EN MALAS MANOS
A propósito de cirugía plástica, un miércoles de madrugada me llamó Tabra algo turbada, con la novedad de que uno de sus senos había desaparecido.
—¿Estás bromeando?
—Se desinfló. Un lado está liso, pero el otro pecho está como nuevo. No me duele nada. ¿Crees que debo ver al médico?
Fui a buscarla de inmediato y la llevé donde el cirujano que la había operado, quien nos aseguró que no era culpa suya, sino de la fábrica de implantes: a veces salen defectuosos, se rompen y el líquido se desparrama por el cuerpo. No había que preocuparse, agregó, era una solución salina que con el tiempo se absorbía sin peligro para la salud. «¡Pero no puede quedarse con un solo seno!», intervine. Al médico le pareció razonable y unos días después reemplazó el globo pinchado, aunque no se le ocurrió hacer una rebaja en el precio de sus servicios. Tres semanas más tarde se desinfló el otro. Tabra llegó tapada con una ruana a nuestra casa.
—¡Si ese desgraciado no se responsabiliza por tus tetas, le meteré juicio! ¡Tiene que operarte gratis! —bramó Willie.
—Prefiero no molestarlo de nuevo, Willie, se puede enojar. Fui a consultar a otro médico —admitió ella.
—¿Y ése sabe algo de senos? —le pregunté.
—Es un hombre muy decente. Fíjate que cada año va a Nicaragua a operar gratis a niños con labio leporino.
En realidad, hizo un trabajo excelente y Tabra tendrá firmes pechos de doncella hasta que se muera a los cien años. Las mujeres de su familia viven muy largo. A los pocos meses apareció en la prensa el primer cirujano, el de los implantes fallados. Le habían quitado la licencia y estaban a punto de arrestarlo porque operó a una paciente, la dejó durante la noche en su consultorio sin una enfermera, la mujer sufrió un ataque y se murió. Mi nieto Alejandro calculó el costo de cada pecho de su tía Tabra y sugirió que si cobraba diez dólares por mirarlos y quince por tocarlos, recuperaría la inversión en un plazo aproximado de tres años y ciento cincuenta días; pero a ella le iba bien con sus joyas y no necesitaba recurrir a medidas tan extremas.
En vista de la bonanza de su negocio, Tabra contrató a un gerente de ideas faraónicas. Ella había levantado su negocio de la nada; comenzó vendiendo en la calle y paso a paso, con mucho trabajo, perseverancia y talento, llegó a formar una empresa modelo. No entendí para qué necesitaba a un tío arrogante que no había fabricado una pulsera en su vida y tampoco se la había puesto. Ni siquiera podía jactarse de tener una melena negra. Ella sabía mucho más que él. El licenciado empezó por comprar un equipo de computadoras como las de la NASA, que vendía un amigo suyo y que ninguno de los refugiados asiáticos de Tabra aprendió a usar, a pesar de que algunos de ellos hablaban varios idiomas y tenían una sólida educación, y luego decidió que se necesitaba un grupo de consultores para formar un directorio. Escogió entre sus amigos y les asignó un buen sueldo. En menos de un año el negocio de Tabra se tambaleaba como el bufete de Willie, porque salía más dinero del que entraba y había que mantener a un ejército de empleados cuyas funciones nadie comprendía. Esto coincidió con que la economía del país sufrió un bajón y ese año se pusieron de moda las joyas minimalistas, en vez de las grandes piezas étnicas de Tabra; hubo robos internos en la compañía y mala administración. Ése fue el momento que el gerente escogió para mandarse a cambiar y dejar a Tabra agobiada de deudas. Se empleó como consultor en otra empresa, recomendado por los mismos que él tenía en su directorio.
Durante casi un año Tabra luchó contra los acreedores y la presión de los bancos, pero al fin debió resignarse a la bancarrota. Lo perdió todo. Vendió su poética propiedad en el bosque por mucho menos de lo que había pagado por ella. Los bancos se apropiaron de sus bienes, desde su camioneta hasta la maquinaria de la fábrica y la mayor parte de la materia prima adquirida durante una vida. Meses antes, Tabra me había regalado frascos con cuentas y piedras semipreciosas, que guardé en el sótano esperando el momento en que me enseñaría a usarlas; no sospechaba que después le servirían a ella para volver a trabajar. Willie y yo vaciamos y pintamos la pieza del primer piso que fue tuya y se la ofrecimos, para que al menos tuviese techo y familia. Se trasladó con los pocos muebles y objetos de arte que pudo salvar. Le facilitamos una mesa grande y allí comenzó de nuevo, como treinta años antes, a hacer sus joyas una por una. Salíamos casi a diario a caminar y hablábamos de la vida. Nunca la oí quejarse o maldecir al gerente que la arruinó. «Es culpa mía por haberlo contratado. Esto nunca volverá a sucederme», fue todo lo que dijo. En los años que la conozco, que son muchos, mi amiga ha estado enferma, desilusionada, pobre y con mil problemas, pero sólo la he visto desesperada cuando se murió su padre. Por mucho tiempo lloró a ese hombre al que adoraba sin que yo pudiese ayudarla. En la época de su quiebra económica no se inmutó. Con humor y coraje se dispuso a recorrer desde el principio el camino que había hecho en su juventud, convencida de que si lo hizo a los veinte años, podía hacerlo de nuevo a los cincuenta. Tenía la ventaja de que su nombre era conocido en varios países; cualquiera en el negocio de las joyas étnicas sabe quién es ella; dueños de galerías de arte del Japón, Inglaterra, las islas del Caribe y de muchos otros lugares acuden a comprar sus joyas y hay clientas que las coleccionan de forma obsesiva; llegan a juntar más de quinientas y siguen comprando.
Tabra demostró ser una huésped ideal. Por cortesía, se comía lo que hubiese en su plato, y sin nuestras caminatas diarias habría terminado redonda. Era discreta, silenciosa y divertida, y además nos entretenía con sus opiniones.
—Las ballenas son machistas. Cuando la hembra está en celo, los machos la rodean y la violan —nos contó.
—No se puede juzgar a los cetáceos con un criterio cristiano —la rebatió Willie.
—La moral es una sola, Willie.
—Los indios yanomami de la selva amazónica raptan a mujeres de otras tribus y son polígamos.
Entonces Tabra, que siente gran respeto por los pueblos primitivos, concluía que en ese caso no se aplica la misma moral que a las ballenas. ¡Ni qué decir las discusiones políticas! Willie es muy progresista, pero comparado con Tabra parece un talibán. Para entretenerse durante otra de las repentinas desapariciones de Alfredo López Lagarto Emplumado, que coincidió con su bancarrota, nuestra amiga volvió al vicio de las citas a ciegas a través de avisos en los periódicos. Uno de los candidatos se presentó con la camisa abierta hasta el ombligo, luciendo media docena de cruces de oro sobre un pecho peludo. Eso, más el hecho de que era de raza blanca y se estaba quedando calvo en la coronilla, habría sido suficiente para que ella no se interesara, pero parecía inteligente y decidió darle una oportunidad. Se juntaron en una cafetería, conversaron por un buen rato y descubrieron cosas en común, como el Che Guevara y otros heroicos guerrilleros. A la segunda cita, el hombre se había abotonado la camisa y le llevó un regalo envuelto con primor. Al abrirlo, resultó ser un pene de tamaño optimista tallado en madera. Tabra llegó furiosa a la casa y lo tiró a la chimenea, pero Willie la convenció de que era un objeto de arte y si ella coleccionaba calabazas para cubrir vergüenzas masculinas en Nueva Guinea, no veía razón para ofenderse por aquel presente. A pesar de sus dudas, ella volvió a salir con el galán. En la tercera cita se les agotaron los temas relacionados con la guerrilla latinoamericana y permanecieron callados durante un rato muy largo, hasta que ella, por decir algo, anunció que le gustaban los tomates. «A mí me gustan TUS tomates», replicó él, poniéndole una zarpa en el seno que tanto dinero le había costado. Y como ella se quedó paralizada de estupor ante aquella tropelía, él se sintió autorizado para dar el paso siguiente y la invitó a una orgía en que los comensales se desnudaban y se lanzaban de cabeza en una pila humana a retozar como los romanos en tiempos de Nerón. Costumbres de California, aparentemente. Tabra culpó a Willie, dijo que el pene no había sido un regalo artístico, sino una proposición deshonesta y un atentado a la decencia, tal como ella sospechaba. Hubo otros pretendientes, muy divertidos para nosotros, aunque no tanto para ella.
Tabra no era la única que nos daba sorpresas. Nos enteramos en esos días de que Sally y el hermano de Celia se habían casado para conseguirle a él una visa que le permitiera quedarse en el país. Para convencer al Servicio de Inmigración de que era una boda legítima, hicieron una fiesta con torta de novios y se tomaron una foto en la que Sally lleva puesto el famoso vestido de merengue que había languidecido en mi clóset durante años. Le rogué a Celia que escondiera la foto, porque no habría manera de explicar a los niños que la compañera de su mamá se había casado con el tío, pero a Celia no le gustan los secretos. Dice que a la larga todo se sabe y no hay nada más peligroso que las mentiras.