OTRA CASA PARA LOS ESPÍRITUS
En la cúspide del mismo cerro donde estaba nuestra casa pusieron en venta un terreno de cerca de una hectárea con más de cien robles viejos y una vista soberbia de la bahía. Willie no me dejó en paz hasta que accedí a comprarla, a pesar de que me parecía un capricho superfluo. Él se apropió del proyecto y decidió construir la verdadera casa de los espíritus. «Tienes mentalidad de castellana, necesitas estilo. Y yo necesito un jardín», dijo. A mi parecer, mudarnos era una idea descabellada, porque la casa donde habíamos vivido durante más de diez años tenía su historia y un fantasma querido, no podía permitir que desconocidos habitaran entre esas paredes, pero Willie prestó oídos sordos a mis argumentos y siguió adelante con sus planes. A diario trepaba el cerro a fotografiar cada etapa de la construcción; no se colocó un solo clavo sin que fuera registrado por su cámara, mientras yo, aferrada a mi vieja morada, no quería saber nada de la otra. Lo acompañé algunas veces por cumplir, pero no pude entender los planos, me parecieron un enredo de vigas y pilares, lúgubre y demasiado grande. Pedí más ventanas y claraboyas. Willie decía que yo estaba enamorada del viejo irlandés que hacía los tragaluces, porque entre las dos casas le encargué casi una docena; uno más y los techos se habrían desmigajado como galletas. ¿Quién iba a limpiar ese buque? Se necesitaba un almirante que entendiera la maraña de tuberías y cables, las calderas, los ventiladores y otras máquinas de cambiar el clima. Sobraban habitaciones, nuestros muebles flotarían en esos ambientes enormes. Willie desdeñó mis objeciones malévolas, pero me hizo caso en cuanto al tamaño de las ventanas y los tragaluces, y cuando por fin estuvo lista y sólo faltaba escoger el color de la pintura, me llevó a verla.
La sorpresa fue inmensa: era mucho más que una vivienda, era una prueba de amor, mi propio Taj Mahal. Este amante imaginó una casa chilena de campo, de paredes gruesas y techo de tejas, con arcos coloniales, balcones de hierro forjado, una fuente española y una cabaña al fondo del jardín para que yo escribiera. La casona de mis abuelos en Santiago, que inspiró mi primer libro, nunca fue así, ni tan grande ni tan bella ni tan luminosa como yo la describí en la novela. La que Willie construyó era la que imaginé. Se alzaba orgullosa en la cima de la colina, rodeada de robles, con tres palmeras en el patio de adoquines de la entrada —tres damas espigadas con sombreros de plumas verdes—, que transportaron con una grúa y plantaron en los hoyos que habían preparado. Lucía un letrero de madera colgando del balcón: LA CASA DE LOS ESPÍRITUS. Mi resistencia previa desapareció en un suspiro, le salté al cuello a Willie, agradecida, y me apoderé del lugar. Decidí pintarla por fuera de color durazno y por dentro de color helado de vainilla. Quedó como una torta, pero contratamos a una señora con siete meses de embarazo y provista de una escalera, martillo, soplete y ácido, quien atacó las paredes, las puertas y los hierros, y les dio, en una semana, un siglo de antigüedad. Si no la hubiéramos detenido, habría reducido la casa entera a un montón de escombros antes de dar a luz en nuestro patio. El resultado es una incongruencia histórica: una casona chilena del mil novecientos en un cerro de California en pleno siglo XXI.
En contraste conmigo, que siempre tenía mi equipaje a mano para salir escapando, la única ocasión en que Willie realmente estuvo tentado de divorciarse fue durante la mudanza. Cierto, me porté como un coronel nazi, pero en dos días estábamos instalados como si lleváramos un año allí. La tribu entera participó, desde Nico con su cinturón de herramientas para colocar lámparas y colgar cuadros, hasta los amigos y los nietos, que pusieron tazas y platos en los gabinetes, desarmaron cajas y se llevaron la basura en sacos. En aquel alboroto casi te pierdes, Paula. Dos noches más tarde dimos la tarea por terminada y las catorce personas que nos habíamos deslomado en la mudanza cenamos en la «mesa de la castellana», como la llamó Willie desde el principio, con velas y flores: ensalada de camarones, estofado chileno y flan de leche. Nada de comida china pedida por teléfono. Así se inauguró un estilo de vida que no habíamos tenido hasta entonces.
Si yo habría de gozar en mi nueva situación de castellana, mucho más lo haría Willie, que necesita vista, espacio y techos altos para expandirse, una cocina amplia para sus experimentos, una parrilla para las infelices reses que suele asar y un jardín noble para sus plantas. A pesar del millón de alergias que lo atormentan desde la niñez, sale varias veces al día a oler las flores, a contar los brotes de cada arbusto y a aspirar a bocanadas el aroma fresco del laurel, el dulce de la menta, el penetrante del pino y el romero, mientras los cuervos, negros y sabios, se burlan de él en el cielo. Plantó diecisiete rosales virginales para reponer los que dejó en la otra casa. Cuando lo conocí, tenía diecisiete rosales en barriles, que había transportado durante años por los caminos de divorcios y mudanzas, pero los puso en tierra firme cuando se rindió al amor conmigo. Desde el primer año, cortó flores para mi cuchitril, único lugar de la casa donde se pueden poner, porque a él lo matan. Mi amiga Pía vino de Chile a bendecir la casa y trajo, escondida en su maleta, una patilla del «rosal de Paula», que tiene junto a la ermita en su jardín y que dos años más tarde habría de deleitarnos con rosas rosadas en profusión. Desde su pueblo de Santa Fe de Segarra, donde vive, Carmen Balcells me envía cada semana un ramo hiperbólico de flores, que también debo escamotear de Willie. Mi agente es dadivosa como los hidalgos de la España imperial. Una vez me regaló una maleta de chocolates mágicos: dos años después todavía aparecen en mis zapatos o dentro de alguna cartera; se reproducen misteriosamente en la oscuridad.
De mayo a septiembre calentamos la piscina como sopa y se llena la casa de niños propios y ajenos, que se materializan en la atmósfera, y visitas que llegan sin anunciarse, como el cartero. Más que una familia, somos un pueblo. Montañas de toallas húmedas, zapatillas guachas, juguetes de plástico; pilas de fruta, galletas, quesos y ensaladas sobre el mesón de la cocina; humo y grasa en las parrillas donde Willie hace bailar filetes, costillares, hamburguesas y salchichas. Abundancia y bullicio, que compensan los meses invernales de retiro, soledad y silencio, el tiempo sagrado de la escritura. El verano pertenece a las mujeres; nos juntamos en el jardín, en el carnaval de las flores y las abejas con sus trajes de rayas amarillas, a broncearnos las piernas y vigilar a los niños, en la cocina a probar nuevas recetas, en la sala a pintarnos las uñas de los pies y, en sesiones especiales, a intercambiar ropa con las amigas. Mi vestuario proviene casi en su totalidad de Lea, una imaginativa diseñadora que me hace todo al sesgo y largo, así estira, encoge, se adapta y sirve por igual a un batallón de mujeres de diferentes tallas, incluida Lori, con su cuerpo de modelo, quien ya abandonó el negro absoluto, uniforme obligado en Nueva York, y adoptó los colores de California. Hasta Andrea suele ponerse mis vestidos, pero jamás Nicole, que tiene un ojo implacable para la moda. En esos meses estivales caen los cumpleaños de media familia y de muchos amigos cercanos, y se celebran en conjunto. Es la época de parrandas, chismes y risas. Los niños hornean galletas y se preparan meriendas de quesadillas y batidos de fruta y helados. Supongo que en toda comuna hay uno que se echa al hombro las labores más ingratas; en la nuestra es Lori: debemos luchar a brazo partido con ella para que no asuma sola la tarea de lavar los cerros de tiestos y platos. Si nos descuidamos, es capaz de trapear el piso a gatas.
Lo mejor fue que al mes de mudarnos empezaron los mismos ruidos inexplicables que nos despertaban en la otra casa, y cuando mi madre vino de visita de Chile, comprobó que los muebles se movían por la noche. Era lo que la casa requería para justificar su nombre. No te perdimos en la mudanza, hija.
Había llegado el momento de llamar a Ernesto y Giulia, que llevaban meses considerando la posibilidad de trasladarse a California, para que formaran parte de la tribu y vivieran en la casa que habíamos dejado y que los estaba esperando. Se habían casado hacía un par de años en una ceremonia a la que acudieron las familias de los novios y la nuestra, incluso Jason, quien todavía no se había enterado del breve interludio amoroso entre Ernesto y Sally. Ernesto se lo confesaría más tarde, apenado. Giulia, en cambio, lo sabía, pero no es la clase de mujer que tiene celos del pasado. La novia, espléndida en su sencillo vestido de satén blanco, no se dio por aludida de la inoportuna reacción de algunos invitados, que por poco le arruinan el casamiento. A pesar de que los parientes de Ernesto estaban encantados con ella, se encerraban por turnos en el baño a lloriquear porque se acordaban de ti. No fue mi caso; en realidad estaba muy contenta, siempre he sabido que tú misma buscaste a Giulia para que tu marido no se quedara solo, tal como bromeabas a veces que harías. ¿Por qué hablabas de la muerte, hija? ¿Qué premoniciones tenías? Dice Ernesto que ustedes sentían que el amor no sería largo, que debían gozarlo apresuradamente, antes de que se lo arrebataran.
La vida de Ernesto y Giulia en Nueva Jersey era cómoda y ambos contaban con un buen trabajo, pero se sentían solos y cedieron a mi invitación de quedarse con nuestra antigua casa. Para aceptar ese regalo, Ernesto necesitaba un empleo en California y, como está protegido por un ángel, lo contrataron en una empresa a diez minutos de distancia de su nueva morada. Se demoraron un par de meses en vender su apartamento y cruzar el continente en un camión cargado con sus cosas. Entraron a esa casa el mismo día de mayo en que varios años antes te trajimos de España, para que pasaras allí el tiempo que te quedaba de vida. Me pareció una clara señal de buen augurio. Nos dimos cuenta porque Giulia me regaló un álbum donde había archivado en orden cronológico las cartas que te escribí en 1991, cuando estabas recién casada en Madrid, y las que le mandé a Ernesto en 1992 cuando tú estabas enferma en California y él trabajaba en Nueva Jersey. «Aquí seremos muy felices», dijo Giulia cuando entró a su casa, y no me cupo duda de que lo serían.