LOS NIÑOS QUE NO VINIERON
Tres veces le colocaron a Juliette los embriones de laboratorio formados por los óvulos de la donante brasilera y el esperma de Nico. En las tres ocasiones nuestra tribu estuvo durante semanas con el alma suspendida de un hilo aguardando los resultados. Invocamos los recursos mágicos de siempre. En Chile, mi amiga Pía y mi madre acudieron al santo nacional, el padre Hurtado, mediante nuevas donaciones para sus obras de caridad. La imagen de ese santo revolucionario, que todos los chilenos llevamos en el corazón, es la de un hombre joven y enérgico, vestido con sotana negra y con una pala en la mano, trabajando. Su sonrisa nada tiene de beatitud, sino de desafío. Fue él quien acuñó tu frase favorita: «Dar hasta que duela». El tercer implante de embriones, después del fracaso de los dos primeros, fue en el verano. Un año antes, Lori y Nico habían planeado un viaje a Japón y decidieron realizarlo, porque si se cumplía la ilusión de tener un bebé serían sus últimas vacaciones en mucho tiempo. Recibirían la noticia allá y si era positiva podrían celebrarlo, mientras que si era negativa dispondrían de un par de semanas de intimidad y silencio para resignarse, lejos de las condolencias de amigos y parientes.
Una de esas madrugadas desperté sobresaltada. La habitación estaba apenas iluminada por el sutil resplandor del amanecer y una lamparita que siempre dejamos encendida en el pasillo. El aire estaba inmóvil y la casa envuelta en un silencio anormal; no se oían los ronquidos acompasados de Willie y Olivia, ni el murmullo habitual de las tres palmeras bailando en la brisa del patio. De pie junto a mi cama había dos niños pálidos tomados de la mano, una niña de unos diez años y un chico algo menor. Vestían ropa del mil novecientos, con cuellos de encaje y botines de charol. Me pareció que tenían una expresión muy triste en sus grandes ojos oscuros. Nos miramos por un segundo o dos y, cuando encendí la luz, desaparecieron. Me quedé un rato esperando en vano a que volvieran y por último, cuando se me calmó el galope del corazón, me fui en puntillas a llamar a Pía.
En Chile eran cinco horas más tarde y mi amiga estaba en cama, bordando una de sus carteras de trapitos.
—¿Crees que esos niños tienen algo que ver con Lori y Nico? —le pregunté.
—¡Por supuesto que no! Son los hijos de las dos señoras inglesas —respondió con tranquila convicción.
—¿Cuáles?
—Las señoras que me visitan, las que atraviesan las paredes. ¿No te he contado de ellas?
El día acordado, Lori y Nico debían llamar a la enfermera que coordinaba el tratamiento en la clínica de fertilidad, una mujer con vocación de madrina que trataba cada caso con delicadeza, porque comprendía cuánto estaba en juego para esas parejas. Debido a la diferencia de hora entre Tokio y California, fijaron la alarma del reloj para las cinco de la madrugada. Como no se podía hacer llamadas internacionales desde la habitación, se vistieron deprisa y bajaron a la recepción del hotel, donde en ese momento no encontraron a nadie que pudiese ayudarlos, pero sabían que fuera había una cabina de teléfono. Salieron a una callejuela lateral, que durante el día era un hervidero de actividad gracias a los restaurantes populares y tiendas para turistas del barrio, pero a esa hora estaba desierta. La anticuada cabina, arrancada de una película de los años cincuenta, funcionaba sólo con monedas, pero Lori lo había previsto y llevaba las suficientes para comunicarse con la clínica. La sangre le martillaba en las sienes y temblaba de ansiedad al marcar el número, con una plegaria en los labios. En esos instantes se definía su futuro. Desde el otro lado del planeta le llegó la voz de la madrina. «No resultó, Lori, lo lamento mucho; no entiendo lo que pasó, los embriones eran de primera…», dijo, pero ella ya no la escuchaba. Colgó el auricular anonadada y cayó en brazos de su marido. Y ese hombre, que tanto se había resistido a la idea de traer más hijos al mundo, soltó un sollozo, porque estaba tan ilusionado como ella con la idea de un niño de los dos. Se abrazaron sin una palabra y minutos más tarde salieron tambaleándose de la cabina a esa calle vacía, silenciosa, gris en la penumbra del alba. Por los huecos de ventilación en las aceras salían columnas de vapor que daban un aire fantasmagórico a aquel escenario, apropiado a la desolación que los embargaba. El resto de ese viaje a Japón fue un tiempo de convalecencia. Nunca habían estado tan unidos. En la tristeza compartida se encontraron a un nivel muy profundo, desnudos, sin defensas.
Algo cambió en Lori después de esto, como si un vaso se hubiese roto en su pecho y aquel deseo obsesivo, que había sido su esperanza y su tormento se escurriera como el agua. Se dio cuenta de que no podía continuar junto a Nico vencida por la frustración. No sería justo con él. Nico merecía la clase de amor rendido y alegre que tanto habían intentado cultivar entre los dos. Entonces comprendió que había llegado al final de un tortuoso camino y debía arrancarse de raíz la ansiedad de ser madre para poder seguir viviendo. Después de haber probado todos los recursos posibles, era evidente que un hijo propio no estaba en su destino, pero los niños de su marido, que llevaban varios años a su lado y la querían mucho, podrían llenar ese vacío. Esta resignación no ocurrió de un día para otro, pasó casi un año enferma del cuerpo y del alma. Lori siempre fue delgada, pero en cosa de semanas perdió varios kilos y quedó en los huesos, con los ojos hundidos. Se lesionó un disco en la columna y durante meses estuvo casi inválida, tratando de funcionar a punta de calmantes para el dolor, tan fuertes que la hacían alucinar. En algunos momentos estuvo desesperada, pero llegó un día en que emergió de ese largo duelo curada de la espalda, sana del alma y transformada en otra mujer. El cambio lo notamos todos. Recuperó peso, rejuveneció, se dejó crecer el pelo, se pintó los labios, reinició su práctica de yoga y sus largas caminatas por los cerros, pero ahora por deporte y no para escapar. Volvió a reírse de esa manera contagiosa que había seducido a Nico, como no la habíamos oído reírse en mucho, mucho tiempo. Entonces pudo por fin entregarse a los niños a pleno corazón, con alegría, como si se hubiese despejado la neblina y pudiera verlos con precisión. Eran suyos. Sus tres hijos. Los hijos que le anunciaron las conchitas de Bahía y la astróloga de Colorado.