JULIETTE Y LOS NIÑOS GRIEGOS
Al hacer la investigación para la trilogía juvenil, conocí en la librería Book Passage a Juliette, una joven americana muy bella y muy encinta, quien apenas lograba equilibrar la panza más descomunal que me había tocado ver. Esperaba mellizos, pero no eran suyos, sino de otra pareja; ella sólo había prestado el vientre, me dijo. Era una iniciativa altruista de su parte, pero al conocer su historia me pareció una barbaridad.
A los veintitantos años, después de graduarse en la universidad, Juliette hizo un viaje a Grecia, el destino lógico para quien había estudiado arte, y allí, en la isla de Rodas, conoció a Manoli, un griego exuberante, con melena y barba de profeta, ojos de terciopelo y una personalidad avasalladora que la sedujo de inmediato. El hombre usaba pantalones tan cortos, que al agacharse o sentarse cruzado de piernas se le veían sus vergüenzas. Imagino que eran excepcionales, ya que las mujeres lo perseguían al trote por las callecitas de Lindos, su pueblo. Manoli tenía lengua de oro y podía pasar doce horas en la plaza o en una cafetería contando anécdotas sin pausa, rodeado de oyentes hipnotizados por su voz. La historia de su propia familia era toda una novela: los turcos habían decapitado a su abuelo y su abuela delante de sus siete hijos, a quienes obligaron a caminar, junto a cientos de otros prisioneros griegos, desde el mar Negro hasta el Líbano. En esa ruta del dolor murieron seis de los hermanos; sólo el padre de Manoli, que entonces tenía seis años, sobrevivió. Entre las numerosas turistas bronceadas por el sol y dispuestas a rodar con él en las arenas calientes de Grecia, Manoli escogió a Juliette por su aire de inocencia y su hermosura. Ante la sorpresa de los habitantes de la isla, que lo consideraban soltero insalvable, le propuso matrimonio. Había estado casado antes con una chilena, curiosamente, quien se fugó con un profesor de yoga el día de su boda. La historia no era clara, pero según las lenguas sueltas el rival puso LSD en la bebida de Manoli, quien despertó al otro día en una institución psiquiátrica y para entonces su casquivana esposa había desaparecido. No supo de la chilena nunca más. Para casarse de nuevo debió hacer los trámites legales para probar que ella había desertado del matrimonio, ya que no había nadie para firmar los papeles del divorcio.
Manoli ocupaba una antigua vivienda sobre un acantilado mirando el mar Egeo, una casa que había pertenecido por cientos de años a los sucesivos vigías que oteaban el horizonte. A la vista de barcos enemigos debían montarse en un caballo, que siempre estaba ensillado, y galopar cincuenta kilómetros hasta la mítica ciudad de Rodas, fundada por los dioses, para dar la alarma. Manoli puso mesas fuera y lo convirtió en un restaurante. Cada año daba una mano de pintura blanca a la casa y marrón a las persianas y puertas, como todas las viviendas del idílico pueblo, donde no circulan coches y la gente se conoce por el nombre. Lindos, coronado por su acrópolis, se ve más o menos igual desde hace muchos siglos, con el agregado de un castillo medieval, ya en ruinas. Juliette no dudó en casarse, aunque supo desde el comienzo que no habría manera de sujetar a ese hombre. Para evitar el dolor de los celos y la humillación de que alguien viniera a contarle un chisme, le dijo a Manoli que podía tener las aventuras amorosas que se le antojaran pero nunca a sus espaldas; prefería saberlas. Manoli se lo agradeció, pero por suerte poseía suficiente experiencia como para no cometer la tontería de confesar una infidelidad. Gracias a eso, Juliette vivió tranquila y enamorada. Estuvieron juntos dieciséis años en Lindos.
El restaurante los mantenía muy ocupados durante la temporada alta, pero lo cerraban en invierno y entonces aprovechaban para viajar. Manoli era un ilusionista de la cocina. Preparaba todo en el momento, carnes y pescados a la parrilla, ensaladas frescas. Él mismo escogía cada pescado que los botes traían del mar al amanecer y cada vegetal que llegaba de los plantíos a lomo de mula; así su fama trascendió la isla. Desde el pueblo hasta el acantilado donde estaba el restaurante había veinte minutos de caminata a paso reposado. Los clientes no tenían apuro, porque el soberbio paisaje invitaba a la contemplación. La mayoría se quedaba la noche entera para seguir la trayectoria de la luna sobre la acrópolis y el mar. Juliette, con sus vaporosos vestidos de algodón, sandalias, melena de un castaño intenso suelta sobre los hombros y rostro clásico, resultaba aún más atrayente que la comida. Parecía la vestal de un antiguo templo griego, y por lo mismo llamaba la atención que hablara con acento americano. Se deslizaba con las bandejas entre los comensales, siempre suave y simpática, a pesar del tumulto de clientes apretujados en el local y esperando en la puerta. Sólo en dos ocasiones perdió la paciencia, y en ambas fue con turistas americanos. En la primera, un gordinflón, colorado por el exceso de sol y ouzo, rechazó tres veces el plato porque no era exactamente lo que quería y lo hizo con pésimos modales. Juliette, extenuada por una larga noche de servicio, le llevó el cuarto plato y, sin comentarios, se lo volcó sobre la cabeza. En la segunda ocasión fue por culpa de una culebra que trepó por la pata de una mesa y avanzó ondulando hacia la fuente de la ensalada, en medio del griterío histérico de un grupo de tejanos que sin duda habían visto otras más largas en su tierra; no había necesidad de espantar a la clientela con ese escándalo. Juliette cogió un cuchillo grande de la cocina y de cuatro golpes de karate partió la culebra en cinco pedazos. «Enseguida les traigo la langosta», fue todo lo que dijo.
Juliette soportaba de buen grado las manías de Manoli —un marido nada fácil— porque era el hombre más entretenido y apasionado que había conocido. Comparados con él, todos los demás resultaban insignificantes. Había mujeres que delante de ella le pasaban a Manoli la llave de su hotel, que él rechazaba con alguna broma irresistible, después de tomar debida nota del número del cuarto. Tuvieron dos niños tan guapos como la madre: Aristóteles y, cuatro años después, Aquiles. El menor todavía estaba en pañales cuando su padre fue a Tesalónica a consultar a un médico porque le dolían los huesos. Juliette se quedó con los niños en Lindos atendiendo el restaurante lo mejor posible; no atribuyó demasiada importancia al malestar de su marido porque no lo había oído quejarse. Manoli la llamaba por teléfono a diario para contarle nimiedades; nunca se refería a su salud. A las preguntas de ella, contestaba con evasivas y con la promesa de que volvería en menos de una semana, cuando se supieran los resultados de los exámenes. Sin embargo, el mismo día en que ella aguardaba su regreso, vio una larga fila de amigos y vecinos que ascendía por la colina y llegaba a la puerta de su casa a la hora del crepúsculo. Sintió una garra en el cuello y se acordó de que el día anterior, por teléfono, a su marido se le había quebrado la voz en un sollozo cuando le dijo: «Eres una buena madre, Juliette». Ella se había quedado pensando en esa frase, tan inesperada en Manoli, quien no prodigaba lindezas en ella. En ese momento se dio cuenta de que había sido una despedida. Las caras compungidas de los hombres agrupados ante su puerta y el abrazo colectivo de las mujeres se lo confirmaron. Manoli había muerto de un cáncer fulminante, que nadie sospechaba porque se las arregló para disimular el suplicio de los huesos deshechos. Entró al hospital sabiendo que había llegado su hora, pero por orgullo no quiso que su mujer y sus hijos lo vieran agonizar. Los vecinos de Lindos juntaron sus esfuerzos y compraron los pasajes en avión para Juliette y los niños. Las mujeres les hicieron la maleta, cerraron la casa y el restaurante y una de ellas los acompañó a Tesalónica.
La joven viuda anduvo de un hospital a otro buscando a su marido, porque ni siquiera estaba segura de dónde se hallaba, hasta que por fin la condujeron a un sótano, que no era más que una cueva en la tierra, como las que se usaban para guardar vino, donde había un cuerpo sobre una tabla, cubierto apenas por una sábana. Su primera impresión fue de alivio, porque creyó que había sido víctima de una terrible equivocación. Ese cadáver amarillo y esquelético, con una expresión torcida de sufrimiento, no se parecía al hombre alegre y lleno de vida que era su esposo, pero entonces, el enfermero que la acompañaba levantó la lámpara y Juliette reconoció a Manoli. En las horas siguientes, debió sacar fuerzas de lo más profundo, encontrar un sitio en el cementerio y enterrar sin ceremonias a su marido. Después llevó a sus hijos a una plaza y entre árboles y palomas les explicó que no volverían a ver a su padre, pero que lo sentirían muchas veces a su lado, porque Manoli siempre los cuidaría. Aquiles era demasiado joven para comprender la inmensidad de su pérdida, pero Aristóteles quedó aterrado. Esa misma noche Juliette despertó sobresaltada con la certeza de que la besaban en la boca. Sintió los labios suaves, el aliento cálido y el cosquilleo de la barba de su marido, que había venido a darle el beso de despedida que no quiso darle antes, cuando agonizaba solo en un hospital. Lo que ella les había dicho a sus hijos para consolarlos era una verdad absoluta: Manoli velaría por su familia.
El pueblo de Lindos cerró filas en torno a la joven viuda y sus hijos, pero ese abrazo no podía sostenerlos por tiempo indefinido. Era imposible para Juliette manejar sola el restaurante y, como no encontró otro trabajo en la isla, decidió que había llegado el momento de reencontrarse con su familia y regresar a California, donde al menos contaría con la ayuda de sus padres. La existencia cambió para los niños, que se habían criado libres y seguros, jugando descalzos en las calles blancas de la isla, donde todos los conocían. Juliette consiguió un apartamento modesto, parte de un proyecto de una iglesia, y encontró empleo en Book Passage. No había acabado de instalarse cuando a su madre se le declaró una enfermedad incurable y al cabo de unos meses le tocó enterrarla. Un año después murió su padre. Había tanta muerte a su alrededor, que al saber de una pareja que buscaba un vientre para gestarles un hijo, se ofreció sin pensarlo mucho, con la esperanza de que esa vida dentro de ella la consolara de tantas pérdidas y le diera calor. La conocí deformada por el embarazo, con las piernas hinchadas y manchas en la cara, ojerosa y muy cansada, pero contenta. Siguió trabajando en la librería hasta que debió retirarse por orden médica y pasó las últimas semanas en un sofá, aplastada por el peso de la barriga. En menos de cuatro años, Aristóteles y Aquiles habían perdido a su padre y sus dos abuelos; sus cortas vidas estaban marcadas por la muerte. Se aferraban a su madre, la única que les quedaba, con el miedo inevitable de que también ella podía desaparecer, por lo mismo me pareció extraño que Juliette corriera el riesgo de ese embarazo.
—¿Quiénes son los padres de estos mellizos? —le pregunté.
—Casi no los conozco. El contacto se hizo a través de un grupo con el que me junto todas las semanas. Son adultos y niños que están pasando por un duelo. El grupo nos ha ayudado mucho; ahora Aristóteles y Aquiles comprenden que no son los únicos niños sin padre.
—El acuerdo con esa pareja fue que tú tendrías un bebé, pero no dos. ¿Por qué les vas a dar un crío de yapa? Dales uno solo y el otro me lo pasas a mí.
Ella se echó a reír y me explicó que ninguno le pertenecía, existían acuerdos y hasta contratos legales respecto a óvulos, espermatozoides, paternidad y otros líos, así es que yo no podía apropiarme de uno de los mellizos. Qué lástima, no era lo mismo que una camada de perritos.
Juliette es la diosa Afrodita, toda dulzura y abundancia: curvas, senos, labios de beso. Si la hubiese conocido antes, su imagen habría ilustrado la tapa de mi libro sobre comida y amor. Ella y los dos niños griegos, como llamamos a sus hijos, entraron naturalmente a formar parte de nuestra familia, y cuando ahora cuento los nietos, debo sumar dos más. Así aumentó la tribu, esta comunidad bendita donde se multiplican las alegrías y se dividen los dolores. El más prestigioso colegio privado del condado ofreció becas a Aristóteles y Aquiles y, por un golpe de suerte, Juliette consiguió alquilar una casita con jardín en nuestro barrio. Ahora todos, Nico, Lori, Ernesto, Giulia, Juliette y nosotros, vivimos en un radio de pocas cuadras y los niños pueden ir de una casa a otra a pie o en bicicleta. La familia la ayudó a mudarse, y mientras Nico reparaba averías, Lori colgaba cuadros y Willie instalaba una parrilla, yo llamaba a Manoli para que cuidara a los suyos desde el otro lado, tal como había prometido en aquel beso póstumo con que se despidió de su mujer.
Una tarde del verano, sentadas en torno a la piscina de nuestra casa, mientras Willie enseñaba a nadar a Aquiles, que le tenía pavor al agua pero se moría de envidia al ver chapaleando a los demás niños, le pregunté a Juliette cómo ella, que era tan maternal, pudo gestar a dos bebés durante nueve meses, darlos a luz y ese mismo día desprenderse de ellos.
—No eran míos, sólo estuvieron en mi cuerpo por un tiempo. Mientras los llevé dentro los cuidaba y sentía ternura, pero no ese amor posesivo que siento por Aristóteles y Aquiles. Siempre supe que me iba a separar de ellos. Cuando nacieron los tuve un momento en brazos, los besé, les deseé buena suerte y se los pasé a los padres, quienes se los llevaron de inmediato. Después me dolían los pechos, cargados de leche, pero no me dolía el corazón. Me alegré por esa pareja que tanto deseaba tener hijos.
—¿Volverías a hacerlo?
—No, porque ya tengo casi cuarenta años y un embarazo es mucho desgaste. Sólo lo haría por ti, Isabel —me dijo.
—¿Por mí? ¡Ni Dios lo permita! Lo que menos deseo a mi edad es un crío —me reí.
—Entonces, ¿por qué me pediste que me robara a uno de los mellizos para dártelo?
—No era para mí, sino para Lori.