Me dio pánico y llamé a Willie, quien logró arrastrarse a mi lado, y me aferré a su mano como a un salvavidas en la peor tormenta imaginable. No podía hablar ni abrir los ojos. Me perdí en un torbellino de figuras geométricas y colores brillantes que al principio resultaron fascinantes y después agobiadores. Sentí que me desprendía del cuerpo, el corazón me estallaba y me sumía en una terrible angustia. Volví entonces a ser la niña atrapada entre los demonios de los espejos y las ánimas de las cortinas.
Al poco rato se esfumaron los colores y apareció la piedra negra que yacía casi olvidada en mi pecho, amenazante como algunas montañas de Bolivia. Supe que debía quitarla de mi camino o moriría. Traté de treparla y era resbalosa, quise darle la vuelta y era inmensa, empezaba a arrancarle pedazos y la tarea no tenía fin y mientras crecía mi certeza de que la roca contenía toda la maldad del mundo, estaba llena de demonios. No sé cuánto rato estuve así; en ese estado el tiempo no tiene nada que ver con el tiempo de los relojes. De pronto sentí un golpe eléctrico de energía, di una patada formidable en el suelo y me elevé por encima de la roca. Volví por un momento al cuerpo; doblada de asco, busqué a tientas el balde que había dejado a mano y vomité bilis. Náusea, sed, arena en la boca, parálisis. Percibí, o comprendí, lo que decía mi abuela: el espacio está lleno de presencias y todo sucede simultáneamente. Eran imágenes sobrepuestas y transparentes, como esas láminas impresas en hojas de acetato en los libros de ciencia. Anduve vagando por jardines donde crecían plantas amenazantes de hojas carnosas, grandes hongos que sudaban veneno, flores malvadas. Vi a una niña de unos cuatro años, encogida, aterrada; estiré la mano para levantarla y era yo. Diferentes épocas y personas pasaban de una lámina a otra. Me encontré conmigo en distintos momentos y en otras vidas. Conocí a una vieja de pelo gris, diminuta, pero erguida y con ojos refulgentes; podría haber sido también yo en unos años más, pero no estoy segura, porque la anciana se hallaba en medio de una confusa multitud.
Pronto ese poblado universo se esfumó y entré en un espacio blanco y silencioso. Flotaba en el aire, era un águila con sus grandes alas abiertas, sostenida por la brisa, viendo el mundo desde arriba, libre, poderosa, solitaria, fuerte, indiferente. Allí estuvo ese gran pájaro durante mucho tiempo y enseguida subió a otro lugar, aún más glorioso, en que desapareció la forma y no había sino espíritu. Se acabaron el águila, los recuerdos y sentimientos; no había yo, me disolví en el silencio. Si hubiese tenido la menor conciencia o deseo, te habría buscado, Paula. Mucho más tarde vi un círculo pequeño, como una moneda de plata, y hacia allá enfilé como una flecha, atravesé el hueco y entré sin esfuerzo en un vacío absoluto, un gris translúcido y profundo. No había sensación, espíritu, ni la menor conciencia individual; sin embargo sentía una presencia divina y absoluta.
Estaba en el interior de la Diosa. Era la muerte o la gloria de la que hablan los profetas. Si así es morir, estás en una dimensión inalcanzable y es absurdo imaginar que me acompañas en la vida cotidiana o me ayudas en mis tareas, ambiciones, miedos y vanidades.
Mil años más tarde regresé, como una extenuada peregrina, a la realidad conocida por el mismo camino que había recorrido para irme, pero a la inversa: atravesé la pequeña luna de plata, floté en el espacio del águila, bajé al cielo blanco, me hundí en imágenes psicodélicas y por fin entré a mi pobre cuerpo, que llevaba dos días muy enfermo, atendido por Willie, quien ya empezaba a creer que había perdido a su mujer en el mundo de los espíritus. En su experiencia con la ayahuasca, Willie no ascendió a la gloria ni entró en la muerte, se quedó trancado en un purgatorio burocrático, moviendo papeles, hasta que se le pasó el efecto de la droga unas horas más tarde. Entretanto yo estuve tirada en el suelo, donde después él me acomodó con almohadas y frazadas, tiritando, mascullando incoherencias y vomitando a menudo una espuma cada vez más blanca. Al principio estaba agitada, pero después quedé relajada e inmóvil, no parecía sufrir, dice Willie.
El tercer día, ya consciente, lo pasé tendida en mi cama reviviendo cada instante de aquel extraordinario viaje. Sabía que ya podría escribir la trilogía, porque ante los tropezones de la imaginación tenía el recurso de volver a percibir el universo con la intensidad de la ayahuasca, que es similar a la de mi infancia. La aventura con la droga me embargó de algo que sólo puedo definir como amor, una impresión de unidad: me disolví en lo divino, sentí que no había separación entre mí y el resto de lo que existe, todo era luz y silencio. Quedé con la certeza de que somos espíritus y que lo material es ilusorio, algo que no se puede probar racionalmente, pero que a veces he podido experimentar brevemente en momentos de exaltación ante la naturaleza, de intimidad con alguien amado o de meditación. Acepté que en esta vida humana mi animal totémico es el águila, ese pájaro que en mis visiones flotaba mirando todo desde una gran distancia. Esa distancia es la que me permite contar historias, porque puedo ver los ángulos y horizontes. Parece que nací para contar y contar. Me dolía el cuerpo, pero nunca he estado más lúcida. De todas las aventuras de mi agitada existencia, la única que puede compararse a esta visita a la dimensión de los chamanes fue tu muerte, hija. En ambas ocasiones sucedió algo inexplicable y profundo, que me transformó. Nunca volví a ser la misma después de tu última noche y de beber aquella poderosa poción: perdí el miedo a la muerte y experimenté la eternidad del espíritu.